CUENTO: Želva, por Néstor Darío Figueiras

Organizarnos nos tomó un año entero. Un año para olvidar... Aunque todos sabemos que es imposible borrar las cosas que hemos vivido desde la implosión.


Un gruñido en los parlantes. Dejo de tipear, guardo el documento y bajo el monitor de mi laptop maltrecha para observar las pantallas de vigilancia. Las cámaras muestran a un Vader arrastrándose sobre el reseco césped de la plaza Éxodo Jujeño. Quiere subir por Gándara hasta el centro. La resistencia de los monstruos sigue aumentando. Ninguno de ellos había llegado tan lejos. De todos modos, éste se ve bastante mal. Aúlla al sol y va dejando jirones de piel mustia en el pavimento. Se morirá en la calle.

Sin embargo, llegará el día que podrán alcanzar el refugio.


Antes compadecía a los Vaders —o Empolvados, como les dicen algunos—. Ya no. Son unos reverendos hijos de puta que nos quieren despedazar a mordiscones. Así de sencillo. Alguna vez traté de convencerme de que todos ellos fueron, ni más ni menos, los que le hicieron el juego al Gobierno, los que creyeron que la implosión era mejor y no vieron que estaban poniendo en riesgo la civilización. Pero la verdad es que muchos de los que pedían la demolición manual también están allí afuera, metamorfoseados, infestando la superficie, buscando asesinarnos para ofrecer sacrificios a las entidades de Fuegos Fatuos. Y por otro lado, en nuestras filas hay algunos que votaron por la implosión. A pesar de nuestra manía de pasarlo todo a blanco y negro, la Historia sigue abrumándonos con miles de tonalidades de gris. Por ejemplo, ahí tenemos a Želva, quien dice haber elegido la implosión en el plebiscito, tan hermosa, tan extraña como su insólito poder. Ella apareció un mediodía de septiembre, como por arte de magia. Golpeó las puertas del bunker hasta que logró despertarnos. Nadie puede explicar su peculiar condición, ni hemos encontrado a otro que la compartiera. Su voluptuoso cuerpo es inmune a la mordida de los Vaders, lo que la ha convertido en nuestra mejor luchadora. Con sus caderas y tetas de heroína de comic, apenas armada con un machete, sale a plena luz del día a buscar comida, ropa o municiones, y siempre vuelve ilesa. Sin embargo, nunca quiso aceptar el liderazgo de los Loosers. Aun cuando el mismo Lucho le pidió que lo suplantara.


Una alteración en el aire. Cierro la laptop.

—Siempre escribiendo vos.

Hablando de Roma. Su singular aroma me llegó antes que su voz.

—Sí, para despuntar el vicio. ¿Vas a salir? Los demás siguen durmiendo.

—Sí. Ellos descansan. Vos escribís. Y yo reviento Empolvados.

Touché.

—Hay uno a dos cuadras. Está medio muerto —digo, y señalo la pantalla que muestra el cuerpo marchito.

—Sí. Quiero interrogarlo antes de que se deshaga.

Me doy vuelta y me atrevo a mirarla a los ojos. Negros y deslumbrantes, como su pelo, que se despliega en suaves ondulaciones sobre los hombros desnudos. Hoy luce ropa de gym: el apretado top no alcanza a contener su exuberante busto. Me descubro hipnotizado por el tatoo que adorna la naciente de su seno izquierdo y un calor me sube por las mejillas. Digo lo primero que se me cruza por la mente, como para salir del paso:

—Supongo que lo hablaste con Lucho.

Su sonrisa me desarma.

—Sí. ¿Por qué no lo haría?

—Vos podés manejarte como quieras. Él te da completa libertad.

—¡Ja, ja, ja! Sabés que no es así. Tenemos que ser disciplinados si queremos subsistir. Seguí escribiendo: es importante que otros sepan lo que está pasando aquí.

—¿Hay sobrevivientes en otros lugares?

—No es eso lo que querés preguntar. Querés saber qué significa mi tatuaje.

—No, yo... Sí.

—Es una tortuga. Y el mundo descansa sobre su caparazón.

—Ajá.

Me sonríe otra vez, da media vuelta y sube por la escalera caracol que se enrosca hasta las puertas blindadas del bunker. Una vez que me libero del hechizo de ese hermoso trasero enfundado en lycra negra, continúo escribiendo:


Akupera. La imagen que bordea su escote es la de Akupera, la tortuga que sostiene al mundo. Todo encaja. Ahora sí tendrán que creerme. Želva es la única que puede vencer a los Vaders. Ella vino del Macrocosmos para ayudarnos.


—¡Lucho, Lucho! ¡Despertate!

—¡La puta madre, Santiago! Todavía no terminó tu turno de vigilancia —rezonga, bizqueando frente a su reloj—. ¿Qué pasa ahora? Patrullé toda la noche sin parar. Necesito dormir.

—Vení a ver. Es Želva.

El fastidio que había en su mirada se convierte en incredulidad al observar a Želva en las pantallas, completamente desnuda, montando frenéticamente al Vader moribundo. Lucho y yo permanecemos en silencio al escuchar los gemidos y gritos que brotan de los parlantes. Cuando ella deja de retorcerse, visiblemente agitada por las convulsiones, arranca el corazón macilento del monstruo con las manos y lo devora, dejando que la sangre biliosa caiga sobre sus increíbles pechos. Luego se viste, empuña su machete y camina por Gándara. Toma Berlín y sigue su trazado circular hasta Ávalos. Una vez que llega a Avenida de los Incas la perdemos.


—Te digo que es así, Lucho. Escuchame: siempre aceptaste mi teoría acerca de la infección por medio del polvo que levantó la implosión de la cárcel de Caseros.

—Me pareció probable. El polvo, la contaminación, los transgénicos, los agrotóxicos… ¡Qué sé yo! Podría haber sido cualquier cosa. O la suma de todo eso.

—El edificio original de la cárcel, la Casa de Corrección de Menores Varones, fue diseñado en 1870 por un grupo de arquitectos al mando de Pedro Benoit, un francmasón consagrado.

—Cortala con esas boludeces, ¿querés?

—No son boludeces. Benoit también diseñó la ciudad de La Plata. Sabés que ese esquema de diagonales esconde el número áureo, la vesica piscis y la mandorla, todas señales de orientación para los demiurgos del Macrocosmos. El tipo tenía relación con poderes que están más allá de nuestra comprensión. Te digo esto porque en la cárcel de Caseros también había algo. Algo que creció cuando Videla inauguró los pabellones nuevos, en plena dictadura.

—¿Qué cosa?

—Una fuerza maligna, lo que posee a los Vaders. Un poder que impregnó las paredes de las celdas, alimentándose de la angustia, la furia y la crueldad que llenaban esos recintos en donde nunca se alcanzaba...

—¡Nombralo, dale!

—...la redención. Cuando demolieron las instalaciones, el polvo, que portaba esta semilla maligna, se metió en las personas, convirtiéndolas en los engendros que hoy nos cazan.

—¡Cagón! No querés decirlo.

—¿Y vos? ¿Por qué no lo nombrás vos? Si pensás igual que yo. Por eso nos trajiste a Parque Chas. Sabías que aquí estaríamos a salvo. A los entes de Fuegos Fatuos les repele este laberinto circular: los diagramas curvos y la noche los debilitan. ¡Lo dilucidamos juntos, leyendo los libros! Pero ahora dudás de lo que alguna vez creíste. Más cagón sos vos.

Un dejo de vergüenza asoma en los ojos de Lucho.

—Los Vaders pronto podrán alcanzar el bunker. ¿No te das cuenta de que todo se va al carajo, Lucho? Necesitamos un líder seguro, convencido.

—¿Sí? ¿Quién? ¿Vos? No me hagas reír.

—Yo no. Želva.

—Estás celoso, ¿no? Todo esto es porque no soportás que se acueste conmigo.

Suspiro. Cargo el rifle y me cuelgo una mochila con la laptop y el resto de mis pertenencias.

—Vas a buscarla.

—Sí.

—No seas tonto, Santiago. No le interesa defendernos. Está loca. Ella es... aterradora. ¡No vayas!


Llego al último escalón y empujo las puertas de acero del refugio. Es raro pensar que hubo una fuente aquí, en el centro de Parque Chas, nuestro axis mundi. El sol me golpea de lleno. Apenas son las cuatro de la tarde. La simpatía de los Vaders por la luz resultó sorprendente al comienzo, pero los libros dejan bien claro que Fuegos Fatuos —ese segmento maldito del Macrocosmos— es un lugar que rebosa de luminosidad, por lo cual resulta lógico que sus criaturas busquen comida durante el día. Por una vez las tinieblas son enemigas del Mal.

Tengo que encontrar a Akupera. Sé que ella intuye que no hay futuro para los Loosers. Por eso se fue. Pero yo no voy a morir junto a esos idiotas.

Salgo del laberinto borgeano. Camino varias cuadras por una Avenida de los Incas extrañamente silenciosa. El bulevar se ha convertido en un baldío de yuyos ralos y ponzoñosos. El barro veteado por el verdín cubre los cordones. Todo es desolación. Ni cadáveres hay. Comienzo a creer que esta falsa seguridad anuncia lo peor, cuando algo por detrás me tira de los pelos. Caigo de espaldas y unas fauces feroces se abren sobre mí.

—Marica de mierda. Abandonaste a tus compañeros. Creés todo lo que dicen los Escritos de Bangor, ¿y no te atrevés a pronunciar mi nombre? La Tortuga no los va a salvar, imbécil.

Las roncas palabras se abren paso en medio de estertores fétidos. Hacía mucho tiempo que no escuchaba esa voz estremecedora. Ya casi había olvidado por qué los bautizamos “Vaders”. No puedo moverme: desde la nuca, el dolor paralizante relampaguea por toda mi espalda. De reojo veo que mi rifle se encuentra debajo de uno de los pies de la bestia.

—Y encima fantaseás con ella. Ja, pobre iluso. Nunca te la va a chupar. Nunca, ¿entendiste? ¿Sabés por qué? Porque sos un puto asqueroso. Desde chiquito. ¿O no? ¿Te acordás? ¡Sí que te acordás! Te tragabas las lágrimas y nunca le dijiste nada a mami porque te gustaba...

En ese momento, la cara del Vader se transfigura y el rostro de mi padrastro aparece en ella. Algo mucho más horrible que el dolor me entumece ahora. Justo cuando sus garras se abalanzan sobre mí, una hoja le traspasa el hinchado abdomen desde atrás y lo raja hasta las bolas. No logro girar la cabeza con la suficiente rapidez y la porquería amarilla cae sobre mí. Vomito sobre los borceguíes de Želva.

—Así no vas a llegar a ningún lado. ¿Trajiste la laptop?

—Sí —Apenas logro abrir la boca. Desde el piso sus curvas son mucho más imponentes.

—En pocos días los Empolvados se darán un festín en el refugio —predice, mientras me ayuda a levantarme. Y agrega—: Esta guerra es más complicada de lo que parece, Santiago. Hace eones que esperamos una confrontación definitiva y ahora no sabemos si vamos a salir triunfantes. Pero los Escritos no están terminados aún. En el Metaverso necesitamos cronistas que documenten lo que está sucediendo, sin importar cuál sea el resultado.

—¿Metaverso?

—Así llamamos nosotros al Macrocosmos.

—¿De verdad votaste por la implosión?

—Sí. Había que pelear de una buena vez. ¿No me creés? Buscame en el padrón: Želva Dalibor —dice, mientras me limpia la cara.

—Qué nombre.

—Es checo. Mis abuelos fueron inmigrantes.

—¿Tiene algún significado?

—¡Por supuesto! Qué raro que no lo averiguaste. Significa “Tortuga que lucha lejos”. ¿Tenés el rifle cargado?

—Sí.

—Me encantaría decirte que a mi lado vas a estar seguro...

—Me siento seguro.

—Bueno, me alegro —y me da un tierno beso en la boca. Su extravagante perfume me serena y ahuyenta la sensación de asco.

—¿A dónde vamos?

—Al Galaxy Soho. Un enorme edificio convenientemente lleno de parábolas y superficies curvas. En él amparamos y entrenamos a cientos de personas como vos. Querías conocer a otros sobrevivientes, ¿no?

—¿Dónde queda?

—En Pekín.

—¿Pekín? ¿Cómo...?

—Vos seguime.


Desde que ella me enseñó a viajar a través los portales todo ha sido más fácil. (Para trasladarnos desde Parque Chas a Pekín bastó que diéramos tres vueltas completas por Berlín, la única calle circular de Buenos Aires.) Ya pasó otro año y sólo leyendo mis archivos puedo recordar cómo comenzó todo esto. Nadie sabe quién ganará esta guerra interminable, aunque Akupera —la inefable diosa-tortuga del Metaverso—, nos guíe.

Pero cuando ella viene a mi habitación en el Galaxy para mostrarme sus otros tatuajes, me pide que la llame Želva.

© 2016 Néstor Darío Figueiras

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Conversación en la Forja

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