CUENTO: Los sueños de la razón, por Gonzalo Geller

No es natural que un hombre deba decidir ciertas cosas, no es humano imaginar la soledad a escala planetaria, no es razonable que el resultado de manipular lo que no comprendemos sean grandes agujeros de nada.



I

... lo imagino allá arriba. No puede ver nada. Ni siquiera puede pensar. Es culpa nuestra. De alguna forma es nuestra culpa, sí. Puedo decir que me obligaron, incluso puedo creer que me obligaron, que ellos fueron los responsables, los únicos responsables del dolor de esa criatura que solamente puedo ver como una estrella más, un brillo diminuto en ese cielo turbio, mientras la imagino en la soledad del espacio, flotando alrededor de la Tierra, sin saber dónde está o qué es. Sin ver. La oscuridad del espacio. El frío. Solamente puede sentir. El dolor. En algún momento va a poder sentir el dolor, el estímulo crudo que la obligue a destruir, a desatar su ira divina o animal sobre algún lugar de la Tierra.

O también puede morir sin haber hecho nada.

... pienso en su cuerpo, que era el de un recién nacido antes de la operación. Pienso en sus bracitos. En sus piernitas. En lo que quedó de su cerebro. Pienso, una y otra vez, en lo relativo que es hablar de la moralidad de nuestros actos.

II

... y yo... Qué soy yo. Un hombre más.

Nadie.

Pienso en ese cuerpito abandonado en la inmensidad del espacio, reconozco su luz entre otras estrellas, otros satélites. Su débil resplandor rojizo, apenas rojizo. Otros verán por sus ojos. Otros sentirán por sus nervios. Le provocarán dolor, y la criatura los rechazará con todas sus energías.


Una vez que la criatura reacciona, esas energías se amplifican, y se canalizan.

Así de simple.

Se amplifican, y se dirigen. Contra la primera amenaza que surja, por supuesto.

El problema es: ¿Una amenaza a qué?

Son problemas en los que no quiero pensar.

III

... pienso en ese cuerpito incompleto arrojado en medio del vacío. Pienso en el frío, aunque no pueda sentirlo. Lo imagino tratando de pensar, de imaginar algo. Lo pienso indefenso, lo recuerdo antes de las operaciones que lo convirtieron en un arma. No sé. Creo que es por la hora. Son las cuatro de la mañana y creo que tomé más de lo que debería haber tomado o me puse a pensar más de lo que debería haber pensado, o las dos cosas. Y, encima, solo.

Pero la analogía es inevitable.

Estoy solo.

¿Y qué soy?

Un arma. Sin mí, sin gente como yo, no podrían fabricar criaturas como ésa que veo, ésa que imagino, a través de la ventana. Hace frío. Quizás por eso pienso en el frío del espacio, y la criatura creciendo en soledad, hasta que su cuerpo sin extremidades alcance el tamaño de un adulto. O se funda, se sobrecaliente en algún ataque, o muera por no poder soportar el dolor, lo que ocurra primero.

Al fin y al cabo es lo mismo.

Es el destino de todos nosotros, ¿no? Porque, después de todo, quién de nosotros no es un arma. Con su silencio, con esa larga cadena de resignaciones en que se va convirtiendo una vida como la mía; por ejemplo, un hombre normal, que se sienta a la madrugada a mirar el cielo, que tiene un trabajo respetable en un laboratorio, para orgullo de su madre y de sus tías, que se lo cuentan a todo el mundo, aunque no sepan qué hace el hijo o sobrino en ese laboratorio, o precisamente por eso: porque no saben.

No saben.

¿Y yo qué podría decirles?

Que mi trabajo es para protegernos.

Qué pueden importar los monstruos.

Lo que creamos.

Si es para protegernos.

Para protegernos de qué. Y a quiénes.

IV

Al borde de un cráter que alguna vez fue una ciudad, docenas de Sabuesos permanecen inmóviles esperando instrucciones, o algún movimiento, algo que salga fuera de lo común. Acechan, aunque parezcan estatuas.

Custodian, sí, un cráter vacío.

Y así pasan los días.


Nadie sabe si los Sabuesos sueñan. Sería un consuelo pensar que sí.

Todo lo que se sabe de ellos es que están muertos.

O lo estuvieron.

Y en esa especie de semivida que les dieron, observan, permanecen de pie custodiando el cráter inmenso de lo que alguna vez fue una ciudad, y unas casillas de madera que se yerguen ahí, en medio de la nada, sin que nadie pueda verlas.

En el fondo, nos gusta pensar que los Sabuesos sueñan. Que no todo es servidumbre en sus semividas. Sería más fácil pensar que es así.

Que aún late alguna especie de conciencia en ellos.

Que no importa que hayan estado muertos.

Que no importa que los devuelvan a esa especie de resignada, silenciosa existencia.

Que aún queda, esperando, algún vestigio del pensamiento, tras esos corazones de latir mecánico, preciso.

Pero nadie sabe si los sabuesos sueñan, o piensan, o sienten algo.

V

... generalmente pasan unos cuantos días, hasta que ocurre. Alguien viene a la ciudad. Poco a poco van olvidándose de su existencia, pero algunos todavía la recuerdan.

Llegan en auto, por lo general, y el auto se detiene frente al cráter. Entonces, ellos permanecen inmóviles, creyendo que entraron a la ciudad, maravillándose de un lugar que ya conocen o que desconocen por completo, dejándose ir en los detalles de una geografía extraña, en todo aquello que la ciudad tiene de particular.

—Mirá, arreglaron la plaza.

—Podríamos bajar a tomarnos unos mates.

—Después, primero tendríamos que visitar a José...

—Bueno, podríamos venir con ellos...

—Sí, claro. Por qué no.

Todo esto murmurado, inmóviles en el auto, creyendo que los días transcurren en horas, sintiendo cada vivencia de la ciudad con la intensidad algo lejana con que se viven algunos sueños. Y todo por las criaturas. Quién lo sospecharía. Ni siquiera se molestan en protegerlas. Las ponen en casillas de madera, las protegen apenas de la lluvia, o del viento, o del sol que nunca van a poder ver. Y nada más. El principio es el mismo que con nuestros "satélites". Pero no quiero hablar de eso. Prefiero, ahora, pensar en esa gente que llega a una ciudad que ya no existe, detiene sin saberlo su auto en la autopista, antes de caer al cráter, y tiene conversaciones interminables que duran apenas unas horas, y se van creyendo que estuvieron en una ciudad como cualquier otra.

Me pregunto para qué quieren ocultar todo lo que pasó.

Qué hay de peligroso en ese cráter.

Y sin embargo tengo la vaga sensación de que yo supe la respuesta a esa pregunta.

VI

—... es la última vez que vengo con vos a esta ciudad de mierda.

—... sos vos, que no podés relajarte un miserable segundo.

—... no paraste de alterarme...

—... para mí que es la ciudad...

—... odio esta ciudad...

—... nunca más te acompaño...

—... bueno, ya mañana volvemos a casa...

—... viste qué simpática la novia de José...

—... se está haciendo tarde, y tenemos que manejar en la ruta...

—... no sé, a mí sí me gustaría volver...

—... yo lo detesto...

VII

... llegó al borde del cráter y se quedó pensativo, contemplando. Nada en sus circuitos lógicos le impidió llegar a la conclusión más obvia: aquello era un cráter. Vio un auto estacionado al borde del cráter y, simplemente, intentó acercarse. En ese momento advirtió a los Sabuesos, y a los vehículos-B, también conocidos como "cucarachas".

El primer disparo le arrancó media cara.

El cerebro parecía estar intacto, así que empezó a correr, en una maniobra básica de autopreservación (MBAP).

Siguió corriendo, hasta que todo se volvió una sola estela de luz cegadora y perdió todo contacto con su cuerpo. Lo siguiente fue oscuridad, sin calor ni frío, ni pensamientos, ni nada.

VIII

—... siento como si hubiera visto a alguien...

—Son ideas tuyas. Vení, acostate.

—No puedo.

—Dale, vení...

—En serio te digo.

—La ventana está cerrada.

—Ya sé... pero alguien se asomó a la ventanilla del auto y nos miró...

—Pero no estamos en el auto.

—No, claro.

—Dale, vení...

—Creo que soñé con un cráter enorme...

—¿Vas a venir o no?

—Sí, claro. Sí... ¿No sentiste eso?

—¿El resplandor?

—Sí... ¡Sí!

—Es normal en esta ciudad. Dale, vení y acostate, por favor...

IX

Veo el estallido en el cielo, el fogonazo. Es inconfundible. El fruto de nuestro trabajo. Me pregunto hacia qué lo habrán dirigido... Sea lo que sea, no puede haber sobrevivido. Eso que hace unos meses era una criatura humana, y ahora es un sepulcro en el cielo, un sepulcro que brilla en el cielo, sin conciencia de sí mismo o de lo que lo rodea, o al menos quiero pensar eso.

Veo el fogonazo, como un relámpago, y me pregunto qué habrá destruido.

Vi el haz de luz, pero no sé. No sé si tener miedo. Sé que, si me acostara a dormir, soñaría con ruinas, con la devastación. Porque yo sé lo que eso es capaz de hacer. Yo sé lo que somos capaces de hacer. Solamente puedo esperar que no, que no lo hagan. Que no destruyan, no sé, una ciudad, para...

Para qué.

Me duele la cabeza.

Tomé demasiado.

O quizás es la hora.

De todas formas, el satélite brilló por primera vez, y algo desapareció para siempre de la faz de la Tierra...

X

... no pasa nada. Solamente es un impulso primario. Algo le causa dolor, se revuelve contra eso, ajeno a todo lo que ese movimiento implica.

En la Tierra, con una precisión claramente infernal, queda un cráter de unos cinco metros de diámetro, en las afueras de otro cráter aún mayor. Dos personas siguen conversando, muy cerca de ahí, inmóviles en un auto, susurrando apenas.

—... ¿No viste eso?

—Qué.

—Como un fogonazo, un relámpago.

—Hay un sol bárbaro ahí afuera.

—No sé... Me parece raro. ¿No lo viste al tipo?

—Qué tipo.

—Ése al que le faltaba la mitad de la cara...

—Me suena.

—Y el rayo. Como venido del cielo.

—No, ya eso no...

XI

... apenas le queda tiempo para una pregunta lógica: "¿Qué pasó?"

Sabe lo que vio; un cráter donde la humanidad parece creer que hay una ciudad.

Hay un solo camino.

Enviar un informe detallado al fabricante.

Lo puede hacer ahora mismo, y lo hace.


Después, todo lo demás se va apagando.

XII

—¿Hola?

—Hola, ¿sí?

—Te necesitamos.

—Pero estoy en mi día de descanso.

—Es una emergencia...

—Bueno, pero... Pero creo que estoy un poquitín borracho...

—No hay otras opciones. Hay que tomar medidas drásticas.

—Oíme una cosa... ¿Dispararon el satélite?

—Sí, y eso tenemos que seguir haciendo...

—Pero, ¿por qué?

—Se descubrió información clasificada...

—¿Y por eso tenemos que disparar...?

—Mirá... No le digas a nadie, pero parece que de pronto ese cráter que hay ahí no va a ser el único...

—¿Eh?

—Eso es lo que dicen. Dale, apurate que no podemos empezar sin vos.

—Pero...

—Dale. Hay un vehículo-D yendo para tu casa, tiene que estar llegando. No podemos perder tiempo.

—No entiendo qué quieren hacer.

—Yo tampoco.

XIII

Imagino su soledad allá arriba.

Así, tan lejos de todo.

Imagino el dolor y la simple reacción a ese dolor. Lo que no puedo imaginar es cómo podemos haber convertido eso en un arma de destrucción masiva. No puedo comprenderlo, cómo o por qué. Termino de vestirme y el vehículo llega justo a tiempo, como siempre.


Parece que hubo un accidente.

Y ahí tengo que ir, a arreglarlo.

Es curioso; todos parecemos ser engranajes de un arma descomunal apuntada hacia nosotros mismos...

Creo que me duele la cabeza. Otra vez.

Y creo que no puedo soportar la culpa, y el presentimiento de que hay algo peor por venir...


Miro el resplandor, en el cielo, apoyando la cabeza contra el vidrio de la ventanilla. Me pregunto cómo llegamos a ser esto que somos, cómo llegué a ser esto que soy. Pienso en esa criatura abandonada en el vacío, tan lejos de todo esto. Siento su soledad como si fuera la mía; siento su dolor venido de ninguna parte como si fuera mío. Y sin embargo se me hace tan difícil imaginar cómo es para la criatura, para eso...

No sé.

Se me hace difícil vivir así.

Creo que no puedo soportar la culpa.

Ni el presentimiento de que hay algo peor por venir.

© 2007 Gonzalo Geller
© 2007 William Trabacilo (ilustración)

Esta obra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Conversación en la Forja

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