CUENTO: El ladrón, por Germán Castaño

Un callejón oscuro, una mujer hermosa y asustada, un depredador nocturno. Quien diga que sabe qué busca y qué encuentra cada uno está lejos de sospechar la clase de sed que mueve esta trama.



La caída de la noche era el inicio de su temporada de caza. Él era un depredador noctámbulo como muchos, pero con un objetivo que pocos buscaban. Era especial.

Al morir el día, él se envolvía en una gabardina negra y se escondía en las sombras para esperar con paciencia a la presa que le daría ese algo extraordinario que tanto anhelaba.

Las horas transcurrían y allí estaba él, envuelto en la oscuridad que era la dueña de la noche desde que el agua desapareció de la Tierra. Sólo aquellos con los recursos suficientes podían tener en sus casas pequeñas plantas eléctricas, las cuales almacenaban la energía de la luz solar del día para iluminar, al menos tenuemente, las tinieblas. Las pocas fuentes de iluminación que se veían en la ciudad, sumadas al etéreo resplandor de las estrellas, teñían el paisaje urbano de un lúgubre tono azul oscuro.

Como buen depredador, sus sentidos de la vista y del oído eran sus mejores herramientas. Debido a la escasa luz, había aprendido a diferenciar todos los sonidos perdidos en la oscuridad para extraer así aquél que revelaba la cercanía de una presa: pasos de mujer.

La noche avanzaba y él seguía en su paciente acecho. Únicamente necesitaba una presa indefensa para poder continuar su vida en paz, por lo menos hasta que la obsesión atacara de nuevo. Súbitamente, el eco que con tanta ambición aguardaba cruzó el frío aire nocturno para incrustarse en sus tímpanos; escuchó pasos. Ese sonido lo seducía y al escucharlo, tenía la costumbre de jugar igualando el ritmo del caminar de su víctima con su respiración. Esto además de fascinarle, ayudaba a su cuerpo a prepararse para la labor de cacería que iba a realizar.

La oscuridad dejó entrever una esbelta silueta de mujer en una corta falda. Ella, con inocencia, pasó a escasos metros del depredador que la acechaba; seguramente se dirigía a su hogar llevando líquido potable recién sacado de “La Central”.

Desde que el agua se agotó, todos los habitantes de la Tierra debían llevar sus fluidos corporales a una planta de procesamiento llamada “La Central”. Los acuosos desechos humanos eran tomados y reprocesados para que pudieran ser de nuevo utilizados para el consumo. Cada persona sólo podía tomar de las fuentes de la planta la cantidad de líquido necesaria para su supervivencia diaria.

Él sólo aguardaba el momento adecuado, ese instante en el cual ella se descuidaría, lo dejaría atacar y le permitiría obtener así su tan anhelado trofeo. Esperaba impaciente, acechándola, siguiéndola, tratando de suponer cuál sería su próximo movimiento. Sus pensamientos se revolvían en torno a aquel objeto de deseo, esa brillante gema que, a pesar de estar en posesión de todos, nadie apreciaba. Pero para él era mucho más, era todo. No tenía en su memoria recuerdos del momento en que la obsesión comenzó a dominar su voluntad; no sabía si su necesidad era biológica o si sólo era su mente que, en un arranque de adicción fetichista, le exigía una dosis de eso que cada noche buscaba de manera desesperada. Los fluidos de “La Central” evitaban que muriera, pero aquello lo hacía vivir.

La inocente tranquilidad de la víctima se convertía poco a poco en temor, mientras él jugaba con su respiración fantaseando con lo que estaba a punto de obtener. Ella se detuvo un momento a escuchar a su alrededor; quizás era su imaginación creando peligros en las sombras, pero algo le decía que no estaba sola. Él percibía como la paranoia la invadía constantemente; podía sentir su miedo. Ella miraba hacia atrás a cada instante aguzando la vista para tratar de encontrar en la oscuridad aquello que la acosaba sin cesar desde hacía unos momentos. Él se mimetizaba con las sombras. Se habían escuchado historias de bandidos dementes que hurtaban las raciones de líquido. Las joyas y el dinero ya no eran tan importantes para los criminales como lo era esa sustancia vital que ella llevaba consigo. Pero él no era un ladrón común.

La joven mujer corrió un poco para entrar a un estrecho callejón. Con respiración agitada y ansiosa él la siguió, siempre abrigándose con la complicidad de las penumbras. La chica dejó de correr y comenzó a caminar rápidamente. Un sonido fuerte, como si alguien arrastrara algo, rasgó el silencio nocturno. Ella miró lenta y temerosamente sobre su hombro rogando para que sus temores no se hicieran realidad; cuando el sonido se repitió giró por completo su cuerpo sin dejar de avanzar. La diminuta figura de una rata se movía por el callejón pasando entre múltiples láminas de latón. Ella suspiró con alivio y mientras recuperaba el aliento, giró de nuevo su cuerpo para comenzar a correr. Una gran sombra la abrazó y la lanzó al piso mientras un ahogado grito de espanto salía de su garganta. El pánico se apoderó de cada uno de sus músculos impidiéndole moverse; sus ojos sólo se fijaban en la oscura figura que se acercaba lentamente hacia ella. La presa estaba ahora a merced del depredador.

—¡Toma lo que quieras, pero no me hagas daño! —imploró—. ¿Es el fluido? ¿Lo quieres? ¡Tómalo! —Su voz era un chillido desesperado y sus brazos un remolino de impotencia.

Él se le acercó mirándola fijamente a los ojos. No era eso lo que quería, él deseaba algo más especial. De uno de los bolsillos de su gabardina sacó un cuchillo, el cual a pesar de la tenue luz, resplandeció dejando ver su destello en la cara de la pobre mujer. Ese brillo macabro aumentó su angustia y su miedo; la confusión y la incertidumbre sobre su destino la torturaban.

—¿Me vas a matar? ¿A violar? —preguntaba ella mientras en sus ojos aparecía una pequeña lágrima—. ¿Qué demonios quieres de mí? —gritó en medio de sollozos.

Él se acercó más a ella; se inclinó y poniendo el cuchillo en su cuello le susurró al oído:

—Quiero que llores más fuerte.

Ella, inmóvil como si su cuerpo se hubiera petrificado, sólo lloraba. De otro de los bolsillos de su vestidura, él sacó un pequeño frasco, el cual acercó a uno de los ojos de la víctima.

—Llora —le repetía al oído, como en una plegaria—, llora por tu vida.

Mientras sostenía el frasco cerca de la cara de la mujer, él jugueteaba con el cuchillo acariciando con la hoja su cuerpo paralizado. Gota a gota, las lágrimas caían en el pequeño recipiente llenándolo lentamente. Eran escasos centímetros cúbicos los que podía recolectar, pero se le hacían suficientes para satisfacer su deseo.

—Tenemos mucho tiempo, ¿sabes? —le dijo, mientras miraba impaciente el frasco y posaba la fría hoja del cuchillo sobre una de las piernas de la chica.

El gélido artefacto la hizo estremecerse un poco, pero el pánico la obligó a recuperar su estática posición, recostada sobre su brazo derecho, con la mirada fija en la pared.

Él había obtenido lo que quería, ansiaba beber aquellas lágrimas. El solo imaginar su salado sabor humedeciéndole los labios e invadiendo sus papilas gustativas hacía que en su rostro se dibujara una tétrica sonrisa. Ese sabor era el que le devolvía la vida. El tradicional líquido potable de “La Central” era puro, sin sabor y sin olor y ningún elemento de la Tierra le daba ese gusto especial que él tanto quería. La sádica felicidad que lo invadía era sólo comparable, en intensidad, con el pánico desmedido con el que su víctima le estaba ofreciendo su llanto. Por fin, él recobraría la calma luego de recolectar su botín, por lo menos hasta la siguiente noche cuando su extraña sed lo invadiera de nuevo.

© 2006 Germán Castaño
© 2006 Marina Dal Molin (ilustración)

Esta obra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Conversación en la Forja

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