Para aliviar su angustia se conectó con la página de citas de Internet a la que había recurrido en estos últimos tiempos. Ahí y a una página de videos porno: así se olvidaba de la tensión por lo que vendría.
Estaba recorriendo las fotos de las mujeres, cuando una le llamó la atención; en realidad, más que llamar su atención lo atrapó: una mujer de cabello largo castaño, piel muy blanca, que sugería seductoramente los magníficos pechos. Estaba en línea en ese momento, así que activó la llamada:
—Hola, ¿cómo estás? ¿Quieres platicar conmigo?
Los ojos almendrados lo miraron con fijeza y la boca carnosa se entreabrió:
—Pues ahora que me llama un hombre tan apuesto como tú, estoy muy bien. Gracias por hacerlo: a menudo lo hacen hombres que me molestan e irritan y me obligan a bloquearlos, pero tú, tú eres especial…
Un tanto escéptico por esas palabras, que con mayores o menores variantes había escuchado muchas veces porque las damas en cuestión realmente resultaban ser meras prostitutas organizando encuentros por Internet, el hombre dijo:
—Eres muy gentil, pero realmente no estoy ahora en condiciones de encontrarme con una… chica como tú. —Sonrió un poco y siguió—: Me espera algo muy importante y sólo quiero conversar. Lo siento si te hice perder tiempo. Ya mismo apago…
—¡No, no lo hagas, por favor! No soy una prostituta: soy una mujer sola, que ha tenido mucha mala suerte en su vida sentimental y vengo de una experiencia horrible; me divorcié hace poco y necesito hablar con otros hombres para recuperar la fe en mí misma.
Muy intrigado ahora, pues la mujer no debía de tener más de cincuenta años y era genuinamente hermosa, el hombre preguntó:
—¿Por qué dices que perdiste la fe en ti misma? Eres muy hermosa y estoy seguro de que hombres que te deseen no deben de faltarte.
—Eso lo consigo con facilidad, pero un hombre con el que pueda conversar, con el que pueda pensar en una vida juntos, no.
—¿Y cómo sabes que yo no soy uno de esos hombres? Después de todo me comuniqué contigo porque me pareciste muy hermosa y deseable.
—Es que me acabas de decir que no buscas prostitutas porque tienes algo importante que hacer: eso me indica que eres un hombre serio que no desatiende sus obligaciones por un simple momento de placer. O sea, eres confiable.
El hombre nada dijo, pero tuvo un pensamiento fugaz: “Mejor no te enteras de qué es lo importante que debo hacer”.
—¿Dijiste algo, amor? —preguntó esa boca carnosa y perfecta—. Me pareció que hablabas.
—No, nada. Simplemente pensaba en lo que me dijiste y quiero ver si te entendí: debido a tu matrimonio frustrado te quedó miedo… ¿a qué?
—A que el hombre que se me acerque únicamente tenga avidez por mi cuerpo y mi sexualidad… Sí, soy una mujer insaciable. Mírame fijo: me encantan tus ojos, John Ritter.
El hombre quedó perplejo una fracción de segundo: ¿Cómo sabía su nombre esa…?
Una barra de hierro al rojo blanco le perforó el cerebro. Sintió un dolor increíble y que todo él se hacía pedazos.
De pronto, la nada…
—Hola, John Ritter. Sí, sé lo dolorosa que es la intrusión en el cerebro del hospedante. No te preocupes: es breve, pero lo que importa es el resultado.
Muy lejos, como en un mar de nubes espesas y pegajosas, John Ritter logró reconocer sus propias preguntas: ¿Qué es esto? ¿Me volví loco?
—No, John Ritter, no te volviste loco: simplemente te convertiste en mi vehículo. No, no abras los ojos hasta que tu cuerpo descanse, porque ahora tienes fotofobia y la menor iluminación que penetrara en tus ojos te haría sentir mucho más dolor. Recuéstate y descansa… Sientes sopor… Es lógico: estoy controlando tu cerebro… Descansa, necesito tu cuerpo en buenas condiciones, sin jaquecas ni dolor alguno.
Casi cegado por la luz de la habitación que, aunque no era intensa, se multiplicaba en lanzas ardientes en sus ojos, John Ritter alcanzó a tientas la cama y se desplomó en ella.
—Así me gusta, John Ritter. Verás que las cosas no son tan malas para ti… Claro que para cuando despiertes no serás más el John Ritter que fue sino otro: mi vehículo carnal.
»Te explicaré un poco lo que ocurre para ir serenando tu agitación, debida como es obvio al tremendo dolor en tu cabeza, a la fotofobia aguijoneante y al miedo cerval que es lógico. Si hago esto no es por gentileza sino para que me sirvas.
»Si bien alcanzamos un notable desarrollo tecnológico en nuestro planeta, ese perfeccionamiento hizo que nuestro promedio de vida fuera demasiado alto y eso acarreó una tremenda superpoblación.
»Hemos colonizado varios planetas y el tuyo es tentador: feraz, lleno de agua y de recursos… y poblado por una especie rectora hostil y violenta como es la humana, que pone todo eso en peligro. En consecuencia, un simple análisis lógico demostró que ustedes están destruyendo su propio planeta y, cuando salgan al espacio profundo, posiblemente harán lo mismo con otros mundos; nosotros, en cambio, lo enalteceremos, porque hemos aprendido a convivir con los demás seres y si hay que usarlos para la supervivencia lo hacemos de modo muy racional.
»Ah, veo que lo que te estoy diciendo, si bien no sé si lo comprendes en su totalidad, te va adormeciendo: ¡Bien, bien, tu cuerpo se relaja y me resultará más fácil mover tus músculos!
»Porque, ¿sabes?, fisiológicamente somos algo distintos de ustedes, así que pensamos que en vez de utilizar naves y atacarlos, lo que traería apareada una guerra que nos haría perder recursos del planeta, mejor empleábamos nuestro superior desarrollo mental para dominar sus cuerpos y emplearlos como arma para infiltrarnos, matar otros humanos, controlar sus autoridades y dejarlos indefensos para cuando llegara la invasión en masa.
»Hemos hecho esto antes y siempre me pregunté qué sentirían los hospedantes: John Ritter, ¿puedes responder?
»No, solamente capto tu miedo, pero no puedo leer tu pensamiento aún: hay zonas con dolor. No importa, tengo tiempo. Cuando despiertes serás el cuerpo de John Ritter y tal como le dijiste a esa mujer en Internet, atenderás eso tan importante que debes hacer… ¡Ah, y esa mujer! —Algo parecido a una carcajada burlona resonó en la cabeza de John Ritter—: Necesitábamos un receptor de nuestras ondas cerebrales y sus satélites nos sirvieron, pero suele haber mucha interferencia y las comunicaciones con las autoridades más importantes están demasiado vigiladas, así que la menor onda extraña sería detectada y eso no nos conviene.
»Después de bastante análisis hallamos que esas páginas de encuentros sexuales son ideales: poco control y es fácil hallar a alguien que crea ver lo que quiere. En tu caso vimos que era mujeres, así que hice la imagen a partir de las que vimos que te gustaban. Muchos hombres buscan mujeres, pero pocos tan predispuestos mentalmente como tú: sentí tu urgencia, pero tan lejos no supe por qué. Los demás hombres simplemente están sexualmente excitados, pero su interés no va más allá. Las ondas son muy claras; en tu caso pedí permiso para invadirte porque percibimos una necesidad mayor, casi diría que era una desesperación, que averiguaré cuando estés completamente relajado y me entere de todos tus pensamientos. Ahora descansa… Y te dejo con esta información: tienes el honor de ser el primer vehículo humano que servirá como avanzadilla de la invasión real, porque es evidente que tu urgencia por comunicarte está en conexión con eso tan importante que debes hacer. O sea, eres un ser humano valioso en tu mundo. Duerme. Yo también me relajaré hasta que sienta que te reactivas: la dominación telepática, aun a través de medios electrónicos como la Internet de ustedes, no es un proceso sencillo.
—John Ritter.
La voz despertó el cuerpo de John Ritter y al parásito telepático.
A través de los ojos de John Ritter, el invasor vio que estaban en una habitación pequeña, cuya puerta corrediza, metálica, se desplazó y permitió ver cuatro hombres: dos de ellos vestían lo que parecía un uniforme oscuro y gorra, otro llevaba ropa distinta, gris y con una tira de tela negra en el medio del pecho, y el cuarto también vestía ropa oscura, pero distinta: no llevaba gorra y tenía un cuello blanco; además, estaba leyendo algo de un libro pequeño que llevaba en ambas manos, mientras musitaba.
El hombre en traje de calle miró con fijeza a John Ritter:
—John Ritter, fuiste sentenciado a muerte en un juicio de doce pares, que también impusieron que el día de hoy y a esta hora murieras por inyección letal. Hemos venido a cumplir la sentencia.
Alarmado, el invasor escudriñó la mente de su hospedante: John Ritter había violado y asesinado dos niños y ahora debía morir. ¡No, eso no podía ser: lo necesitaba para abrir camino a la invasión! Además, al estar conectado con Ritter, no podía abandonar el cuerpo a menos que encontrara una antena que lo reenviara a su cuerpo, mantenido en animación suspendida… ¡Y la computadora estaba apagada y no había tiempo para buscar la página de encuentros u otra similar!
El alcaide se acercó a John Ritter e hizo una leve señal a los dos guardias, que alzaron al reo por los brazos. Todos salieron de la celda en dirección de una cabina de metal que tenía una puerta metálica gris.
El invasor se desesperó:
—¡No me pueden matar! ¡No soy John Ritter sino un viajero espacial que busca comunicarse con ustedes y traerles conocimientos inimaginables! ¡No pueden hacer esto!
Sin prestar atención a los gritos del condenado, los guardias lo empujaron hacia la cámara letal, desde donde otros dos guardias los ayudaron porque estaba muy excitado y trataba de soltarse. Cuando ya estuvo dentro junto con el alcaide y el sacerdote, los dos guardias originarios cerraron la puerta y volvieron sobre sus pasos hacia la guardia de la prisión.
Uno de ellos le dijo al otro:
—Todos estos hijos de puta violadores y degenerados siempre dicen idioteces para no recibir su merecido, pero ésta del viajero espacial es única.
Ambos sonrieron y siguieron su marcha.
Así fue como John Ritter, que siempre llevó una inútil existencia de violencia y maldad, con su muerte había salvado la existencia misma de la Tierra... pero nadie se enteraría jamás.
Un verdadero héroe anónimo.
© 2017 Daniel Ricardo Yagolkowski
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Conversación en la Forja
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