La vida me había enseñado que detrás de cada monstruo, de cada fantasma y de cada demonio, había sólo un hombre usando una máscara. Este último “monstruo” no era intrínsecamente distinto al resto pues, al final del día, él (yo) es (soy) sólo un hombre. Para engañar a tus enemigos, engaña a tus amigos. Para engañar a tus amigos, engáñate a ti mismo.
Mientras algunos de los que alguna vez fueron mis compañeros tratan de matarme con lanzallamas, me insultan llamándome “el Camaleón”, gritan y maldicen ese nombre, pero la comparación con ese animalillo es meramente superficial y falta de toda imaginación: los camaleones simplemente cambian su color, yo me convierto, yo soy (él es), aquello que quiero imitar. Quienes se hallen alguna vez en un dilema similar al mío entenderán que el concepto de identidad es difuso: ¿Qué somos (son) los seres humanos sino una serie de memorias unidas por el hilo de la conciencia? Quien recuerda mis recuerdos es, de alguna manera, yo mismo.
Este argumento puede parecer superfluo y falaz, meras excusas de una bestia que pretende ser un hombre, pero tengo que recordarles que ustedes se consideran un solo “ente” a pesar de que sus cuerpos pasan por transformaciones aún más violentas que las que ocurren hoy en mí: la transmutación de niño a anciano, por ejemplo, es mucho más radical que cualquiera de los cambios que me ocurren a mí. Por el contrario, y que ustedes consideran, por ejemplo, que el niño que fue y el hombre que será son uno, sencillamente porque los dos comparten una serie de recuerdos que le permiten definirse como un único ser.
Al tomar las memorias de quien absorbo, de alguna manera me convierto en él, soy él. No sólo me llevo su carne, sino también sus sueños, sus temores y sus esperanzas. Amo a quienes amo, y lloro por quienes él lloraría, si él (yo), aún viviera. Porque morí, sin duda lo hice, aunque hoy esté vivo. Morí durante aquel viaje que hicimos a la Antártida: el Señor Schulz, que en paz descanse, decía que un demonio asechaba en su hotel, el único del continente. No se habían reportado desapariciones, así que la policía se negó a investigar. El trabajo de descubrir la verdad sobre este misterio, entonces, recayó en nosotros, como muchas veces antes. Y la descubrimos, o más bien, ella nos descubrió a nosotros. Y ahora nosotros somos esa verdad.
Toda mi vida huí de los monstruos, pero ahora sólo huyo de mismo. Huyo de lo que creo ser y también huyo de lo que fui. Porque sé lo que debo hacer, pero también me niego a hacerlo. Porque yo, como Whitman, como Legión, contengo en mí multitudes, porque soy, como todos los hombres, un ser plural e infinito, ahogado en contradicciones. Porque de si algo estoy seguro es de que en verdad soy un hombre, como tú, como cualquier otro, como todos. Tan solo que hoy soy yo, el hombre que se oculta detrás la máscara de monstruo, soy yo quien porta el disfraz.
Me acerco al perro al que alguna vez ame más que de lo que se puede amar a un hijo, más de lo que Abraham amó a Isaac. Y como Abraham, lo preparo para el sacrificio: Infinitos tentáculos emergen de mi ser, atrapándolo, absorbiendo, devorándolo. Mi cuerpo cambia su apariencia, aunque estos cambios superficiales no niegan en absoluto la esencia de mi ser: mi barba, por ejemplo se transforma en una segunda y tercera boca. Mis cabellos ya de por sí largos y desordenados, se transforman en un enjambre entrópico de caos y muerte, cada uno un apéndice deforme con único objetivo: el capturar al gran danés que alguna vez fue (y sigue siendo, pues nada ha cambiado) mi único y verdadero amigo.
El gran danés moteado trata de gritar, pero no puede. Lo miro y noto su miedo con alguna tristeza. Quiero consolarlo. Quiero decirle que todo está bien. Que no tiene nada que temer. Que pronto seremos uno. Pero de mi boca no salen palabras, sino solo un chillido intenso, agudo y aterrador.
© 2016 Sonido & Furia
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Me ha gustado!!!
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