CUENTO: Al borde de la hoguera, por Guillermo J. Moreno R.

Sentía agujetas en la lengua, apenas podía tragar. A medida que sudaba con profusión, el deseo de tomar agua aumentaba. No podía controlar el temblor en sus rodillas, ni el vacío en la boca del estómago, pero sí el deseo de salir corriendo dando alaridos. Inhaló y exhaló hasta que la ansiedad se alejó de ella, dejando su mente en calma.

Sacó un pañuelo de su chaqueta y se secó el sudor, mientras se aseguraba que afuera no hubiese nadie. Sintió el deseo de encender el bombillo de aquella despensa, pero la razón se impuso sobre el deseo de desterrar a las tinieblas.

—Señorita Matsuda, su comportamiento es inaceptable, por favor salga de su escondite y hablemos como adultos —le dijo una voz tras la puerta, parecía la voz del señor Boucher, pero ella sabía que su jefe se encontraba sentado tras su escritorio, donde lo había confrontado. Revisando el discurso que daría mañana ante la Cámara de Comunes, que seguro le garantizaría una posición preeminente dentro de su bancada.

Fuera se escucharon unos pasos, mientras que alguien trataba de forzar la perilla de la puerta. Liz contuvo el deseo de gritar, mientras que por instinto se hacía con una de las escobas y la esgrimía como un arma.

“Te dije que huyeras”, resonó la voz de su cabeza. “No tienes oportunidad contra él.”

***

—Encontré tus migajas de pan —el color volvió a la marmórea piel de Isadora, y su mirada, otrora fija en el vacío, se enfocó en Liz. Una sonrisa se formó en los pálidos y agrietados labios de la mujer, mientras que la asombrada enfermera le tendía un vaso con agua.

—Nunca —la voz de Isadora sonó rasposa y profunda, contrastando con su frágil apariencia. Los grandes ojos café de la enfermera brillaban de asombro, y es que durante los seis meses que Isadora estuvo encerrada en aquel asilo había recibido muchas visitas, pero no había reaccionado ante ninguna; bastó que llegara aquella chica y soltara unas cuantas palabras.

—No te pasó por la cabeza que alguien como yo daría con ellas.

—No estaban allí —hizo una pausa y tomó un poco más de agua— para que las viese cualquiera.

—¿Podría dejarnos a solas? —la enfermera asintió—. No la agitaré —prometió Liz.

—Nada de lo que digas o hagas —la voz de Isadora parecía la de la mujer que una vez fue— podría perturbarme más de lo que ya estoy.

—Estaré cerca —Liz asintió y se hizo cargo de la silla de ruedas.

Una vez afuera se colocó las gafas oscuras, mientras dejaba que la brisa acariciara su rostro. Durante un rato pasearon en silencio, disfrutando del canto del viento y el coro de las aves. Hasta que se detuvieron bajo un árbol, Liz se desabrochó un botón de la blusa y con un único y fluido movimiento sacó un abanico de su bolso.

—Hace…

—Casi no lo siento. Ya no siento mucho. No sientas lástimas por mí.

—Ya veo.

—¿Dónde nos quedamos?

—Me decías que las migajas no estaban allí para todo el mundo.

—Sí —volvió a sonreír—, cuando te vi la primera vez en la oficina, nunca pensé que esa chica tímida, tal vez recién salida de la Universidad tuviese el “Don” aunque, siendo sincera, he conocido a muy pocos con él.

—¿A qué don te refiere?

—¿Cómo lo llamas tú? ¿Toque? ¿Brillo? ¿La Segunda Vista? ¿Nunca le diste un nombre?

—Mi abuela lo llamaba la Segunda Vista —Isadora sonrió.

—Ya veo, creciste entre dos aguas. Para tu abuela era una bendición, para tu madre una maldición.

—¿Cómo sabes?

—Ahora lo veo con claridad —hizo una pausa y posó su vista en la lejanía—. Veo a tu abuela y tu madre discutir sobre ello. Tu madre dice: “No tienes derecho a llenarle la cabeza con fantasías”.

—Será mejor que nos sentemos.

—Sí, tienes mucho que procesar, y poco tiempo para hacerlo.

Las dos mujeres hicieron el camino de vuelta, de nuevo en silencio, hasta que encontraron una mesa cómoda. Una vez sentadas, se vieron al rostro por primera vez. Ante Liz estaba una joven de nívea piel, ojos esmeraldas acompañados de sendas ojeras, y un cabello, otrora rojo y brillante, que ahora carecía de brillo y estaba salpicado de mechones blancos. Nada que ver con la sensual y segura pelirroja que ella recordaba. Una fiera decidida, competitiva, eficaz y eficiente, que con una sola mirada te decía: Ándate con cuidado.

—Sé que soy una sombra de la mujer que fui. Y te ofrezco disculpas, si mi antiguo yo te ofendió.

—No son necesarias —muy pocas veces se cruzó con Isadora, en todas la ignoró.

—Bien, desembucha. Sé rápida, porque siento de nuevo, sobre mí, su mortaja y con ella la locura. Tu presencia me ha dado lucidez, y ha sido un placer tener el don por unos minutos.

—Pero cuanto más lo tengas, mayor será el dolor cuando te abandone.

—Así me gusta, ya estás jugando. Habla.

—Heredé tu puesto —comenzó sin rodeos—. Trabajar con sir Alexander Boucher fue un sueño hecho realidad. Superaba con creces lo imaginado en la universidad; hasta que…

—Comenzaron a pasar cosas, los accidentes tontos que fueron escalando lentamente a cosas mayores. Los errores y las amenazas.

—Exacto, fue un reto… hasta que todo comenzó a ir mal.

—Luego llegó él…

—Crone —el vello de la nuca se le erizó, no pudo controlar el castañeo de sus dientes, ni tampoco el deseo de abrocharse de nuevo la blusa. Ante ella se formó la imagen de un hombre blanco, con un elegante traje de corte italiano, rubio, de rasgos clásicos, impecables modales y un tono de voz monocorde, pero, por encima de todo ello, estaban sus glaciales ojos grises—. Desconocía qué lo vinculaba con sir Boucher. Se citaron varias veces, siempre a solas.

—El mismo modus operandi.

—Entonces su presencia comenzó a inundar mis pensamientos.

—Allí comenzaste a investigar.

—Me vi impulsada. Primero en la internet, conseguí muy poco la verdad. Luego en los archivos de la oficina y los de Alexander. Al final terminé en los tuyos. Surfear por tu trabajo fue sencillo, pero no obtuve respuesta hasta que dejé de buscar en lo laboral y di con algunos archivos aparentemente personales.

—¡Y fue como si te quitaran una venda de los ojos! —Isadora levantó la voz —seguro las palabras comenzaron a brillar ante ti, ya fuese papel o la pantalla del ordenador.

—Sí, di con los vínculos. Supe qué buscar, en libros y en el internet. Y lo que hallé—. Ambas mujeres volvieron a callar, no hacía faltar comentar nada, pues ambas habían experimentado lo mismo. En ese momento se volvieron íntimas, sintieron por fin un vínculo que las unía más allá de las semejanzas laborales, académicas y sobrenaturales—. ¿Qué es él? ¿Qué te hizo?

La lividez volvió al rostro de Isadora, la tristeza embargó sus hermosos ojos, y entonces Liz lo vio… un par de ojos, como brasas salidas del mismo infierno, flotando en la oscuridad al margen de la primera fogata. Un intermitente murmullo en los oscuros pasillos de aquel templo en Ur, el repugnante olor que acosaba a los sacerdotes de Thot en la antigua Tebas, mientras escribían los encantamientos del Libro de los Muertos. La extraña tristeza que embargó a César los primeros días de marzo. La locura que impulsó la defenestración de Praga, la convicción que alentó al corso a invadir Rusia, la enajenación que motivó a Alemania ha reclamar toda Europa en nombre de una inexistente raza… La misma que llevó al mundo al borde de la destrucción y lo trajo de vuelta.

—¡Dios todopoderoso! —Isadora guardó silencio, sus ojos comenzaron a moverse de forma frenética. Sus pupilas se contrajeron al máximo, como si estuviese buscando algo o preparándose para arremeter contra su presa.

—No encuentro palabras para describirlo, lo que más se asemeja sería: trató de robarme el alma, pero me dejó lisiada. Soy un remedo, no de mujer sino de persona —su rostro se vio anegado por brillantes lágrimas.

—Yo soy la próxima. Sé que Alexander tiene un pacto con Crone, y que el pago son las personas que lo rodean.

—No Alexander, toda la familia Boucher. Crone les ha brindado riqueza, fortuna y fama desde la Revolución de Cromwell. Pero el pago no son los seres cercanos, esos son bonos… el verdadero desembolso somos nosotras.

—¡Las mujeres!

—No, aquellos que tenemos el don. Al parecer no entendiste nada.

—¿Cómo supo Alexander que tú y yo tenemos el don?

—Es como nosotros —Isadora sonrió—. Uno muy viejo y centrado, pero uno de nosotros especializado en buscarnos. Y vaya que tiene talento, y Crone apetito.

—¿Cómo lo derroto?

—No puedes —Isadora hizo un gesto a la enfermera para que viniese por ella—: huye, todo lo más lejos que puedas. Búscate un novio, a esos ojos rasgados y oscura cabellera le sobrarán pretendientes. Escóndete y olvídate de la política.

—No pienso vivir con miedo.

—Suerte entonces. Y recuerda, como es arriba, es abajo.

***

—Señorita Elizabeth Matsuda, déjese de juegos. Sabe que no hay salida —. Sus piernas flaquearon, perdió buena parte de su entereza y cayó al suelo, pero por suerte mantuvo la suficiente para no gritar.

“¿Qué pasó, Liz? ¿Dónde quedó toda esa bravuconería? ¿Olvidaste lo que te dije?”

—Como es arriba, es abajo —. Se puso de pie y abrió la puerta.

***

Liz, o lo que pensaba que era ella, se puso de pie, como impulsada por un resorte, cuando vio cómo aquellos ojos brillantes al borde de la hoguera se posaban sobre ella y seguían cada paso que daba. Tomó su lanza, una vara tallada con una punta de obsidiana bien atada, y la empuñó con seguridad. Lanza y fogata, eran las únicas barreras entre ella y aquel depredador.

Siempre estuvo a nuestro lado, al margen de nuestras hogueras.

La criatura gruñó mostrando sus perladas dagas, que prometían dolor y muerte. Liz no se amilanó y gritó con fuerza.

En ese borde entre la seguridad y la perdición.

Ambos comenzaron la fatídica danza, donde cazador y presa se estudian. Baile que se resuelve siempre en un pestañeo.

En la frontera donde la racionalidad cae, y nacen los miedos.

Liz se encorvó un poco y trató de calmarse, el atronador retumbar de su corazón fue cediendo y algo, en el fondo de su mente, le confirmó que estaría a la altura del reto.

Donde la muerte mora.

La criatura cloqueó, Liz no supo si aquello era un gruñido o una carcajada, lo único que sabía que era el prólogo de su muerte. Apretó la lanza con fuerza hasta que los nudillos se tornaron lívidos, afianzó sus pies y, con un grito de furia, recibió a su agresor.

Allí no hay duda, pues todo siempre se resuelve en un abrir y cerrar de ojos.

***

“En un inusual giro de eventos la Cámara de los Comunes ha votado a favor de la propuesta de expulsar al parlamentario sir Alexander Boucher, prominente empresario y político británico, cuya fortuna y carrera política parecían no tener límite. Todo esto a raíz de un misterioso archivo, que llegó a varios medios de comunicación y redes sociales, donde se demostraba la relación del político con la muerte de varios de sus asistentes, y sus vínculos con algunos negocios de dudosa procedencia. La mayoría relacionados con licitaciones ilegales, además de extorsión y cohesión sobre refugiados e inmigrantes que trabajaban en condiciones infrahumanas en fábricas a nombre de algunos de sus testaferros, quienes no dudaron en acusarlo como el autor intelectual. Por último, es sospechoso de la muerte su principal socio Tobías Crone, quien fue hallado muerto hace una semana, en el edificio desde donde el político despachaba.”

Liz cerró su maleta, apagó el televisor y tomó el boleto de avión. Se colocó las gafas oscuras, y recogió el cabello en una coleta, apagó la luz y abandonó la habitación; en sus labios carmín se asomaba una sonrisa.

—Las Bahamas, allá voy…

© 2016 Guillermo J. Moreno R.

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Conversación en la Forja

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