CUENTO: Universo 255-0-0, por Joseín Moros

La explanada, donde estuvo la Plaza de San Pedro, todavía a media noche está invadida por una multitud con trajes herméticos color bermellón y escafandras de aspecto anacrónico. Han trabajado en los escombros de un mercado de objetos religiosos, traídos de otros sistemas solares y del propio planeta Tierra. Este próspero lugar fue destruido durante las revueltas en sitios de similar naturaleza del Estado Planetario.

Al lado de cada uno de los investigadores avanza un robot arácnido, de brillante tono carmín, no más alto que un niño de cinco años. Todos van proyectando un haz de luz carmesí.

Los restos de la legendaria Roma se convirtieron en el lugar donde los seres humanos de los superpoblados continentes iban en búsqueda de ayuda espiritual. En ella confluían representantes de las más de ocho mil creencias aparecidas durante la rápida expansión por la galaxia hasta el momento cuando ocurrió la debacle terrorista.

Una mujer, quien por su estatura hacía parecer más grande a la escafandra, otorgándole una curiosa semejanza con los ídolos rotos tumbados por el suelo, tenía sobre su indumentaria la identificación KGBP (Comité para la Seguridad del Estado Planetario), con la estrella color escarlata de trece puntas y alas de murciélago almagre. A su alrededor otros individuos, bastante más altos, portaban báculos adornados con estrambóticos símbolos. Eran figuras similares a insectos, aves, reptiles, moluscos, más una mezcla de plantas con bestias horrendas. Por la ventanilla de las escafandras sus caras gesticulaban lanzando exclamaciones rituales y sus ojos buscando con miedo en la penumbra rojiza.

Una señal de alarma sonó en el interior de las escafandras. Los robots arácnidos voltearon hacia uno de ellos y reforzaron su haz de luz contra una casa derrumbada y consumida por el fuego. Cientos de cadáveres quemados hasta los huesos, casi todos con el cráneo roto, estaban esparcidos por el lugar, todavía despidiendo humo. Sin inmutarse, algunos investigadores los pisotearon para acortar la distancia y se reunieron alrededor de la vivienda en ruinas. Un momento después, la figura de corta estatura llegó al punto focal de los innumerables rayos luminosos.

Se inició una tormenta con relámpagos y truenos, el viento arrastraba ceniza y huesos calcinados, y desmoronaba estructuras. Un equipo de robots con esmalte granate eliminó los escombros. Quedó al descubierto, con medio metro de altura, un gran trozo de granito erosionado por martillazos de los vendedores de reliquias. Las manos enguantadas de la mujer de baja estatura, Laura Bresca, Jefe de la División Galáctica Brazo de Perseo, de la KGBP, astronauta y Doctora en Demonología Planetaria Comparada, acariciaron la piedra.

«No es una leyenda. Aquí estuvo el corazón de otra milenaria iglesia. Nunca imaginé venir a la Tierra, a la cuna de mis antepasados.»

Laura había arribado pocas horas antes a través del portal Kremlin-255 de Moscú, uno de los tres existentes en la Tierra. Su teoría respecto al origen de la Visión Espiritual Roja ya había obtenido doscientos cuarenta y nueve aciertos en igual número de planetas repartidos por la galaxia.

Para la noche siguiente, aún bajo la fría lluvia, la maquinaria robot había finalizado un agujero de cuarenta y un metros de profundidad, paralelo al obelisco, hasta llegar al suelo de la enterrada Plaza de San Pedro. Un ascensor techado con capacidad para cien personas descendió con Laura Bresca y su equipo de especialistas en exorcismo de la KGBP. Los acompañaba una artillería de amuletos colgados de sus báculos y entonaban, dentro de sus escafandras, tantas letanías diferentes como personas iban allí.

Laura aferraba los controles del robot taladro, de brillante tinte coral, adosados a un catafalco rodante frente a ella. El catafalco y su carro de transporte vestían los matices del tono bermejo. El robot taladro parecía un avestruz metálico, sólido, fuerte como una maquinaria de guerra. El catafalco ostentaba adornos de piedras preciosas en toda la gama del granate y labrados de similar color, con manchones análogos a metal oxidado en profundos océanos de algún planeta al otro extremo de la galaxia.

Frente a la mujer, mientras bajaban, ascendía una de las caras del obelisco. A los lados, una malla de material sintético sostenía la tierra mojada, donde era posible ver una gran cantidad de conchas marinas.

A veinte metros de profundidad, el ascensor se detuvo. En la careta de la escafandra, Laura recibió la imagen enviada por el excavador mecánico. Veía la estructura del obelisco igual a líquido de tinte amaranto, casi transparente, en lugar de granito denso y sólido.

«Cuando en 1586, según mis investigaciones, fue erigido este obelisco frente a la Basílica de San Pedro, ya tenía más de cuatro mil años de haber sido esculpido. Según la leyenda oral de la familia, uno de mis antepasados estuvo allí, no está claro su nombre, Basilio Braza, Buzo Presca, o Benedetto Bresca. Me gustó Bresca, por eso lo adopté como apellido.»

Campanearon señales de alarma dentro de las escafandras. Hasta Laura retrocedió un paso. Un objeto, del tamaño aproximado a su pulgar, parecía flotar en el interior del granito.

«Igual ocurrió con los doscientos cuarenta y nueve obeliscos encontrados en otros tantos planetas.»

Mientras la cabeza del avestruz mecánico perforaba roca, los acompañantes de Laura estallaban en letanías y gestos de rechazo hacia los alrededores. Se tropezaban con sus báculos, algunos individuos caían con estrépito y volvían a levantarse para continuar el frenesí religioso.

Laura no apartaba la vista del trabajo efectuado por el robot. Vio con éxtasis cuando una pinza de tres dedos aferró el objeto. Fue entonces cuando desapareció la imagen electrónica y con sus propios ojos, bajo la luz púrpura de su escafandra, vio la asombrosa pieza.

El catafalco se abrió con lentitud, el largo apéndice mecánico llevó el objeto hasta el interior del ataúd blindado. Las luces escarlata palidecieron bajo la intensidad de los relámpagos, se filtraban por encima de la superficie del obelisco, acompañando chorros de barro similares a sangre coagulada.

«Doscientas treinta y tres piezas óseas. Veintisiete son de la cola. Esta última era la punta y estaba en la Tierra, como lo aseguré en mi Tesis Doctoral. Doscientas seis coinciden en número y cierta similitud con los seres humanos. Veintisiete conforman esa cola. ¿Y ahora? ¿Se cumplirá el resto de mi teoría?»

* * *

En la noche siguiente, Laura Bresca se encontraba en los sótanos del Kremlin de Moscú, frente al portal que le permitiría regresar, en una fracción de tiempo tan pequeña e inexistente como cero, a su planeta de origen: Amaranto 229-43-80. A su lado estaban los líderes político-religiosos del planeta Tierra. La miraban con miedo y admiración. En las últimas horas se había convertido en la Comisaria Suprema del Poder Escarlata para la Protección Planetaria. Ahora vestía una impresionante sotana tono burdeos. Además, una diadema granate brillaba en su frente.

Seguía con paso firme al catafalco rodante. Tras ella caminaban los especialistas en exorcismos de la KGBP, los mismos quienes la acompañaron por los doscientos treinta y tres planetas donde hallaron obeliscos bajo océanos, desiertos, cordilleras titánicas y ciudades tan antiguas como la edad de la Tierra.

De repente se encontraron en una Oscuridad Roja. Laura oyó abrirse el catafalco.

«¡Está ocurriendo! Nos detuvimos en el No Existo, sin cielo, sin purgatorio ni infierno. ¿Estaré viva, muerta o ambas cosas? Lo que vaya a ocurrir no lo pude resolver en mis cálculos.»

Sin transición, frente a todos, se irguió una figura encarnada, tan grande como una pesadilla. Era, al parecer, de los dos sexos. Estaba desnuda, tenía cabeza gatuna, cabellera abundante y desordenada de tinte salmón. La cola, con textura de serpiente, se movía despacio. Laura, de pie, habría podido ocupar la mitad de una de sus pupilas de felino.

Todos cayeron de rodillas, en el inexistente suelo. Lloraban de histeria religiosa. Laura continuaba de pie.

El terrorífico ser descendió hasta que su cara llegó a la altura del grupo.

En las mentes de cada uno las palabras no sonaron, se hicieron presente como si estuvieran allí retumbando desde el pasado.

«Yo existo. Quienes me sigan alcanzarán la Roja Saciedad.»

Laura sonrió.

«Ya nadie demolerá nuestros recintos sagrados ni los Mercados de Fe. Exterminaré los Terroristas Planetarios, seguidores del Cielo Azul o el Infierno Negro.»

Un momento después, Laura y los religiosos reaparecieron en el planeta Amaranto 229-43-80, sobre una plataforma flotante por encima de una multitud tan densa como una alfombra de minúsculas cabezas. La gigantesca Plaza Roja donde estaban concentrados llegaba hasta más allá del horizonte.

Y todos cayeron de rodillas.

El cielo, un instante antes azul, con un sol amarillo, adquirió la misma tonalidad que tiene en el planeta Marte. Al igual aconteció en todos los mundos habitados de la galaxia.

© 2017 Joseín Moros

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Conversación en la Forja

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