CUENTO: Última Natividad, por Zoraida Martínez


Abrió sus fríos ojos de color acerado desterrando la oscuridad y el vacío que le presentaban sus pálidos párpados. Y en un acto perfecto de cognición, sin sorpresas, sin traumas, sin gritos, sin llanto, absorbió toda la información que la luz le traía a través de ellos. Recorrió con la vista toda la habitación, blanco-azulada, inmaculada, parchada de estridentes luces níveas, y allí observó a unas figuras que se movían afanosas de un sitio a otro, o que permanecían expectantes mirándole.

Tocó la piel de su pecho y de su rostro, y era nueva, lisa como el cristal que lo separaba de los otros. Comprendió dónde estaba, cómo estaba y por qué estaba allí. Había sido un colosal intento por mejorar la especie, todas las energías de las edades de la ciencia se invirtieron en ello y, por lo que él podía percibir, la inversión no había sido un desperdicio. Pensaba, por supuesto, quedar a la altura de los acontecimientos.

Conocía su propio nombre y qué aspecto le agradaría tener. Se desplazó hacia el otro lado del cristal, donde ya los otros festejaban el éxito. Celebraron la elección de vestimenta hecha por Mister X: un traje formal oscuro, con elegantes rayas grises, un sombrero de ala de estilo clásico, con una minúscula pluma de plata; y un bastón que parecía hecho en una sola pieza de diamante negro.

A unos pocos les preocupó este bastón. ¿Tendría Él algún problema físico que ameritara el uso de ese viejo artilugio? Ya estaban pensando en qué ecuaciones cambiar cuando reiniciaran el campo gestalt y qué cultivos celulares deberían ser incluidos, cuáles guardados y qué tantos destruidos para evitar una nueva contaminación cuando hicieran una prueba con un tercer prototipo. El primero debía estar abrasándose aún en el interior del sol.

Mister X pareció leerles la mente y, sin decir nada, levantó con un simple ademán el bastón a dos metros de su persona. Los otros no pudieron evitar aplaudir aun a sabiendas de que eso no representaba ninguna satisfacción para Él. Ninguna de sus células estaba programada para dar ese tipo de respuesta frente a ese tipo de estímulo. Continuó haciendo trucos con el bastón: lo hacía girar, bailotear y saltar frente a sus espectadores, quienes estaban muy complacidos. Luego de un rato lo atrajo hacia sí, hasta que pudo rodear con la mano el pomo y haló de éste suavemente, extrayendo una espada. Su público estaba pasmado, complacido ante el truco; los aplausos se sucedieron sin pausa durante un par de minutos. La cáscara de bastón cayó al suelo y Mister X comenzó a abanicar la espada a medida que se acercaba a sus espectadores; parecía una cinta de plata líquida, tan seductora que provocaba que los otros se acercaran cada vez más, mientras comprendían la importancia de la cercanía para que funcionase el siguiente acto de prestidigitación.

Guardó la espada ensangrentada dentro del bastón. Habiendo hecho su trabajo de forma meticulosa y sin olvidar a nadie, se dispuso a hacer su propia celebración, muy a su manera. Había elegido modificar la estrella de esa forma para llamar la atención. Ni por un segundo temió que algo quedase vivo en el diminuto planeta de allá abajo que ya se licuaba en el abrazo cada vez más grande de su estrella. No, para nada, los otros eran simplemente el resto. Ahora era el representante de la vanidad de todos los pueblos y no debía dejar pasar la ocasión. Ninguna de las criaturas que medraban en los incontables abismos de la existencia podría despreciar ese llamado, pero lo que prescribía el antiguo ritual era que sólo tres de estas entidades podían acceder a este único momento en el cosmos. Por eso, precisamente, Mister X había escogido ese antiguo ritual.


Se refugió en la Gran Catedral del Sueño. El tamaño de la estructura era indescriptible: extensos salones sin fin, un ciclópeo cañón de metal, la playa de un océano con pasmosos acantilados, bañada por oscuras aguas que se elevaban en una cinta que rodaba más allá del horizonte. Entre las mudas olas, autopistas de ónice perforaban el cielo, hecho de vitrales de plexiglás, y allí arriba la estrella que nunca debió haber sido una nova rugía en el firmamento, derramándose mortífera a través del cosmos en una llamada con una embustera promesa de renacimiento. Era un enorme faro que rasgaba el velo de la noche eterna: enjoyada de millones de diminutos días, pero siempre ella envolviéndolos a todos.

Como un susurro de hojas al viento llegó el primer adorador, trayendo un valioso presente. Las tres hermanas avanzaban por el océano hacia una plataforma en el centro de la playa. La mayor (más no la primera nacida), a quien solían llamar Ajenjo, encabezaba la marcha. La segunda hermana, Belladona, estaba brutalmente deformada y, como siempre, tenía la carga de arrastrar en una red y contra su voluntad a la tercera hermana, Inmolada, víctima de la locura.

Los pasos de las hermanas eran lentos, marcados y entorpecidos por la pegajosa seda sintética con que vestían, así como por la multitud de conductos, pernos y filamentos que brotaban de sus muslos, brazos y espaldas, como antiguas vías férreas. Mister X pensaba que en cualquier momento podrían desmoronarse. Inmolada aulló y pataleó todo lo posible mientras avanzaban, para evitar ceder a la voluntad de Ajenjo, cualquiera que fuese ésta. Pero, al llegar a su objetivo, al contemplar al hombre que ocupaba el centro de la superficie metálica, el terror la enmudeció y se detuvo de golpe: tan limpio, tan arreglado, ni una sola arruga deformaba su traje, ni siquiera las arrugas necesarias para hacernos creer que de verdad lo llevaba puesto. Aunque había sido creado en el ahora, Inmolada lo conocía de todas las épocas: el mismo traje; el mismo rostro sin sonrisa que, sin embargo, se burla; la eterna victoria alimentada por sus propias víctimas; los mismos ojos, que no tenían más función que verse a sí mismos en todo su esplendor.

Ajenjo estaba enormemente contenta al encontrarse frente a Él; mostró sus dientes cariados en un gesto triunfal y, rasgándose el vestido al nivel del pecho, dejó ver toda la podredumbre que la componía. El presente de las hermanas fue entonces la peste, la hambruna y la sed.

Tropezando por una de las autopistas se aproximó una especie de bulto. No era un hombre, cualquiera lo podía decir, era una imagen de hombre que reía histéricamente. Zigzagueó de un lado a otro, casi cayendo a las aguas, hasta que sus ojos se encontraron con los de Mister X y su cara quedó paralizada en una mueca de carcajada. Su presente era la ofensa, la burla, el engaño, la humillación, todas apiladas en un jadeo reprimido.

Una estela gaseiforme descendió desde las bóvedas tintineantes de lo alto de la Catedral. Se arremolinó no muy lejos de los ofrendantes ensuciando cada escalón de la plataforma. Su presente estaba acunado en una espesa bruma de avaricia, incontinencia y deseos innombrables imposibles de satisfacer.


Reunidos los tres emisarios, Mister X se plantó frente a ellos y antes de disponer de sus presentes comenzó a declarar, con la voz en alto, acompañado por el rítmico golpe en el piso de la punta de su bastón. Su voz llenaba el lugar, subía por los acantilados y reverberaba en la bóveda de la Catedral del Sueño. Sus ojos miraban al frente a un público muy general que iba más allá de los tres presentes. Le hablaba a la humanidad. Se hablaba a sí mismo.

—Soy el último hombre, soy el único hombre, por lo tanto soy la salvación de la humanidad. Créanme, señores, cuidaré de salvarme a mí mismo y por ende al total de la humanidad del cosmos: ¡Yo!

»Este ritual es una pequeña broma. Es mi broma. —Sus labios imitaron malamente una sonrisa que murió cuando éstos regresaron a su rígida posición—. Fue uno de los primeros rituales en ser barrido de la faz de la vieja Tierra por innecesario y ofensivo. Fue el comienzo. El comienzo de la solución para las eternas disputas. Nada debía ser diferente, la igualdad para todos. ¿O era la igualdad de todos? —Esta vez la sonrisa cínica sí era auténtica, aunque luego lo lamentaría, ya que el rostro le dolería por bastante tiempo.

»Y si todos los hombres son iguales, ¿para qué necesitamos a todos los hombres? ¿Y cuántos hombres se necesitan cuando el total de las tareas pueden ser efectuadas por máquinas? ¡Pero si la máquina más perfecta es el hombre! Aléjalo del agotamiento, del ansia de descanso, de la debilidad, extírpale el hambre y el temor a la soledad. ¡Que sea inmortal! ¿Entonces cuántos hombres se necesitan?

»¿Hombres, mujeres, hermafroditas? Me aterra esa variedad. ¿Para qué si el Único se reproduce con el Único para obtenerse a sí mismo, cada vez que da un paso hacia la eternidad? Cada vez que respira es un nuevo Él, producto de Él mismo, amamantado por sus experiencias, adaptado a cualquier eventualidad, porque ninguna le puede dañar. Su cuerpo no envejece. ¿Acaso existe una continuidad más deseable?

Así Mister X entrecerró los labios y le quedaron como sellados. Le habían traído unos asombrosos presentes. La vieja carga de los que podría llamar sus antepasados, pero ya no la necesitaba. No había nada que purificar, ni nada por lo cual luchar, todo reto y peligro estaba descartado en su naturaleza. Había conjurado el ritual con el fin de renegar de él al último minuto, rompiendo de forma abierta el último lazo con esos otros que le habían precedido. Ninguna de esas cargas era suya, no le interesaban. No las entendía.


Ahora que era libre, su mente se volvió sobre sí mismo. Él se miró cientos de veces, mientras que los adoradores se desvanecían en una completa indeferencia. Mister X cerró los ojos y se quedó inmóvil. No se movería nunca más, no necesitaba alimentos, no se cansaba, no hacía falta que discutiera con nadie. Él tomaba y obedecía todas las decisiones. Ya no hacía falta hacer nada más, después de auto-complacer su primer y último capricho: celebrar su Nacimiento.

© 2006 Zoraida Martínez

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Conversación en la Forja

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