CUENTO: Dame, mi amor, la eternidad, por Paula Irupé Salmoiraghi

Ella sabe lo que quiere y dedicará su tiempo y creatividad para seducir a quien puede dárselo.



Reconocí el lugar fácilmente. Todos hablaban de lo mismo; el ataque a medianoche en medio del parque, la mujer borracha sentada en el banco de madera, el cadáver encontrado con marcas en el cuello, la repetición de todas las leyendas: las nuevas, las viejas, las verdaderas, las falsas, las llenas de miedo, de repulsión, de erotismo. Me gustan las que dicen que el vampiro elige alimento por un lado y compañía por otro, que las mordidas y los abrazos no son iguales, que el futuro de unas víctimas y de otras es totalmente opuesto: morir desangradas unas, vivir eternamente otras.

¿Cuándo empecé a desear sus labios en mi cuello, su brazo torciéndome la cintura, empujándome levemente hacia atrás para recostarse sobre mi corpiño? No lo sé. El deseo de mujer se me confunde con la fantasía infantil y lo imagino acunándome para beber toda la sangre que corre por mis venas, darme una gota de la suya y, en el mismo acto, la necesidad de beber la de otros. Yo quiero sentir que la vida, esta vieja y conocida vida me abandona, se va de mí como si se deslizara por una cornisa, sentir la muerte empalideciéndome y reclamándome luz de luna y aullidos de placer, sentir mi cuerpo vacío y mi alma debatiéndose en una decisión que mi mente ha tomado hace mucho tiempo. Y luego la inmortalidad, saber que entrará en mí por su boca, que se fijará a mi cuerpo renacido cada noche a través de su abrazo, que me será dado el tiempo eterno para hacer con él lo que quiera. ¿Que ya no correría bajo el sol ni comería hamburguesas? ¿Que nunca tendría hijos y se me perseguiría como a un monstruo? ¡Qué me importa! Muchas soportamos éstas y otras privaciones sin ningún premio a cambio.

No tengo nada que perder y la inmortalidad me atrae tanto como sus labios fríos y carnosos. Tanto como su cuerpo cubierto de cicatrices y de historias, tanto como la firmeza de los músculos de sus brazos, de su pecho, de su espalda. Lo he visto, sí que lo he visto. Él viene apenas me acuesto y finge creer que estoy dormida mientras yo finjo no saber que él me mira. Es un juego muy interesante: puedo temblar levemente, como si tuviese frío, como si imaginase que su piel no puede calentarme, que sus siglos de oscuridad en oscuridad han hecho de él un monstruo lleno de maldad y lujuria. Puedo gemir como si deseara que, en ese mismo momento, él atravesase los ventanales y me cubriera con su cuerpo pesado y caliente. Me enloquece su cuerpo que viene de tumbas y ataúdes y cementerios y criptas donde no ha habido para él cuerpos como el mío. Él puede arañar levemente los cristales (marcas que buscaré durante la mañana siguiente para lamer como si estuviera poseída) y desearme hasta que le duela, hasta que la amenaza del amanecer le haga prometerse tomarme la noche siguiente sin demora. Pero, ¿cuántas noches, cuántas horas oscuras y temblorosas llevamos ya de mis roces contra las sábanas, de mis deslizamientos con fingida inocencia para enseñarle un hombro, una pierna, media espalda; cuántos eternos momentos de su aliento tras las cortinas y su jadeo entremezclado con mis propios sueños y proyectos, pensados, creados, imaginados en la duermevela?

Sé que dejar a la borracha sobre el banco donde suelo sentarme es su manera de llamarme. Sabe que no soporto pensar que la ha chupado a ella, que quizás la ha lamido, que le ha metido la mano bajo la ropa, le ha calentado las piernas o desgarrado la blusa como no hace conmigo. Sabe que lo odio por mirarme y no venir, por alimentarse de ella cuando me desea a mí, sabe que vendré aquí, que lo estoy esperando igual de caliente que en mi cama, igual de decidida a fingir frialdad hasta que me jure darme lo que quiero de él.

Y vendrá, ya verán, vendrá por esa calle, caminando lentamente, golpeando con ritmo y parsimonia sus tacones contra el asfalto. Se pasará la mano por el pelo y se demorará bajo aquel farol pálido. A él también le gusta que lo mire, sabe que amo imaginar cada parte de su cuerpo y de su cara, enumerar con meticulosidad y detalle todo lo que puede hacer conmigo, lo que puedo hacer yo montada sobre él, lo que podremos hacer juntos cuando la eternidad sea toda nuestra y busquemos siempre oscuridades y ya no haya día que nos separe, ni vidrio, ni sábana, ni cortina, ni banco de plaza, ni tiempo, ni simples mortales.

Ya siento su perfume avanzando hacia mí, volando a mi alrededor, y el ulular de su voz que me hipnotiza desde lejos, que me promete hacerlo sin dolor, abrazarme fuerte mientras paso de la vida a su vida, mientras disfruto de ser su elegida, de aceptarle su juramento de fidelidad eterna con la seguridad de que es verdad, de que él sí sabe de lo que habla, de que él sí me dará algo eterno y renovado, renacido cada noche, vuelto a empezar y lleno de lo nuevo y de lo viejo, lleno de la desesperación del novato y de la sabiduría de su alma centenaria.

Es mi turno de ofrecer: he ensayado esta escena tantas veces, con tantos atuendos diferentes, sentada, parada o acostada frente al espejo de mi cuarto. Me he mirado a mí misma serpentear y sacudirme como si él estuviese allí, invisible, incapaz de aparecer dentro de mi espejo pero perceptible por el tacto, por el olfato, por el sabor, por el leve susurro en mi oído. He planeado tantas veces qué prenda me quitaría primero y cuál después, he empezado por arrojar lejos el pañuelo que me cubre el cuello o me he quitado todo hasta caminar desnuda y descubrir a último momento el lugar para su boca. No sé qué haré ahora que es mi escena definitiva, pero sé que él ha imaginado conmigo todas las posibilidades y las ha disfrutado todas y ha registrado en la memoria de su cuerpo cada gesto mío: cada vez que pasé mi lengua por el borde del pañuelo, cada vez que oculté y destapé mi ombligo con el botón de mi pantalón desprendido, cada vez que cerré los ojos y deslicé los breteles de mi corpiño hasta la mitad del brazo, cada vez que volví a cubrirme y volví a empezar con mayor y más entusiasmada creatividad.

Allí, allí, allí. Sí... allí, mi amor, allí estás. Sabía que no podías fallarme. Vení, vení. Vení muy despacio. Tenemos todo el tiempo del mundo, mi amor. Vos y yo siempre conseguimos lo que deseamos.

© 2007 Paula Irupé Salmoiraghi
© 2007 Percy Ochoa (ilustración)

Esta obra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Conversación en la Forja

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