CUENTO: Nueva Tierra, por José Molinero

Perderlo todo: el agua, el aire, los proyectos, puede transformar radicalmente a quienes se consideraban colonos de un lugar llamado Esperanza. Cambiar el nombre del planeta puede ser sólo el más inocente de esos cambios.



Sus párpados se abrieron de repente. De inmediato, la sensación de asfixia llevó el pánico a su mente. Abrió la boca todo lo que pudo para aspirar una bocanada de aire, sus pulmones se llenaron, pero no sació su necesidad de respirar.

—¡Por fin has despertado! —escuchó que decía una voz.

Volvió a abrir la boca exageradamente e hinchó de aire sus pulmones, pero éstos lo rechazaron por completo. Los ojos se le desorbitaron, queriendo huir de las cuencas que los contenían.

—Tranquilo, así sólo vas a conseguir perder el conocimiento de nuevo —Aquella voz parecía cercana, pero no era capaz de localizar a la persona que la emitía.

Un estertor logró escapar de sus resecas cuerdas vocales, pero en nada se pareció al grito de socorro que su mente había querido trasmitir.

—Escucha, amigo —el hombre se situó por encima de él para que pudiese verle—, es inútil que pretendas respirar como lo hacías antes. Te han colocado un oxigenador, como el que llevamos todos —dijo, mientras se golpeaba con los nudillos en el pecho provocando un eco metálico—. Sólo tienes que apretar el estómago, eso hará que el diafragma comprima el sistema respiratorio. Luego, lo sueltas de golpe y verás como tus pulmones absorben aire a través del oxigenador.

Grez siguió aquellas instrucciones con bastante dificultad. Cada vez que trataba de respirar tenía un ataque de tos, la ansiedad hacía que todo su cuerpo se pusiera rígido y, entonces, volvía la sensación de ahogo. Al cabo de un buen rato consiguió realizar los complicados movimientos respiratorios con más normalidad, pero la desagradable sensación de no poder calmar su imperiosa necesidad de respirar no desaparecía. Era como estar asfixiándose continuamente.

—Será mejor que te incorpores; siéntate o ponte en pie. Notarás que cuesta menos.

El hombre le tendió las manos y le ayudó a sentarse.

Había una tenue luminosidad fosforescente que alumbraba la estancia, pero no fue capaz de adivinar de dónde procedía. Grez trató de centrar su mirada en aquel hombre. Se fijó en el extraño bulto que, oculto bajo la gruesa tela del mono que vestía, parecía surgir del centro de su pecho. Lo señaló y quiso preguntar algo, pero sólo consiguió dibujar una mueca en su cara con la boca abierta.

—Tendrás que ir más despacio. Tus cuerdas vocales deberán acostumbrarse a tu nueva respiración; pero, sobre todo, lo más importante es que aprendas a sincronizar los movimientos del abdomen con la garganta cuando quieras hablar.

Grez bajó la mirada y descubrió que sólo estaba vestido con algo parecido a un pantalón corto. De su pecho también surgía una protuberancia metálica. Bastos puntos de sutura sujetaban aquel aparato a su todavía enrojecida carne. No sentía ninguna clase de dolor, pero su instinto hacía que quisiera arrancarse aquel extraño artefacto de su cuerpo. El pánico seguía dueño de él, pero apenas podía prestarle atención, pues hacía terribles esfuerzos por recordar que tenía que hundir sus tripas para que los pulmones aspirasen aire a través del oxigenador.

Siguiendo los consejos del hombre, logró articular algunos sonidos. El esfuerzo era tal que constantemente perdía el ritmo del movimiento abdominal, y en cada ocasión era como si tuviese que comenzar de nuevo.

—¿Qué me habéis hecho? —preguntó, no sin dificultad. El hombre le miró con tristeza, pues también se veía reflejado en él—. ¿Y quién eres tú? —Esta vez, la torpe voz de Grez irrumpió en sus pensamientos.

—Me llamo Zacarías, y creo que también puedo contestar a la pregunta anterior —El hombre dudó por un instante, pero la agonía y la desolación dibujada en el rostro de Grez le impulsó a hablar—. Te han implantado un oxigenador. Pero tienes suerte, aunque es de segunda mano, es un modelo bastante moderno, mucho más que el mío —terminó, con una triste sonrisa.

Zacarías ordenó todo lo rápido que pudo sus pensamientos, y luego, ante la mirada inquisitoria de Grez, continuó:

—Nadie podría vivir sin uno. Es necesario, pues no hay oxígeno en el aire —Por primera vez apareció un rasgo de perplejidad en el rostro de Grez—. Vaya, habría apostado conocías ese dato —continuó Zacarías—, pero debes padecer amnesia o algo por el estilo.

Grez no captó la ironía.

—Gracias a los recursos industriales que trajeron las naves colonizadoras, hemos logrado sobrevivir y mantener una comunidad controlada. No nos podemos permitir muchos lujos, pero nos hemos acostumbrado.

—¿No hay oxígeno? —Hizo otro esfuerzo y volvió a preguntar—: ¿Éste no es el planeta Esperanza?

—Era el planeta Esperanza —puntualizó Zacarías—. Pero decidimos cambiarle el nombre por uno más apropiado: Aral. El oxigenador es uno de nuestros mejores logros, como estás comprobando tú mismo. Este planeta es rico en minerales y la carga química que contiene el oxigenador sintetiza las moléculas de oxígeno del aire, que pasan directamente a los pulmones. Por eso resulta inútil y peligroso respirar por las fosas nasales o la boca.

—Pero Esperanza era un paraíso repleto de recursos —Grez hizo una pausa para sincronizar sus movimientos y luego prosiguió—, tan similar a la Tierra que por eso se enviaron aquí las naves colonizadoras.

—Sí, claro, había grandes planes para Esperanza. Se hablaba de la Nueva Tierra; los planes de expansión ya eran una realidad —Zacarías comenzaba a mostrarse irritado—. Sólo hubo lo que llamaron errores de cálculo. Cuantos más colonos venían a este planeta para crear las futuras ciudades menos importancia se daba a los propios recursos. Algún grupo de científicos iluminados debió decidir que este planeta, pese a sus incomparables condiciones, estaba demasiado lejos de la Tierra para que resultase rentable. Y, ¿cómo no?, la otra opción siempre había sido Marte. ¿Qué otro planeta podría ser el más deseado? El que siempre se había asemejado a la Tierra.

»Sin darnos explicaciones, se fueron llevando grandes cantidades de agua en los gigantescos cargueros. Vaciaron lagos y mares. Llevaron toda nuestra agua a Marte. Tenían la teoría de que si inundaban su superficie de agua, en no mucho tiempo podrían saber qué había ocurrido con el agua que supuestamente existiera allí hace algunos millones de años. Si llegaban a comprender aquel misterio, podrían poblar Marte para el futuro como se hizo aquí, a semejanza de la Tierra. Pero no atendieron a las voces de alarma de los que ya nos considerábamos pobladores. Siguieron secando el planeta, hasta que no quedó ni una gota.

Grez no podía creer lo que estaba escuchando, y los recuerdos de su memoria parecían agolparse para salir a flote, pero no era capaz de obtener nada coherente de su cabeza.

—A partir de aquel momento —continuó Zacarías—, todas las expectativas de cientos de miles de familias se convirtieron en una agonía, la misma que acompañaba a la del propio planeta. Cuando las plantas se secaron y finalmente murieron, desapareció la humedad, y con ella las lluvias. El oxígeno de nuestra atmósfera era finito y, sin la acción de la fotosíntesis en la superficie ni corales en los fondos marinos, era cuestión de tiempo que la atmósfera se volviese irrespirable. Los recursos minerales fueron nuestra esperanza.

—¿Minerales? —preguntó Grez.

—Sí, todas las prospecciones llevadas a cabo indicaban que este planeta era mucho más rico de lo que se había pensado en un principio. Hay minerales que son desconocidos en la Tierra, gigantescas bolsas subterráneas de petróleo, inmensas oquedades llenas de gases nobles. Pero la falta de agua lo echó todo a perder.

»Descubrimos un mineral al que bautizamos como oximita. Tiene la maravillosa propiedad de convertir una pequeña parte de los gases libres en oxígeno. Y es el componente principal del filtro que llevan nuestros oxigenadores. Pero hay un problema que aún no hemos podido solucionar, el oxígeno liberado por la oximita se volatiliza en cuestión de segundos. No hemos conseguido almacenarlo.

Zacarías dejó pasar un corto lapso de tiempo para que Grez asimilase lo que estaba escuchando.

—El petróleo al menos sirve para extraer una parte de él, que conseguimos depurar a base de complejos filtros en un líquido potable. No sacia nuestra sed, pero cubre la necesidad de nuestros organismos.

—Pero el petróleo es una fuente de energía de un valor incalculable —apuntó Grez incrédulo—, y el gas, y los minerales atómicos.

Zacarías alzó una mano, haciéndole callar.

—No, sin oxígeno en el aire no es posible la combustión del petróleo ni del gas. Y, por supuesto, sin agua sería una locura crear plantas nucleares. Cuando se llevaron el agua arruinaron la vida del planeta mismo. Cuántas veces me he preguntado si no fue una idea descabellada quedarnos aquí.

—Esta luz —intervino Grez, sin localizar todavía la fuente de la que provenía— es artificial. Supongo que está generada con algún tipo de combustible.

—Sí, cuando finalmente la atmósfera se corrompió por completo, ésta se tornó oscura; tanto, que apenas dejaba pasar los rayos luminosos de las estrellas —Zacarías endureció aún más su mirada—. Estábamos a oscuras, ni siquiera las placas solares servían ya. Y en esta ocasión, no hubo ningún mineral que cumpliese la función de iluminar nuestras ciudades.

»Sí, encontramos un combustible. Un combustible muy valioso, pero a muy alto precio —prosiguió, dejando notar en su voz la tristeza que le provocaba hablar de este tema—. Una parte de los gases que produce la sometemos a presión, y así, podemos mover la maquinaria readaptada. El resto, mezclado apropiadamente con azufre y carbón, asciende hasta el techo, donde se vuelve fosforescente. Pero no hemos conseguido conducirlo, por lo que sólo sirve para interiores aislados.

La puerta de la celda se abrió cuando Grez trataba de hacer otra pregunta. Entró un hombre que vestía el mismo tipo de mono que Zacarías y, de su pecho, también sobresalía una exagerada protuberancia.

Sin apenas dedicar una corta mirada a Grez, y sin mediar ni una sola palabra, el hombre entregó una serie de documentos a Zacarías. Éste los leyó inmediatamente. Su rostro se iba ensombreciendo según avanzaba su lectura. Cuando terminó, se giró hacia su compañero y de una manera especialmente fría, pronunció una sola palabra:

—Conforme.

Luego le devolvió el mazo de papeles.

El hombre se colocó frente a Grez y le habló con voz firme:

—Comandante Grez Robinson, ha sido usted acusado y encontrado culpable de los cargos de traición y espionaje contra el planeta Aral y sus habitantes. La sentencia, que se hará efectiva de inmediato, es la pena de muerte.

Grez, mostrando una cara totalmente desencajada, miró a Zacarías, pero éste se limitó a sostener su mirada. Entraron dos hombres más arrastrando una camilla. Obligaron al comandante a subirse en ella y le ataron de manos y pies con correas. Luego condujeron la camilla por un largo corredor.

—¿Por qué? —preguntó desolado a Zacarías, que caminaba a su lado. Él se limitó a mirarle de soslayo sin mostrar ninguna emoción.

Llegaron a una pared, donde una enorme puerta hermética, asegurada con cierres metálicos, estaba custodiada por varios hombres. Uno de ellos se acercó a Grez y, sin ningún miramiento, realizó cuatro cortes rápidos en su pecho con un bisturí, arrancándole el oxigenador de su cuerpo. A Grez le sobrevino un ataque de tos, que le impidió escuchar lo que dijo a continuación:

—Sentencia del acusado a ser transformado en energía orgánica. ¡Que se cumpla la ley!

Descorrieron los grandes cierres y arrojaron el convulso cuerpo de Grez al interior. Cuando cerraron la puerta, la oscuridad lo absorbió todo, pero por un pequeño lapso pudo ver que había caído sobre cientos de cuerpos en plena descomposición y sentir cómo el hediondo gas que generaban ascendía colándose por los conductos que había fijados en el techo.


Semanas después, cuando analizaron los restos de la nave de Grez, encontraron el registro digital de órdenes. Se lo entregaron a Zacarías, que lo leyó en voz alta delante del Gran Consejo de Aral:

—Misión prioritaria: comprobar estado de vida en el planeta Esperanza. Estimar posible ayuda y evacuación.

© 2006 José Molinero
© 2006 Sergio Monterrubio (ilustración)

Esta obra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Conversación en la Forja

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