“Hay algo aquí abajo…”
Holly
Grog volvió a golpear el rostro tumefacto. Era metódico y sus nudillos velludos habían recorrido cada centímetro cuadrado de aquel humano. Al fondo de la habitación el doctor Vezius tenía cinco minutos aguardando con paciencia y no había dicho una palabra. Grog volvió a golpear y le pareció escuchar, en el momento en que su puño aplastaba una mejilla agrietada, un leve carraspeo a sus espaldas. Entorno los ojos y se dio la vuelta.
–¿Alguna respuesta? –preguntó Vezius.
Grog miró unos instantes el cuerpo semiinconsciente del hombre atado a la silla y sonrió.
–No, pero ya lo he ablandado bastante. Creo que solo falta macerarlo.
–Para eso estoy aquí. El problema con sus protocolos es que se complican con eventos cerebro-vasculares que no facilitan las respuestas.
Grog emitió un gruñido sordo y se apartó a un lado.
–Como quiera, doctor. Ya usted sabe, la carne es débil… y la del humano es extremadamente débil.
–En mi experiencia, señor Grog, toda carne es débil.
El doctor Vezius le hizo una seña al guardia que estaba al lado de la puerta.
–¿Me acerca la mesilla?
El guardia lo miró con indiferencia hasta que Grog le hizo una seña en silencio, luego Grog se hizo a un lado conservando la sonrisa torcida que se había petrificado en su cara. El guardia tomó la mesilla y la arrastró hasta donde le indicaba Vezius, al lado del prisionero.
–Gracias. Es un placer observar cómo nuestras castas colaboran con tanto entusiasmo. ¿No lo cree así, señor Grog? –preguntó Vezius con cierta ironía.
–Así es. Lo que siempre le digo a mis simios: confíen en su fuerza, pero no olviden el respaldo del intelecto de nuestros científicos. Uno no sabe con qué nueva ocurrencia van a venir para resolver nuestras batallas. ¿No lo cree así, doctor Vezius?
Vezius no dijo nada. Personalmente la actitud de los militares lo cansaba pronto, eso sin contar que este trabajo le era menos reconfortante que el del laboratorio. En realidad lo que quería era comenzar antes de que una jaqueca le arruinara el día o el prisionero comenzara a mostrar signos de lesión cerebral, lo que también le arruinaría el día.
Colocó su maletín sobre la mesilla, lo abrió y comenzó a sacar sus instrumentos y fármacos. Tomó la hipodérmica y con la aguja perforó el septo de goma de uno de los viales. Lentamente llenó la inyectadora con la solución amarillenta, golpeó las paredes de cristal para retirar las burbujas y empujó el émbolo hasta que saltó un fino chorro de líquido.
–Me hará el favor de sostenerle el brazo. Esto terminará pronto.
El sudor resbalaba, helado, por mi espalda. Tuve que detenerme tras un muro mientras me pasaba el brazo por la frente para enjugarme el exceso de humedad pegajosa que me cubría la cara. Era la endemoniada combinación de actividad física y estrés, que es todo lo que necesita un buen soldado para vivir, o mejor aún, para no morir en el cumplimiento del deber.
Estos pasillos se retorcían en las entrañas del antiguo edificio, recuerdo de la época en que la guerra era joven y la humanidad aún tenía esperanzas. Mi enclenque patrulla había tenido suerte, las alucinadas instrucciones de nuestro ratón de biblioteca aparentemente eran acertadas. Habíamos dado con las escaleras y bajamos unos cinco niveles hasta encontrarnos con este laberinto subterráneo. Lamentablemente, las instrucciones solo cubrían hasta las escaleras, a partir de allí había sido territorio desconocido. Manoteos imprecisos buscado la diana por pura casualidad. Únicamente oscuridad y silencio, desde hacía un tiempo que se me antojaba extremadamente largo. Solo el torpe ruido de nuestros pasos y la soledad de la noche del subsuelo.
Una luz débil me encandiló momentáneamente, era Luigi que se acurrucó a mi lado. No me miró, asomó la cabeza hacia el pasillo e iluminó el corto trecho del mismo que se extendía adelante y que era vuelto a engullir en un nuevo cruce a la izquierda. Se levantó y se lanzó el par de metros adelante hacia la otra pared. Escuché el chirriar de sus zapatos contra las piedras sueltas que cubrían el suelo. Se recostó contra la pared. Me preparé para seguirlo.
Algo me detuvo:
“Espera, Martín, hay algo que no está funcionando”.
Esas son las cosas que más me gustan de ti, entrañable compañero. Tu claridad, tu concisión. ¡Cómo coño quieres que te entienda si eres tan ambiguo! ¿Qué quieres decirme con que esto no está funcionando, perdón, con que algo de esto no está funcionado? ¿Claro que te hago caso, no me grites, ¡me detuve!, ¡me detuve! Estoy quieto y esperando. ¿No lo ves? Si no te tomara en cuenta hace tiempo te hubiera mandado a la mierda.
Alcé el brazo para ordenar a la patrulla que se detuviera y mantuviera sus posiciones, pero no tuve tiempo para más nada. Algo veloz, una silueta simiesca, semidesnuda, surgió de la oscuridad e incrustó un garrote en el muro donde estaba Luigi. Fue un movimiento rápido, silencioso, casi quirúrgico, sino fuera por la violencia implícita en la acción y el hecho de que entre el mazo y el muro se encontraba la cabeza de Luigi.
Aquello fue el principio del fin de nuestra cordura. Mientras abría fuego, aquel horror no paraba de golpear lo que quedaba de Luigi. Gustav, nuestro técnico de reparaciones, comenzó a lanzar alaridos histéricos. Disparé cinco veces sobre aquella cosa, creo haber acertado tres tiros. Aún así el ser no cayó y huyó hacia las tinieblas de los túneles que se extendían adelante. Los gritos de Gustav se cortaron bruscamente cuando Arturo se abalanzó sobre él y le cubrió la boca con ambas manos. Me aproximé al cuerpo de Luigi. Era pulpa de carne, sangre y astillas de huesos. Me volteé hacia la oscuridad: no había rastro del ser que le había dado muerte, ni un solo sonido.
A veces los consejos son bendiciones, sabias indicaciones que aclaran el panorama y orientan en la toma de decisiones correctas; otras son errores irreparables. Eso decía mi abuelo, aunque nadie nunca le hizo caso. Lo que sucedió entonces se repite una y otra vez en mi cabeza y no lo he podido resolver todavía, ni explicar por qué lo hice. Mi mente se quedó atascada como una película en una escena, sin posibilidades de alteración, inevitable destino.
“¡Persíguelo!”.
¿Qué? ¿Que lo persiga? ¿Y la misión? Sí ya sé, venganza, Compañero, también me revienta la muerte de Luigi, pero tenemos una misión. No, ni lo pienses. No estoy rehuyendo mi deber, al contrario. ¿Cómo dices? ¿No puedo creerlo, eso piensas? ¡Tanto tiempo juntos, Compañero, y me sales con esto! No puedo creer que me lo hayas dicho. Mira, estamos aquí con otro objetivo. La muerte de Luigi es de las cosas que pasan en este oficio. No estamos para venganzas. Así es, Compañero, no sé qué era esa criatura. Puede que tengas razón y eso sea una amenaza para nuestro equipo. Sí, es verdad, yo no lo escuché venir y nos sorprendió. Sí, tú me lo advertiste, fuiste el único que se dio cuenta. Podría sorprendernos de nuevo y las consecuencias serían lamentables. ¡Claro que confío en ti! Es posible que si no cazamos a ese ser estemos vulnerables a otro de sus ataques. Cuento contigo para localizar y acabar con ese monstruo, por el bien de la patrulla. ¡Por el bien de la patrulla! No te quito la razón, Compañero. Vamos a hacer esto, ¿estás conforme? ¿Bien…? ¡Bien!
Apenas le dediqué unos segundos de estudio a los restos de Luigi, ya había tomado una decisión. Me di la vuelta y le di una orden a Arturo:
–Reagrúpense y continúen. Nos encontraremos más adelante. Yo me encargo de este bicho y luego los busco a ustedes. –No esperé por una respuesta y me lancé por la boca negra que estaba a mi izquierda.
No sé cuánto tiempo ha pasado. La batería de mi linterna tiene tiempo que se agotó. Me arrastro, ciego, por estos túneles sin forma. A veces me detengo y espero que mi respiración se sosiegue, con la vana esperanza de lograr oír algo o quizás conseguir que mi visión se aclare y logre penetrar en esta oscuridad perenne. En esos momentos he creído escuchar ruidos apagados, susurros de piel rozando arena. Murmullos de labios resecos musitando cánticos obscenos. En una ocasión escuché disparos, como truenos lejanos, distantes, de otra vida. Al final he caído agotado, me he acurrucado, con el deseo de desaparecer, de hacerme una piedra y ser indiferente a los horrores de la noche. Presiento a los seres que deambulan en silencio, que buscan el calor de los cuerpos de sus presas. Dejo de respirar un instante cuando me parece sentir el ramalazo de calor de algo pasando a mi lado.
Mis dedos hurgan en el suelo, entre las piedras sueltas y la arena perenne, arañando el suelo de concreto o de roca. Buscando una pista que guíe mi camino. De vez en cuando escucho el eco de unos pasos rápidos que se detienen en algún lugar de este laberinto para proseguir de nuevo, sin descanso. Ignoro si esa humedad que se desliza por mi nuca es el sudor pegajoso de mi cuerpo o la baba de una de esas criaturas hambrientas.
Un ulular de pronto irrumpe a toda velocidad por el pasillo como un viento desatado. Me aplasto contra la pared y ruego por ser invisible. Aprieto mi arma y hago un nuevo repaso de mis municiones, las que tengo en el cargador y las que llevo en mi canana. Presiento que el arma tal vez sea inútil en esta negrura, que mejor servicio me brindaría el cuchillo. No lo pienso dos veces y dejo colgado del hombro mi fusil y empuño el cuchillo. Me levanto con dificultad y trato de ser silencioso, pero la cascada de piedras que se precipitan bajo mis zapatos me revelan que fallo miserablemente.
En ese momento escucho un rápido sonido de pasos y un cuerpo nervudo me arroja contra el suelo. Siento la pestilencia de un aliento que se aferra con violencia a mi antebrazo, mi cuchillo queda atrapado e inútil en medio del lancinante forcejeo. Lanzo un alarido y giro mi cuerpo hacia el muro del túnel, aplastando al ser con mi peso. Empujo mi brazo contra su boca abierta que en silencio solo muerde. Lo único que escucho es el jadeo de mi respiración y el sordo retumbar de mis tímpanos. Gruño y muerdo, pero sobre todo presiono a aquella criatura con mi cuerpo y aferro su delgado cuello con mi mano libre. Aprieto sin descanso y siento un regusto salobre en mi boca que también aprieta sin descanso. Estoy ungido de barbarie.
El doctor Vezius le echa una mirada a su reloj de pulsera y musita algo en voz baja.
–¿Disculpe? –pregunta Grog en tono brusco.
–¿Oh? Nada, que pronto hará efecto. Es solo cuestión de observar sus reacciones y hacer las preguntas correctas… sin tantos pescozones. –Vezius sonríe.
Grog se limita a gruñir mostrando sus enormes caninos.
De pronto, el humano abre desmesuradamente los ojos y se agita en la silla. Sus músculos se tensan bajo los amarres:
–¡Maldito! Te dije que no era una buena idea, Compañero. Son cientos, son miles. Huelen a estiércol y sangre. Ahora soy parte de ellos, he probado su carne. Mi patrulla también está presente en esta cueva, su sangre, sus huesos, su sabor… ¡Maldito seas, Compañero!
Grog abre la boca para decir algo, pero calla.
Vezius mira el rostro amoratado del humano que se agita en la silla. Una imperceptible mueca de comprensión deforma su boca y musita en voz baja:
–Ya sabemos dónde estuvo y le aseguro que no nos interesa volver allá.
El guardia en la puerta entona una antigua letanía simia, exorcizando fantasmas:
–Hermanos simios que estáis en las cuevas…
© 2016 Jorge De Abreu
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Muy interesante el cuento. Excelente descripción de la situación de guerra!
ResponderBorrarTal vez, por al brevedad del cuento, no lo comprendo.
Supongo que son humanos luchando contra un grupo de simios, medianamente inteligentes.
Tal vez podría aplicarse a cualquier guerra en la cual, los militares son tan fuertes físicamente, pero carentes de sentido común, que por eso, algunos grupos de izquierda les llaman: "simios" ó "milicos"
ResponderBorrarPor supuesto, en este cuento, se queda uno con enormes ganas de saber más, de cuales son las facciones que están luchando y porque motivo!
Muy bueno!! Gracias !!!
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