CUENTO: Mar humano, por José Montero Muñoz

A los ocho años la curiosidad puede ser una virtud muy interesante. Pero, en un mundo cuya supervivencia depende de tecnologías desconocidas para el común de la gente, ¿no será peligroso investigar?



La voz de la profesora nos llamó al orden:

—Niños, niños, por favor, nada de escándalos.

Aquella orden me hizo sonreír. ¿Cómo íbamos a estar tranquilos si era nuestra primera salida de la colonia subterránea? Ninguno de nosotros podía contener la emoción; nadie nos había hablado de cómo era la vida en el exterior después de la desertización y de que el agua valiera su peso en oro.

Aunque deseaba ser como todos, no podía. Un mecanismo invisible me obligaba a preguntarme sobre lo más aparente. Estaba claro, yo había nacido bajo el signo de la rebeldía; mi madre me lo recordaba constantemente:

—Samuel, no eres normal, debes seguir a la masa y no cuestionarte absolutamente todo: eso ya lo hicieron los ancianos. El preguntarse algo no significa obtener una respuesta.

—Sí, mamá, lo sé, pero es que no puedo evitarlo —le respondía con aire sumiso, añadiendo después—. En otra vida fui aventurero.

Al menos en sueños, ya que había leído algunas viejas novelas holográficas de la biblioteca y soñaba con poder adentrarme en el desierto y ser un gran descubridor de paraísos.

—Como ya os he comentado muchas veces, niños, el agua desapareció de la superficie, pero no en las profundidades. Así que debemos extraerla de ellas para que todos podamos sobrevivir con dignidad. Por eso hoy vamos a ir de excursión a una de las muchas fábricas recolectoras de agua que existen en el planeta.

Aquellas explicaciones se adentraban en nuestras mentes como pequeños gusanos, sobre todo en la mía, dejando una prole de larvas teñidas de fantasía. Palabras como fábricas, agua, desierto, unidas a Tierra era tanto como decir: Sol, estrellas, espacio profundo. Conceptos inalcanzables y utópicos. Lugares plagados de maravillosas ensoñaciones donde los seres humanos, personas como yo, habían conquistado un medio hostil para las nuevas generaciones. Una sensación de poder y orgullo me recorrió el cuerpo. “Somos una gran raza”, pensé.

Una mirada rápida y estaba claro que estábamos preparados para salir a la superficie; el desierto nos esperaba con su aliento de muerte y su canícula asfixiante. Nuestras pisadas invadieron el pasillo que nos condujo hasta alcanzar las gigantescas puertas del ascensor.

Un zumbido de avispa acompañado de una sensación de ingravidez y ya estábamos en la superficie; no nos dio tiempo ni a contener la respiración. Las puertas se abrieron y una brisa cálida nos golpeó en la cara.

—Vamos, niños, hay que darse prisa. Por favor, no se detengan —gritó la profesora, moviendo sus manos como diminutas alas de mariposa.

Y sin mediar palabra subimos en una perfecta línea al vehículo escolar que nos llevaría a la fábrica. En el interior, la profesora hizo el recuento con la exactitud de un carcelero. Estábamos todos.

El conductor puso su huella dactilar en el arranque y el motor rugió en toda su potencia. Conducir aquella máquina, sentir sus caballos de fuerza en mis miembros, sería una sensación universal, una experiencia titánica. Me convertiría de niño de ocho años en un Coloso. Estaba centrado en estos pensamientos cuando mi compañera de asiento me interrumpió con una pregunta tonta:

—¿Sabes algo sobre el proceso del agua? —dijo con su vocecilla de niña sabihonda.

La observé.

—¿Cómo has dicho? —le pregunté, sin desear una respuesta.

—Te preguntaba si conoces algo sobre el proceso…

—No mucho, la verdad —quise zanjar nuestra conversación allí. Pero ella no se dio por vencida y volvió a la carga con su voz monocorde.

—Es muy interesante. Mi padre, que es ingeniero técnico en la fábrica, me ha explicado el procedimiento…

Mientras sus palabras se estrellaban contra mis oídos, mi mente hacía rato que se había alejado de aquel lugar. Ahora vagaba libremente por un océano de aguas cristalinas, donde una gota como la que aparecía en mi sueño, creaba ondas silenciosas que me iban adentrando, poco a poco, en los mecanismos necesarios para que mi agua corporal entrase en un diálogo directo con aquel mar.

Al distinguir cómo sus labios paraban en su aleteo, le dije:

—Debes estar muy orgullosa de tu padre.

Ella me miró con aire desconfiado y asintió. Estaba claro que se había dado cuenta de que no la había escuchado ni una sola palabra. Así que, giró la cabeza sin pestañear y se puso a hablar con una de las compañeras que tenía más cerca, alguien que se sentía más dispuesta que yo a parlotear de tonterías.

Respiré profundo y saboreé la tranquilidad del aire y la calma de mis pensamientos. Sólo quería pisar la fábrica y dejarme llevar por sus mecanismos hidráulicos. Aquellos salvajes, mis iguales, me daban cierta pena; no parecían comprender la importancia del camino que estábamos recorriendo. Para ellos sólo era una excursión más, para mí, entrar en un mundo conocido sólo por mis ensueños.

Me arrebujé en el sillón y me dejé adormecer por el ronroneo del motor. Cuando desperté ya estábamos delante de la fábrica. Aquí comienza mi verdadera odisea, me dije mentalmente, un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad.

La voz áspera del conductor dijo a través de la megafonía interna del autocar:

—Ya hemos llegado; pueden bajar.

Nos levantamos en orden y bajamos en fila india. Como al principio, la profesora abría la comitiva y yo la cerraba. Nuestros pasos casi marciales nos precedían cuando la gran compuerta se abrió y salió de la semioscuridad un hombre con una altura desproporcionada para ser un humano convencional. Saludó a la profesora con un ademán cortés y nos indicó el camino que debíamos seguir. Nos dijo con una voz algo aflautada que contrastaba con su apariencia:

—Por favor, no se salgan de la línea azul. Gracias.

—Ya habéis oído, niños. Seguid la línea azul —remarcó la profesora.

Seguimos la línea por un pasillo que parecía no tener fin hasta que, sin previo aviso, se abrió a una amplia sala repleta de máquinas. Un enjambre de tubos hormigueaba por el suelo, el techo y las paredes. Más que una fábrica, el lugar me recordaba un cuerpo humano con sus huesos, músculos y nervios diseminados por doquier sin un orden aparente. Un escalofrío me recorrió la espalda. Aquella maldita gota fría otra vez.

Mis ojos bebían con avidez cada uno de los detalles de aquel monumental ser. No podía ni quería perderme nada. Aquél era un lugar mágico y misterioso, donde las pesadillas tomaban cuerpo y las fantasías infantiles se perdían para siempre tragadas por su inmensa voracidad.

La visita se desarrolló con normalidad hasta que descubrí algo por casualidad. Me hice el despistado y en un descuido me salí de la línea azul y vagué por largos pasillos y vastas cámaras repletas de tubos, contemplando los enormes monstruos de metal, sumergido en los pitidos, ronroneos y silbidos de las máquinas procesadoras del agua hasta que, de pronto, topé con una puerta diferente. Algo la hacía distinta, pero no sabría decir qué, sólo estaba seguro de una cosa: debía franquearla.

El pánico se había apoderado de mí completamente. No había nadie. Deseaba pedir ayuda, gritar, pero refrené el impulso a tiempo. “¿Qué eres, un gallina o un explorador?”, pensé. Además, ¿qué podía pasarme? Éste era un lugar seguro, los únicos monstruos estaban en mi imaginación.

Me giré y dándole la espalda a la puerta me decidí a emprender el camino de regreso. Ya había dado mi primer paso cuando escuché un sonido amortiguado que provenía del interior de la puerta. Presté atención: el sonido había muerto, pero no mis ganas de saber qué había detrás de aquella enigmática puerta. Di un segundo paso y ésta se abrió con un quejido de vapor.

Mis pasos dubitativos me llevaron hasta una especie de plataforma que se elevaba sobre el suelo a unos seis o siete metros y entonces los vi. Una colección de ancianos se arremolinaba alrededor de un joven con bata blanca que los guiaba, como corderos, en dirección a una gran sala. Aquello me pareció extraño. No recordaba haber visto en mi vida a gente tan mayor en nuestra comunidad. En los libros holográficos de la biblioteca sí, pero en las calles jamás.

Los seguí, la curiosidad era más fuerte que el miedo a ser sorprendido. Al acercarme un poco más descubrí entre la muchedumbre a un hombre que yo conocía. Su nombre era Ismael. Un individuo silencioso que vivía a pocos pasos de mi casa y que, hacía poco, había desaparecido.

Era normal que los hombres desapareciesen, mamá siempre me lo repetía cuando le preguntaba por mi padre. Nadie le daba mucha importancia. Por un instante, estuve a punto de gritarle, pero en ese momento unas enormes compuertas se abrieron con un ruido infernal.

Quedé paralizado no tanto por la visión de la cámara como por las expresiones de terror de los ancianos. Un terror mudo que me produjo escalofríos. Quería escapar de allí sin volver la mirada atrás, pero no pude. Mis pies no me respondían, era como si los hubiesen soldado al piso y yo fuera una pieza más de esa enorme estructura empotrada en la pared a escasos metros de donde ellos se hallaban.

Gemí de terror, algo húmedo y caliente recorrió mi entrepierna. La cabeza comenzó a darme vueltas y la vista se me nubló. Los hombres subieron por una escalinata arrastrando los pies. Al llegar al pie de lo que me parecieron unas gigantescas vainas de cristal y acero se detuvieron como un solo ser.

El bata blanca les dijo algo antes de entrar en el interior de las vainas. No sé cuanto tiempo permanecí negándome a creer que lo que veía estaba ocurriendo en la realidad, forzándome a pensar que aquella era una de las pesadillas que con tanta frecuencia me asaltaban en el medio de la noche. Pero allí no estaba mi madre para abrazarme y decirme que sólo era un mal sueño. Estaba solo, un niño de ocho años, enclenque y tembloroso, enfrentándose a una realidad insoportable.

La puerta se cerró con pereza llenando de vapor la entrada. Amortigüé un grito mordiéndome la mano. Desanduve el camino y regresé, no sé como lo hice, pero lo logré. Mis piernas reaccionaban solas, habían memorizado el camino. Al ver a mis compañeros y a la profesora no pude aguantar más y me eché a llorar.

—Samuel, ¿qué te pasa?

—¡Nada, profesora! —dije entre sollozos.

Creo que, si no hubiese llorado, el dolor habría roto mi corazón en pedazos. Los otros niños comenzaron a burlarse y a hacerme muecas a espaldas de la profesora.

—¿No vas a decirme qué te pasa?

Negué con la cabeza. Algo dentro de mí me decía que lo mejor, para todos, era el silencio. De todas formas ninguno me iba a creer. Se burlarían de mí. Me gritarían loco y quien sabe qué.

El guía habló para romper la tensión:

—¿Quién quiere probar el agua más pura?

—¡Yoooo! —gritaron varios al unísono.

Lo vi pulsar un botón y el agua manó cristalina, llenando de frescor la estancia.

Yo permanecí ajeno, distante. Una calma que vino de no sé dónde descendió sobre mí. Al menos ellos están en nosotros, pensé con frialdad. Y ese pensamiento me hizo sentirme algo mejor. Nos habían engañado, pero eso parecía no importarle a nadie.

Avancé con lentitud y me uní a la algarabía. Junto a la fuente uní las palmas de mi mano y las hundí en el líquido vital. Allí terminaríamos todos. Pequeñas gotas en un mar de humanidad.

© 2006 José Montero Muñoz
© 2006 Juan Raffo (ilustración)

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Conversación en la Forja

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