CUENTO: Alguien muy agradecido, por Joseín Moros

Entré descalza y abrí la puerta del clóset. Luz de luna desde la ventana los iluminó. Innumerables pares de ojos miraban, unos sonrientes y otros de expresión neutra. Vislumbré sonrisas torcidas y bocas cerradas con labios apretados. Esta vez mantuve la cara en alto.

En las anteriores lancé la puerta y salí corriendo. Volví durante el día, cuando un raudal de sol hizo brillar hasta las manchas de sangre en el suelo. Yo las había lavado y aparecían de nuevo. También volví al anochecer, con luces encendidas. Fue inútil, no se mostraban. Y pensar que no le creí a Nadia, la más pequeña, luego de aquel día cuando fuimos al parque de diversiones y no quiso participar de los juegos. Esa noche me dijo que nos habían seguido y estaban allí. La regañé por su ocurrencia.

—Hola, muñeca —aunque la voz carrasposa sonó tras de mí, sentí la presencia dentro del clóset.

Retrocedí y caí sentada. Busqué entre aquellos ojos al dueño de la voz. No tuve dudas, un par de ellos centelleaban de rojo con venas azules, como un fruto podrido y asqueroso, iluminado desde adentro.

—¿Quién eres? —El llanto casi no me dejaba hablar.

—Alguien muy agradecido, ya lo sabes.

Y comenzaron a salir de la oscuridad, brotando de las paredes. Daban vueltas a mi alrededor, movían sus ojos azules, rojos, negros, verdes. Las formas eran diferentes unas de otras. Los fui reconociendo, cuando niña muchas veces estuve junto a ellos sin sospechar nada tan horripilante. Me parecían tan inofensivos, bellos, su proximidad me llenaba de emoción. Decidí contarlos, uno, dos, tres y llegué hasta diecinueve. Sin darme cuenta lo hice en voz alta.

—Sí, estamos todos. Falto yo —dijo la voz carrasposa tras de mí, y los crueles ojos dentro del clóset parpadearon con ferocidad.

Me levanté del suelo cuando vi la sombra sobre mi cabeza. Retrocedí hasta una pared al fondo de la sala. Sentí terror de mirar, pudo más una curiosidad mal sana surgida en mi pecho y no cerré los ojos. Ahora sabría cómo fue las anteriores diecinueve veces. La habitación estaba muy fría, mi aliento formaba nubes frente a mi cara, por mi cuerpo fluía un calor enorme y sentí ganas de reír. Mis manos se retorcían imitando los movimientos de aquellas dos tan horribles en el aire. Desde una de las pequeñas camas, Nadia había flotado rozando el techo y ahora estaba frente al clóset abierto. La luz de la luna resaltó los goterones de sangre, caían desde los muñones donde hace un momento estaban sus pies de niña. Fueron sustituidos por esas formas brillantes, hermosas, después arrancó el resto de las piernas, luego sus brazos, paso a paso, con lentitud. Los crujidos de carne y huesos desgarrados retumbaban en mis oídos. Nadia gritaba como un cachorro herido, había vuelto, sus ojos giraban y me pedía ayuda. Sus intestinos se estiraron como serpentinas y fueron a amontonarse junto al resto de trozos sangrientos, con un chapoteo desagradable. Al final, cuando el torso fue desgarrado, su cabeza cayó con fuerza y golpeó la madera, rebotó como una pelota y mi carcajada hizo estremecer la ventana. Ya nada del cuerpo de ella flotaba allí. Sólo su corazón quedó en el interior de aquella belleza. Los fragmentos se licuaron con lentitud y como si estuviera hirviendo las burbujas de sangre, huesos y carne, se filtraron en la madera. Comprendí porqué la mancha en el piso había reaparecido tantas veces. Entonces los mismos ojos rojos, con venas azules, me miraron desde aquella cabeza adornada con metal y plástico. La voz carrasposa brotó de allí.

—Katiuska, mira bien: ¿no es una obra de arte? —Y el artefacto descendió flotando hasta el suelo.

—¿Para qué necesitas un corazón en cada uno de ustedes? —La curiosidad fue más grande que mi terror.

—Allí está el generador, la chispa suprema palpitando, la robamos para mantenernos en el mundo de los vivos.

Los veinte hermosos vehículos de carrusel: automóviles, camiones, tractores, grúas, motocicletas, —entre chirriantes sonidos metálicos—, se fragmentaron y luego se juntaron unos sobre otros.

Una figura, casi hasta el techo, me aterrorizó. Caí de rodillas. Aquello tenía dos brazos, una cabeza y dos piernas, en un cuerpo imitación de la silueta humana. Todo era reluciente, sólido, brillante a la luz de la luna.

La voz de nuevo sonó, ahora la sentí dentro de mi cabeza, como antes, cuando niña.

—Lo intenté muchas veces y gracias a ti estamos aquí. Siempre fui exorcizado del niño al cual poseí, por algún entrometido. Tú quisiste ayudarme y te premiaré. Te dejaré libre. Contarás al mundo de los vivos sobre mi regreso, todos sabrán que tras de mí vendrán más. Y te oirán con asombro.

***

La tormenta de nieve duró semanas y el apartado orfanato había quedado aislado de la población.Cuando la policía entró al segundo piso quedaron aturdidos. En el cuarto donde estaban las veinte pequeñas camas, había una figura enorme armada con vehículos de algún carrusel muy antiguo. Era imposible haberlos llevado hasta allí por tan pequeñas puertas y ventanas. Fueron armados con asombroso ingenio para crear la estructura de un ser con apariencia de criatura invencible. Uno de los policías los observó con admiración.

— ¿Cómo esa niñera pudo construir algo así? No hay herramientas por ninguna parte, no encontramos los corazones de los que habla, ni tampoco logramos descubrir algún resto humano. Su historia es de locura, la mancha de sangre coincide con su relato pero debajo de la madera sólo está el techo de la planta baja y no tiene daño alguno. ¿Y de las niñas? ¡Nada!

Otro de los agentes palmeó la figura.

—Fui mecánico de trenes, sé de herramientas y soldaduras. De verdad hay aquí veinte vehículos a escala, son clásicos casi imposibles de conseguir en la actualidad. Los puedo recuperar, con mucho trabajo. Los niños de nuestro pueblo estarán contentos de ver crecer el carrusel de la feria.

Dos puntos luminosos, en la parte superior del monstruo mecánico, parpadearon un instante, ninguno de los policías lo vio.

Mientras tanto, en el calabozo de la jefatura, la niñera Katiuska canturreaba una melodía del carrusel de su infancia. Lo conoció a miles de kilómetros de allí, al otro lado del continente. Recordaba aquellas largas conversaciones que tuvo en el interior de un camión y su promesa a la voz amable y persuasiva: "Sí, buscaré amigos para ustedes y podrán estar aquí con nosotros, por siempre. Yo quiero verlo todo."

© 2016 Joseín Moros

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Conversación en la Forja

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