CUENTO: La inocencia, por Erath Juárez Hernández

No es bueno manchar la inocencia de una niña. No es bueno que esa niña se cruce, luego, en nuestro camino.



Habían pensado que si atravesaban el bosque ahorrarían tiempo de recorrido pero, después de caminar en línea recta durante varios minutos, se percataron de que había sido un error abandonar el camino principal. El laberinto formado por los árboles era interminable. Por alguna extraña razón parecía que las horas pasaban más rápido de lo normal.

—Es tarde. Lo mejor es que busquemos donde acampar —dijo Melquíades, mientras se detenía a tomar un respiro.

—Tienes razón, la verdad ya no aguanto los pies. ¿No deberíamos estar cerca de San Juan? —dijo Sara, cansada.

—Pues según el mapa, ya lo habríamos visto.

—Te dije que era mejor irnos a la playa.

—No empieces, querida, que la decisión la tomamos los dos.

Dentro de sí, Melquíades aborrecía la idea de exhibir el espléndido cuerpo de ella, con los diminutos trajes de baño que tanto le gustaban. En verdad era bastante celoso.

—Vaya viaje de aniversario, espero que el lugar por lo menos valga la pena —se quejó ella.

—Mira, por allá adelante se alcanza a ver una cabaña. Investiguemos, quizás ahí podamos pasar la noche —interrumpió Melquíades.

Encendieron las lámparas de mano. Según el reloj apenas eran las cinco de la tarde, pero estaba anocheciendo. El viento empezó a sentirse con más fuerza y la humedad lastimaba sus fosas nasales. En cualquier momento comenzaría a llover.

Conforme se iban acercando, se dieron cuenta de que la cabaña estaba abandonada. Tenía un aspecto tétrico y viejo, como del siglo pasado; las puertas y ventanas, con maderos atravesados, estaban podridas y grises. Los alrededores de la casa estaban llenos de árboles secos que contrastaban contra el verdor de los que había más allá. Sus ramas en forma de brazos con garras, sonaban como el crujir de huesos cuando el viento las movía. En el jardín había varias cruces de tumbas semicubiertas por las hojas secas. No se dieron cuenta de que una de ellas tenía la lápida destrozada.

Un relámpago iluminó el cielo por unos segundos y enseguida empezó a llover a cántaros. Corrieron hacia la cabaña para cubrirse. La puerta se caía a pedazos, por lo que no les costó trabajo abrirla.

Al entrar, lo primero que advirtieron fue que la cabaña en realidad era más grande de lo que parecía desde afuera. Era de dos plantas, bastante vieja. En el centro se encontraba una gran escalera que conducía a la parte superior. A los lados, se podían ver dos pasillos que eran muy largos, con piso de madera color negro. Una oscuridad completa inundaba el lugar. Era como estar parado sobre un gran abismo. Afuera los rayos se hacían cada vez más constantes y los truenos les ponían los pelos de punta, aunque por lo menos servían como iluminación.

—Pongamos las cosas en el suelo —dijo Melquíades—. Iré arriba a investigar si hay donde dormir. Si no, tendremos que quedarnos aquí hasta mañana.

Tomó su lámpara de mano y se encaminó hacia las escaleras, que no se veían muy firmes, pero parecían aguantarlo.

—No te tardes, me da mucho miedo este lugar —dijo Sara mientras lo veía subir.

—No te preocupes, solo echaré un vistazo y regresaré.

Cada paso que daba en esa escalera era un peligro. Por un momento pensó que no soportaría su peso y caería. La subida le pareció una eternidad. Cuando llegó al final, lo único que encontró fue un pasillo larguísimo y, al fondo de éste, una puerta negra a la que se fue acercando poco a poco. La luz de un relámpago entró por la ventana que había a sus espaldas y, luego, la cabaña tembló por el estruendo.

No supo si fue debido al rayo o al ruido ensordecedor, pero la luz de su linterna se extinguió como si alguien hubiera soplado sobre una vela. Ahora no podía ver más allá de su nariz.

Llamó a su esposa. No obtuvo respuesta. Sintió que el estómago se le hacía un nudo. Volvió a gritarle varias veces, pero sólo le respondía la tormenta. No podía explicarlo, pero en medio de toda esa oscuridad, percibía la presencia de alguien más. Una ráfaga de viento helado atravesó el pasillo, tan frío que se le erizó hasta el último pelo del cuerpo y lo inundó el terror. Escuchó un ruido, similar al que hace un papel al ser arrugado. Un relámpago iluminó el lugar por varios segundos y Melquíades pudo ver que las paredes y el techo parecían vivas, cubiertas de miles de diminutas formas que se desplazaban con movimientos reptantes. Gusanos, pensó, y en ese momento algo frío y viscoso le cayó sobre el brazo. Con la ayuda de la linterna lo aplastó y, un líquido amarillo y pestilente parecido al pus se escurrió hacia su mano. Tengo que salir de aquí, pensó, pero no podía moverse. Sus piernas parecían de plomo; por más que intentaba echarse a correr, no lograba hacerlo.

Mas allá de las sombras le pareció percibir un bulto, como si en aquel lugar la oscuridad se condensara y tomara forma.

—¿Quién anda ahí? —preguntó—. ¿Sara?

Otro rayo iluminó el cielo y, por fin, pudo ver. Por un breve segundo, al final del pasillo junto a la puerta, había una niña que le apuntaba con el dedo. Sacudió su linterna con fuerza para hacerla funcionar. Como por arte de magia volvió a encenderse. Dirigió la luz hacia la niña y, al mismo tiempo, le preguntó con voz quebrada:

—¿Quién eres? ¿Qué es lo que quieres? ¿Dónde está mi esposa? —fue interrogando a medida que la niña se le acercaba.

Un relámpago le cruzó el rostro a la figura que avanzaba entre las sombras y, en ese momento, pudo verla como era en realidad. Tenía un vestido viejo, blanco, casi transparente, con manchas de sangre fresca. Su piel era pálida y sin vida, con tonos verdes y morados en la cara, sus pies estaban llenos de lodo que dejaba un rastro por donde pasaba. Lo más escalofriante era que, aunque las cuencas de sus ojos estaban vacías, podía sentir su mirada. Llevaba en sus brazos un bulto que no pudo reconocer en ese momento. Lo abrazaba como si fuera una muñeca o un oso de felpa.

Quiso gritar, pero un nudo en la garganta se lo impidió. Del techo seguían cayendo gusanos, cada vez más grandes. Sintió que uno de ellos lo mordía en la parte posterior de la oreja. La niña se acercó con una lentitud pasmosa, que parecía calculada para provocar angustia en quien la observara. Melquíades no podía entender lo que ocurría; sólo quería huir de allí, alejarse lo más pronto posible de aquella pesadilla.

Cuando la tuvo a tan sólo un par de metros de distancia, observó que lo que cargaba entre los brazos no era ni una muñeca ni un oso de felpa. La niña extendió su brazo pútrido para mostrárselo. Era la cabeza de su esposa. La sujetó del cabello y empezó a arrastrarla dejando un rastro de sangre. Los ojos de Sara estaban tan abiertos que parecían a punto de salirse de sus órbitas. Daba la sensación de que lo miraban. Una mueca grotesca de dolor estaba dibujada en la cara de la esposa; debajo, la sangre se escurría hacia los pies inmundos de aquella aberración. Cuando la niña se detuvo frente a él, un gran coágulo cayó del cuello de Sara y sirvió como alimento de los gusanos.

Mil emociones corrieron por las venas de Melquíades; sintió un odio infinito, como nunca lo había sentido. Quiso golpearla, lanzarse sobre de ella, matarla con sus propias manos. Pero lo que estaba viendo no podía ser real. Tenía que estar soñando.

La niña dio un grito horripilante y dejó caer la cabeza de la mujer, que rodó hasta los pies de Melquíades. El alarido fue tan fuerte que el hombre tuvo que taparse los oídos para que no le estallaran.

Por fin logró que le respondieran las piernas. No supo de dónde sacó la fuerza para moverse. Recogió la cabeza y corrió como un desquiciado hacia la planta baja. Detrás de él, venía la niña persiguiéndolo, sentía sus pasos en la madera llena de gusanos. Cuando se volvió a mirarla, la vio empuñando un cuchillo que, entre sus pequeñas manos semidescompuestas, se veía enorme. Melquíades escuchaba cada vez más cerca el crujir del piso que cedía con su peso y una risita maquiavélica.

Tropezó, rodó por las escaleras y, junto con él, la cabeza de Sara. Se golpeó la nuca contra el piso, se le nubló la vista y después todo fue oscuridad.


—¿Es todo lo que tiene que decir en su defensa? —dijo el juez, que lo miraba con severidad.

Melquíades se encontraba esposado en el banquillo de los acusados. Frente a él, en primera fila, estaban sentados los padres de Sara. Lo miraban con tanto desprecio que prefería ver hacia el piso. Por un momento creyó distinguir a la niña entre la multitud que clamaba por la pena de muerte. Después de varios segundos y, sin esperar a que la gente se callara, Melquíades se puso de pie y dijo:

—Así es, su señoría. Está en sus manos creer o no en lo que he dicho esta tarde. Juro por el alma de mi esposa que todo lo que he contado no es más que la verdad.

Esta vez la gente gritó con más fuerza. El juez tomó su mazo y lo azotó tan fuerte que todos callaron.

—Bueno, aquí no se trata de creer o no creer. Las pruebas están en su contra. No tiene ningún testigo, el cuchillo tiene sus huellas, lo encontraron junto al cuerpo de la víctima. Usted, por una razón que nadie entiende, llevó a su esposa hasta ese bosque y la mató. La cabaña que usted menciona no existe.

Un par de guardias lo levantó de su asiento. Hizo el intento de resistirse, pero las esposas no se lo facilitaban. Alcanzó a patear a uno en la entrepierna, pero el otro roció un líquido en sus ojos para neutralizarlo. Después lo golpearon hasta que perdió el conocimiento.


Se encuentra acostado en una habitación sin luz. Un ruido lo despierta. Escucha que alguien discute afuera de la habitación. Se levanta para ver de qué se trata aquello. Abre la puerta un poco, apenas una rendija. Es un hombre y una mujer que pelean.

—Eres una perra, ya estoy harto de ti, de tu infidelidad.

—Sabes bien que yo no soy capaz de hacer algo así. Son mentiras.

—¡No te hagas la pendeja! La vecina te ha visto. ¡Eres una puta! ¡No lo niegues!

—Estás borracho, cálmate. Mañana lo platicamos. La niña puede despertar.

El hombre saca un enorme cuchillo de entre sus ropas. Con un movimiento siniestro le corta el cuello. La sangre sale a borbotones y le mancha la cara. Vuelve a dar otro golpe que derriba a la mujer.

Melquíades no comprende, es como si estuviera observando todo a través de los ojos de otra persona.

Entonces, el asesino voltea hacia la puerta y lo descubre. El brillo en la mirada del hombre lo paraliza.

—Maldita niña metiche, te voy a enseñar a no estar espiando —grita el hombre.

Se abalanza sobre Melquíades, el cual recibe una patada que lo hace caer. El hombre se le sube encima y le da un golpe en la cara, mientras le acerca el cuchillo a los ojos.

—Siempre estás metiéndote donde no te llaman. Ahora verás.

Siente un terrible dolor en el ojo izquierdo, luego en el derecho. Oscuridad total.


Despierta, no puede ver ni puede moverse. Con las manos tantea a su alrededor. Está metido en un cajón. Algo tiene sobre el estómago, no puede verlo pero siente el pelo, las orejas, la nariz, la boca. Escucha el golpeteo de la tierra que cae sobre la madera. Grita, pero nadie lo escucha.


Vuelve a despertar, su ropa empapada de sudor. Se encuentra en su celda, aislado de los demás. Intenta relajarse, respira hondo. Después de la misma pesadilla de todas las noches ya no puede más; sólo espera el día que vengan a buscarlo y lo lleven a ejecutar. Ya no le tiene miedo a la muerte. Es más, le pide a gritos que se lo lleve y lo libere de ese infierno. Otra vez la niña se encuentra parada al otro lado de la celda. Parece que lo mira con esos ojos vacíos. Sabe que Melquíades entiende. Se para enfrente de él con los brazos abiertos, como si quisiera abrazarlo… para siempre.

© 2007 Erath Juárez Hernández
© 2007 Sergio Monterrubio (ilustración)

Esta obra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Conversación en la Forja

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