El protagonista de esta historia podría haberse conformado con observar el avance de la Sombra, podría haber reservado para sí un lugar cómodo, de espectador indiferente. Pero ama los procesos históricos y los eventos inconmensurables para la naturaleza humana, aunque impliquen decisiones irreversibles.
Se llamaba Jarod y, al igual que otros varios millones de humanos, veía sin pestañear como la Sombra cubría la superficie roja de la Tierra.
Hacía una generación que los hombres no la poblaban. Durante los últimos dos eones la humanidad había sobrevivido las eras como una pulga sobrevive al perro que se rasca. Ni los cataclismos, ni los vicios humanos, ni aún las olas de plagas espaciales como ésta que Jarod ahora presenciaba, erradicaron en el hombre el apego a su planeta. La naturaleza de Gaia, le decían. Pero, durante los primeros cien años del lento e irremediable crecimiento del Sol, se había desarrollado de mala gana la completa emigración de la humanidad, que para entonces ya estaba esparcida por otros sistemas solares.
Lo que los seres humanos observaban no guardaba relación con eventos cosmológicos. Era una mancha en el pasado de los hombres, que les crispaba los sentidos y los mantenía expectantes. Un temor antiguo e irracional despertaba, un temor que se había sujetado con uñas y dientes al hipotálamo desde la alborada de la civilización: el miedo a lo desconocido.
—Todo se acaba —dijo Mac, sin dejar de mirar el evento.
—Nada se acaba, sólo cambia —le respondió Jarod, al que le gustaba jugar al filósofo con el organizador personal agregado a su exoesqueleto—. Además, ya no queda nadie, ha perdido el viaje.
—No, bien sabes que no es un simple devorador de unidades de carbono. Va por el ADN y allá queda mucho.
—Un lustro —pensó Jarod con ironía y preguntó a Mac—: ¿Sabes lo que significa la palabra “lustro”?
—Significa “purificación”. ¿Crees acaso que es una purificación lo que hace la Sombra?
—Quiero decir que hace cinco años que sabemos que venía, que sabemos que nos seguirá a donde vayamos. Sólo necesita quedarse un rato paseando alrededor del Sol para alcanzarnos y entonces, como a unos buenos soldados en el campo de batalla, pasarnos revista aquí en Marte.
—Tus analogías con el Imperio Romano tal vez tendrían sentido en otra época, cuando el hombre destruía a sus semejantes en la Tierra, cuando aquello era un gran campo de batalla; pero hace millones de años de eso y ya ni a Marte se le recuerda como a un antiguo dios de la guerra. La cultura no te hace poeta, Jarod.
Jarod era ya un ser maduro cuando el hombre fue desplazado de la Tierra. Le gustaba la historia, no esa que se enseñaba a los patriarcas colonizadores, ni las mitologías de los tecnomantes. Él era un entusiasta de “La Tierra”, en especial de los capítulos más oscuros de la humanidad terrestre, cuando estaban todos amontonados en pequeños continentes y las disputas se daban a muerte por agregar más espacio a los territorios que entonces estaban determinados por megamercados.
El hombre ya había logrado salvarse de sí mismo, superando su tecnología con evolución, para cuando apareció la Sombra por primera vez. Venía de lugares insospechados a velocidades desconocidas, y arrasó con toda la vida que tocó. Fue necesaria una terraformación subsiguiente de más de un millón de años para estabilizar una simbiosis adecuada. Aunque se sabía que la Tierra sólo albergaría esa vida por otros cien millones de años, el hombre cumplía con Gaia, como el hijo pródigo que siempre regresa y enmienda sus errores.
Ver el planeta madre tan cerca de un nuevo “lustre” por ese ente inexplicable, como contaba la historia que había sucedido hacía algunos millones de años, era para Jarod un capítulo fascinante que se agregaba a los anales de la historia de la humanidad. Junto a él, billones de ojos humanos veían a la distancia cómo la Tierra estaba a punto de ser inexorablemente cubierta por una nube devastadora que arrasaba con todo vestigio de vida.
Mac nunca había experimentado la preocupación, aunque a veces la simulaba por cuestiones prácticas.
—¿En qué piensas, Jarod? —dijo con tono preocupado.
—Dicen que tiene conciencia y memoria —respondió él mentalmente.
—También dicen que lo que percibimos es apenas un reflejo de su verdadera estructura, que se proyecta en este puñado de dimensiones como un eco —siguió Mac, imitando la dramática cadencia que empleaba Jarod. Mac se burlaba abiertamente, en un intento por desviar las dudas de Jarod hacia terrenos más seguros para él.
—Llega en el momento preciso, con conciencia de que más tarde la Tierra no será otra cosa que un esqueleto a punto de ser cremado. Celebra la vida, haciéndola un huésped en las habitaciones de su propia existencia —Jarod hablaba y gesticulaba para los ojos de nadie, como un loco, mientras Mac registraba cada cambio de temperatura, cada variación en su presión sanguínea.
Mac no contestó de inmediato, estaba muy ocupado con su propio diálogo.
—No le interesa la Tierra, no le interesa el hombre, no creo siquiera que tenga algún interés más allá de una orden básica de mantenimiento en un ciclo incomprensible de vida. No es un ente que se comunique, no deja nada, sólo es, y eso no es medible —Mac era una máquina, pero humanizada hasta tal punto que no hacía falta programarle una necesidad de supervivencia: le era innata. Y a sabiendas de lo inútil, finalizó su monólogo de forma desesperada—. ¡Aunque la Tierra también fuese un ente, morir nunca podrá ser una opción para entrar en contacto con ella!
Para Jarod, la Tierra de todos modos moriría para convertirse en otra cosa, pero Gaia sobreviviría al ser una con la Sombra. Jarod habría vivido mil años más y el tiempo nunca hubiera importado tanto, los tiempos del hombre cada vez se acercaban más a los del universo (al menos eso quería creer) pero ahora, tanto Jarod como Mac, miraban un pequeño reloj binario y para ambos cada segundo contaba.
—No lo hagas —dijo desesperanzado Mac, para quien la vida podría ser mucho más larga que la de Jarod, si éste le dejaba.
Jarod no respondió. En cambio, dio órdenes a la estación para preparar una cápsula de escape con destino a la Tierra y, como quien reflexiona, dijo:
—Creo que te he dado demasiadas libertades; viene siendo tiempo de trabajar como un equipo.
Jarod quitó a Mac todo vestigio de libre albedrío y se dedicó, con su ayuda, a dejar preparada la evacuación de la estación en unos pocos cientos de años. Quería dejar su trabajo hecho para evitar molestias futuras.
—Tenemos seis minutos, la cápsula nos espera —comunicó fríamente Mac.
—Hacía muchos siglos que nadie veía la Tierra desde tan cerca —pensaba Jarod, mientras rozaba la inestable gravedad de su planeta—. Sólo robots quedan en la superficie, analizando, midiendo, informando.
Hacía siglos que los mares se habían evaporado y con ellos se había extinto toda forma de vida dependiente de agua, sólo quedaban esporas y cristales a la espera de tiempos mejores que nunca habrían de llegar. Jarod conservó siempre la irracional necesidad de monitorear de cerca la Tierra, a costa de soportar las severas condiciones ambientales que imponía un sistema solar en proceso de colapso.
—Un minuto, y contando —dijo la voz desde el exoesqueleto.
—Mi buen amigo Mac, adiós.
Millones de ojos humanos veían con asombro y curiosidad cómo una diminuta cápsula desaparecía tras la Sombra. Jarod ya no existía. Sólo Mac quedó vagando en el universo, a la espera de un rescate y un escáner de memoria. Mac sería importante, la caja negra de la Sombra, con un último recuerdo por compartir, a Jarod diciéndole:
—¿Los oyes?
© 2006 Alejandro Sosa
© 2006 Siria Useche (ilustración)
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Conversación en la Forja
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