CUENTO: Emergencia suprema, por Christian Lisboa

El presidente de la nación más poderosa del mundo fue informado a las ocho, cero, cuatro de los acontecimientos ocurridos durante la noche mediante el siguiente comunicado:

“Una gran nave de forma ovalada, de unos seiscientos metros de largo por cuatrocientos de ancho ha estado suspendida sobre la base de Fort Worth por varias horas. Nada se sabe de la situación dentro de la base. Las comunicaciones, incluidas las transmitidas por cable, han sido bloqueadas con una tecnología desconocida. Se teme lo peor”.

El comandante de las fuerzas aérea, terrestre y naval se reunió con el jefe de Estado, quien no ocultaba su molestia, a solas, en el despacho subterráneo de la Casa de Gobierno. Sin saludarlo, el Presidente le preguntó:

—¿Por qué no fui informado de esta situación, Comandante?

—Lo está siendo ahora, Presidente.

—¡Pero esto ha comenzado hace nueve horas!

—Hemos tomado todas las medidas pertinentes.

—No lo dudo. ¡Pero usted no entiende el punto!

—Al contrario, señor Presidente. Lo entiendo muy bien. Hay situaciones especiales y ésta es una de ellas.

—¿Usted tiene claro que el presidente puede destituir al comandante en jefe sin consultar al Congreso?

—Por supuesto, señor. Pero ése no es el punto.

—¿Entonces cuál es? Estamos hablando de actuaciones militares que afectan gravemente al país sin informar a su superior jerárquico, que soy yo.

—Déjeme decirlo por una vez, pues tenemos poco tiempo. ¿Usted cree realmente que si me destituye, el poder militar más grande del planeta quedará descabezado?

—Usted sabe que no quedaría descabezado. Yo designaría un nuevo comandante de reemplazo, conforme a la ley.

—Muy bien. Déjeme explicarle ahora cómo es la situación real: Ni Vietnam fue invadido por causa de la famosa teoría del dominó comunista, ni Afganistán lo fue por la “guerra contra el terrorismo”. Ni las decisiones partieron de la presidencia. Los jefes de gobierno sólo dieron las autorizaciones formales. En Vietnam hay grandes reservas de cromo, antracita y apatita. En Afganistán no sólo hay amapolas. También hay yacimientos de litio, niobio y cobalto. Las decisiones del Pentágono no son reactivas, pues nuestras proyecciones son a largo plazo. La persona que está frente a usted es sólo el representante de un poder que no se imagina. El verdadero comando de nuestras fuerzas no está a su alcance. De hecho, está fuera de la Tierra. Dicho en otras palabras, señor, usted no tiene el poder para destituirme.

—¡Esto es una insubordinación, y yo no la voy a aceptar! ¡Ordenaré su arresto inmediato!

—¿Qué ganará el país con eso, Presidente? ¿Dejarán de morir sus compatriotas barridos por los trazadores láser? Sea razonable. Le estoy explicando el estatus verdadero, ahora que no hay micrófonos. Escúcheme bien: será usted el primer presidente del país más poderoso de la Tierra que conocerá la verdad. Nosotros no somos de este mundo. Estamos aquí desde hace más de cuatrocientos años, sólo porque esta ubicación es estratégica para que nuestras naves hagan una escala antes de llegar a Alfa Centauri. Pero las cosas cambiaron. Los de Próxima Centauri adivinaron nuestros planes. Su propósito con este ataque es eliminar nuestras bases de operaciones. Los humanos no les interesan. Tampoco a nosotros, aunque ustedes me parecen simpáticos. Por eso se lo estoy advirtiendo. Ellos intentarán destruir nuestras instalaciones, pero de paso pueden arrasar con todas las grandes ciudades del planeta y con la mayor parte, sino toda, de su población. Ustedes no tienen ninguna posibilidad frente al poder de sus armas.

—Esto es una locura absoluta. ¿Por qué me está hablando de esto ahora? Si hubiese algo de verdad en lo que dice, ¿por qué nunca antes recibí una mínima información al respecto?

—Hemos preparado a la población, de alguna manera. Hemos financiado muchas películas y series de televisión para que la gente esté al tanto de que algo así podría ocurrir. Ha sido un largo camino. Desde los tiempos de Giordano Bruno, cuando hablar de habitantes de otros mundos le costaba al incauto la muerte en la hoguera, hasta hoy, cuando la mitad de los personajes de ficción viene de otros planetas, ahora que los niños juegan con monstruitos plásticos extraterrestres. Bueno, ha llegado el momento de que los humanos se enfrenten a la realidad.

—¿Por qué me lo dice ahora entonces? ¿Qué podemos hacer?

—Esconderse. Escapar fuera de las ciudades, al campo, al desierto. Ellos atacarán las grandes estructuras. Como le dije antes, los humanos no les interesan. Usted puede salvar a muchos de sus ciudadanos con planes adecuados de evacuación. No sueñe con un contrataque, eso lo haremos nosotros. La última flota de aviones militares, construidos con su aprobación, tiene capacidad para salir fuera de la Tierra y una autonomía de un millón y medio de kilómetros. Están equipados con cañones láser de alto impacto. Intentaremos combatir más allá de la estratósfera, pero dependemos de los movimientos del enemigo. Ellos están aquí ahora.

El comandante se quedó en silencio. El jefe de Estado se levantó para servirse un té pero, debido a su nerviosismo, volcó el hervidor eléctrico, derramando el agua hirviente. El militar, sin dejar su asiento, estiró ambos brazos más de tres metros, apartando al mandatario antes de ser tocado por el líquido, con un solo movimiento. Su rostro se oscureció durante una fracción de segundo, aparte de lo cual no hubo otro cambio en su fisonomía.

El Presidente abrió desmesuradamente los ojos, pero no dijo nada. Cogió el teléfono y llamó a su esposa. Ella se sorprendió un poco, pues sabía que su esposo estaba en una reunión importante respecto al tema de Fort Worth, que ya estaba en las noticias matutinas. Él le dijo:

—Querida, ¿puedes preparar tres sándwiches para el almuerzo?

—Por supuesto, querido —contestó ella. La Primera Dama sabía lo que esa frase en clave significaba. En una hora debería estar lista, con sus dos hijas, para abordar un vehículo presidencial con destino desconocido. Los equipajes de emergencia estaban preparados, ella los había revisado personalmente la noche anterior. Siempre lo hacía. El mandatario colgó el auricular. Estaba lívido. Se retiró de la sala sin decir una palabra.

El comandante en jefe cogió su teléfono móvil y dijo en voz muy baja, casi un susurro, en un extraño idioma compuesto de sonidos guturales:

—Procedan.

© 2017 Christian Lisboa

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Conversación en la Forja

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