CUENTO: Luz y oscuridad, por Elsa Halty

Estoy despierto y ciego. Abro los ojos y pestañeo varias veces. No veo nada, inmerso en la oscuridad absoluta. Trato de moverme. Muy despacio logro arrastrar un brazo rígido y frío sobre la superficie metálica que me sostiene. Muevo una pierna. Luego la otra. Me apoyo en el otro brazo que responde a mi voluntad y me voy incorporando. La mano parece recuperarse. Abro y cierro los dedos con fuerza varias veces. Empiezo a tantear a mi alrededor, voy reconociendo: una cabina, quizás la mía, la litera, la estantería que puede convertirse en una mesa de trabajo. Sigo examinando las paredes desnudas. Ahora un mínimo resplandor permite que distinga las formas. No estoy ciego, no hay luz. Al ponerme de pie se me doblan las rodillas, me apoyo en la repisa y sigo el tabique. Trato de llegar a donde supongo que está la puerta. Tiene que estar. Todas las estaciones son de estructura similar. Hechas en serie, hechas de acuerdo a la premisa “gasto mínimo para máximos resultados”. Busco al tacto el interruptor y lo acciono. La oscuridad se empecina, una oscuridad pesada, pegajosa que parece adherirse a mí como la humedad del verano. Estoy en una cabina de la estación espacial. ¿La estación espacial o una estación espacial? ¿Por qué está oscuro? ¿Por qué estoy entumecido de frío? ¿Por qué cada movimiento implica ese esfuerzo agotador? Algo anda mal. Algo no funciona como debiera. Yo no funciono como debiera. No puedo recordar por qué estoy aquí. Estaba al final del turno de observación en la estación astronómica, cerré la sesión en la terminal y… nada más. Vacío absoluto.

No encuentro ni el auricular ni el micrófono. Busco sobre la litera. Quizás los rompí al pisarlos durante mis torpes desplazamientos. ¡Si hubiera luz! Aplico mi mano sobre la superficie de la puerta que, ante mi asombro, se desliza como siempre, y me permite pasar a la rampa. Está un poco menos oscuro, las formas conocidas me amenazan desdibujándose en el resplandor verdoso que se origina en el centro de energía de la estación.

Es entonces que oigo los golpes. Una sucesión de golpes rítmicos. Uno, dos, silencio, uno dos, silencio, que se repite una y otra vez.

Estoy solo en la estación. Sé que estoy solo, nadie puede estar golpeando. Mi relevo llega en tres días y entonces después de este periodo de soledad tendré que volver. Volver. Pero aún quedan tres días ¿Tres días, desde cuándo? Desde el momento en que estaba en el puesto de observación. ¿Cuándo fue? Siento una gota de sudor que me baja por el centro de la espalda. Meto la mano en el bolsillo frontal y cierro los dedos sobre la bitácora. Tengo miedo de que cuando la saque del bolsillo se haya convertido un aparato inerte, muerto, inútil. Pero no, la pantalla se ilumina y leo la fecha y la hora. Cuatro horas desde el último registro. Cuatro horas de apagón de memoria. Tac, tac, pausa, tac, tac, los golpes repercuten en mi cabeza. Trato de ignorarlos y me concentro en mi bitácora. La información del sistema de la estación aparece al primer intento.

Energía: nivel mínimo de supervivencia.

Porcentaje de oxígeno: 15%

Temperatura: 15 °C

Rotación: normal

Gravedad: 1 G

La vista se me nubla, percibo cómo se acelera el ritmo respiratorio y cardíaco sin necesidad de mirar los datos en la pantalla. Voy a vomitar, la náusea me domina. Me deslizo hasta quedar sentado en el suelo. Ahora comprendo que la carencia de oxígeno me impide moverme o pensar con claridad. El ruido, ese ruido parece ahora estar dentro de mi cráneo. Debo vencer el agotamiento, llegar al centro de comando. Si me quedo acá, cada vez será más difícil. No imagino qué pudo pasar ni sé si podré solucionarlo, pero la vida se me va de a poco si no hago el intento.

Parece que pesara cien kilos, es tan difícil avanzar, ponerme de pie, dar un paso, luego otro. Apoyo el cuerpo en el tabique y voy avanzando. Tengo la impresión de que las distancias han aumentado, quince pasos desde mi cabina hasta el comando, tantas veces recorrí esa distancia, ahora parece enorme. Al fin llego al hueco del acceso y desde allí me estiro hasta alcanzar la butaca frente al panel. El ruido, el golpeteo que oigo se origina allí, sale por el parlante del centro de comunicación. Tum, tum, silencio, tum, tum.

Al sentarme veo mis auriculares y el micrófono dispuestos cuidadosamente sobre la repisa, junto al teclado del comando. La visión es cada vez más borrosa. Tecleo desesperado mi contraseña, los dedos torpes me traicionan. Al tercer intento logro introducirla en forma correcta, y habilita el programa de mantenimiento. El ruido no cesa. El ritmo de los golpes se ha acelerado.

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Apenas puedo entreabrir los ojos. La luz me deslumbra. Estoy sentado en el mismo lugar, el soporte vital ha vuelto a la normalidad, la pantalla muestra los valores correctos, pero no recuerdo haberlo hecho. Ni siquiera estoy seguro de haber podido hacerlo. Los auriculares están colocados en mis oídos pero no recibo ninguna transmisión, solo el mismo golpeteo de antes.

Consulto la bitácora. No pueden haber pasado seis horas desde que desperté en la cabina.Otro hueco en mi memoria. Intento comunicarme con la base, no hay señal. Con otra frecuencia de emergencia, tampoco, pruebo frecuencias al azar, sólo los golpes y el silencio.

Pero ahora, desde el comando, accedo a todas las grabaciones y puedo ver en la pantalla los registros de lo ocurrido en cada zona de la estación. Seis horas atrás en el puesto de astronomía: Ahí estaba yo, sentado, operando la terminal. Me levanté y dejé el puesto. Desaparecí de la pantalla. Busco en las tomas de las otras cámaras. Allí estoy de nuevo, frente a este teclado, sentado en este mismo lugar. La imagen que era clara se oscurece. En la pantalla no se distinguen más que sombras.

Bajo la vista y veo mi mano que corre sobre las teclas, como si fuera la de un extraño, introduce códigos y valores. La angustia me paraliza, mi cuerpo no responde, pero mi mano continúa pulsando teclas, y a medida que lo hace los valores del soporte vital se modifican, el oxígeno baja a un 12%. Entonces la mano queda inmóvil. No puedo respirar, en acto reflejo llevo la otra mano al pecho. Todo gira. Bajo mis dedos está el electrodo que registra mis signos vitales. El golpeteo, el golpeteo... Cada vez más lento, ahora lo reconozco, siempre estuvo ahí, tum, tac, pausa, tum, tac, pausa, tum...

© 2016 Elsa Halty

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Conversación en la Forja

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