CUENTO: Obertura al Armagedón, por Luis Robles

La tierra se movía levemente cada cierto tiempo, de forma regular, casi temperamental. Asemejaba más un pulso cardíaco que ascendía y descendía, que a un movimiento tectónico.

A medida que la expedición escalaba el olor del azufre se hacía más tenue, y era reemplazado por aromas frutales, duraznos silvestres, fresas, moras, uvas blancas y negras, manzanas y el olor muy particular de la caña de azúcar en el trapiche.

A media montaña podían ver el espejo celeste sobre sus cabezas totalmente claro, cada vez con fragancias frutales más definidas. Al llegar a la orilla del cráter, una mujer ígnea yacía inconsciente en una proverbial cama de granito frío. Sus alas eran un fuego adormecido, y su cuerpo tallado a la perfección. Estaba cubierta por una armadura ligera de cuero tachonado. Una espada descansaba a unos metros de aquella figura de cabellos negros. Detrás suyo una trompeta de oro tallada con una escena de guerra. Un pañuelo rojo muy ornamentado adornaba aquel instrumento, amarrado a una de sus puntas.

La figura dormía, su respiración lenta y pausada hacía estremecer aquel lago de fuego, imposible acercarse, la temperatura en el borde era casi insoportable.

La tierra tembló violentamente y aquella figura se estiró con pereza. Abrió sus ojos de piedra y vio a los hombres en el borde del cráter. Se levantó lentamente, tomó su espada, la envainó en el cinto, tomó la trompeta y la colocó en un gancho en su espalda. El pañuelo rojo ondeaba con la brisa. Abrió las alas en toda su extensión, y en un instante estaba justo al frente de los exploradores, medía más de tres metros de alto, era corpulenta y atlética, su olor a fresas silvestres era dulce y hacía salivar. Desenvainó la gigante espada obsidiana, y les apuntó de forma general. Sin mover los labios todos escucharon su voz hacer eco en sus cabezas.

—¿Quién de ustedes es el líder de esta civilización?

Los científicos se vieron entre ellos, miraron de vuelta al ángel y todos sacudieron la cabeza en negación vigorosamente. Uno de ellos dio un paso adelante y pudo sentir el frío de la hoja afilada muy cerca de su frente.

—Somos tan solo una humilde expedición. Venimos a investigar que sucedía y te encontramos a ti. ¿Quién eres? ¿Qué eres?

—Soy el ángel de la muerte. El jinete del apocalipsis. El principio del fin de los tiempos. La venganza del Señor. El látigo castigador. La luz cegadora. Mi nombre es Mikha’el.

El grupo enmudeció. El ángel no poseía expresión alguna. Su rostro era de piedra. Los miró y sus alas se extendieron generando un brillo incandescente que iluminaba toda la ciudad como un faro. Envainó su espada y tomó a quien se le había dirigido entre sus grandes manos y absorbió todo su conocimiento. Guerra, hambre y pestilencia reinaban en este mundo, la muerte desatada tocaba cada rincón de la creación, especialmente en esta ciudad contaminada por la esencia de Azmodan. Vio también el sitio de reunión de todos los líderes de todas las naciones.

Dejó caer al hombre, convulsionando con graves quemaduras sobre su piel. Abrió sus alas y partió con una explosión a los cielos. Toda la ceniza sobre el cráter volcánico se movió como una onda expansiva a través de los cielos mientras aquel ángel de luz surcaba la atmósfera.

Aterrizó frente al edificio de la ONU, generando una ola de destrucción a su paso. Las calles se abrieron con su peso, los árboles se inmolaron con su calor, todas las aves de la ciudad volaron en diferentes direcciones. Caminó al edificio y todas las banderas que ondeaban en el aire grácilmente se incineraron y el cielo se tornó un rojo cobrizo con nubes negras de ceniza empezando a formarse.

Entró al recinto y, destruyendo las puertas con su sola presencia, flotó gentilmente hasta el podio principal, todas las cámaras le obedecieron, todas se encendieron y apuntaron al centro. Todas las ondas de telecomunicaciones fueron interrumpidas con la visión del ángel flotando con la espada oscura en su mano derecha flotando en el medio del atrio. Su mensaje llegó a cada uno de los habitantes de la Tierra. En su idioma nativo, para que no hubiera error:

—Edén exiliado. Paraíso perdido. Humanidad esclavizada en este ciclo de destrucción. Escuchen mi llamado. El Día del Juicio ha llegado. El Armagedón se acerca. La creación ha sido trastornada de la visión de nuestra Madre Creadora. La trompeta sonará y el Apocalipsis iniciará a purgar a este Edén de la maldad que abunda en sus corazones. Yo soy la muerte. La venganza del Señor. El látigo castigador. La luz cegadora. Escuchen mi llamado.

El ángel detuvo la transmisión y todos los aparatos electrónicos se apagaron al unísono. Toda la humanidad sostuvo la respiración. Y cuando exhaló, el caos se precipitó en la faz de la creación. La tierra ardía. El presidente de la ONU se apersonó en el salón, solo. Temblaba, sudaba frío. Caminaba sobre los escombros de las puertas, bajó los escalones y se detuvo a una distancia que consideraba prudencial del ángel. El ángel miraba hacia el cielo. Bajo la cabeza y asestó sus ojos sin pupilas ni expresión al recién llegado.

El presidente de la ONU sin saber por dónde empezar habló en inglés, la lingua franca del planeta.

—Mi nombre es Isaac Skelburg. Soy el represente de los representantes de todas la naciones, y he venido aquí a negociar. Permítenos por lo menos reunirnos todos, y presentar nuestro caso.

El ángel miró nuevamente al cielo. Se elevó un par de metros en el aire y habló esta vez en el lenguaje celestial de los arcángeles, una lengua que se transmite directamente al corazón y todos la pueden entender:

—Siete días.

Y su piel se apagó y se convirtió en mármol brillante, blanco, pulido. La tierra empezó a temblar rítmica pero levemente, siguiendo el latido de su inexistente corazón.

Durante los siguientes días, los ciento noventa y cinco representantes de todos los países del mundo, se apersonaron en la ciudad. Todos sentían la vibración, y todos estaban dispuestos a hacer lo que fuere necesario, con tal de evitar el Apocalipsis inminente que dormía en el interior del edificio de las Naciones Unidas.

Todos los hombres y mujeres representantes de las naciones subieron las escalinatas, dejaron a todas sus delegaciones atrás y entraron al recinto dominado por el ángel de mármol en el centro. Se sentaron en sus respectivos puestos, y esperaron respirando pausadamente.

Las alas empezaron a encenderse, el color regresó a la piel del ángel, aterrizó en el suelo completamente formada y el podio frente a ella se desintegró en cenizas. Se sentó en el aire sobre la nada, una de sus piernas cruzada, bajo suyo, la otra apenas tocando el suelo con la punta de los dedos.

Todos los dirigentes se miraron, ninguno se atrevía a levantarse y hablar. Ninguno se atrevía a ser la carne de cañón y el primer objeto de sacrificio. La Reina de Inglaterra se levantó de su silla y caminó al estrado. Y, por primera vez desde la guerra, se pronunció. Regia, seria y con una voz fuerte y serena para su edad:

—Henos aquí tus hijos postrados ante ti. Anunciamos tu regreso, aclamamos tu llegada. Damos gracias a nuestro Señor por este día, y rogamos que tengas piedad y misericordia de tus hijos. ¡Oh, Gran Heraldo! ¿Qué hemos de hacer para agradar a nuestro creador y evitar así el fin de nuestro mundo?

El ángel respondió, en el idioma celestial que todos podían entender:

—Está escrito que he de traer el Armagedón. Está escrito que la humanidad se arrepienta de sus acciones. Soy la muerte. Traeré el fin.

Un dirigente, envuelto en ropas pesadas, se levantó de su silla, y se dirigió al ángel airadamente, gritando en su idioma natal:

—¡Nosotros los hombres tenemos el derecho de decidir nuestro futuro! ¡Tenemos libre albedrío! ¡Podemos decidir por nosotros mismos! No necesitamos que una estatua mágica nos venga a decir que podemos o no hacer. ¡Éste es nuestro mundo! ¡Así que te puedes regresar al infierno del que saliste! ¡Lárgate!

El ángel movió su rostro impávido en su dirección, sus alas se encendieron nuevamente y el líder se convirtió en cenizas, arrastradas por la brisa del mar que se colaba por las puertas desvencijadas.

Regresó a mirar a la Reina y sus alas volvieron a apagarse. La Reina continuó:

—Debe haber algo que podamos hacer. Algo que podamos ofrecerte. Estamos dispuestos a sacrificarlo todo con tal de que se nos ofrezca la oportunidad de recibir la misericordia de Dios. Hemos actuado mal de palabra, pensamiento y obra. Pero tenemos que tener la oportunidad de arrepentirnos. ¡Oh, gran Ángel del Apocalipsis! ¡Brilla para nosotros tu luz y guíanos a la vida eterna!

Una voz se escuchó entre la multitud, en un inglés pausado y fuertemente acentuado:

—¡Perra anglicana! ¡Gracias a tus malditos ancestros estamos aquí!

El espíritu de Babel descendió sobre el recinto, convirtiéndolo en un tumulto. Todos los líderes gritaban y se insultaban, se culpaban los unos a los otros. Todas las lenguas del mundo reunidas en un solo lugar, en una cacofonía sin igual. La reina se volteó, vio a todos los líderes y cayó de rodillas, apoyó sus manos contra el suelo y empezó a llorar.

Mikha’el se sostuvo con ambos pies sobre el suelo, tomó su trompeta adornada, la llevó a sus labios y con una expresión de ira, sopló. El aire se llenó del sonido de aquel instrumento, llenó cada rincón, el polvo acumulado en las estructuras que adornaban el techo cayó como una lluvia fina, la tierra vibró levemente, y la nota sostenida hizo eco hasta callar a todos los líderes. Se dirigió ellos, esta vez su rostro moviendo cada músculo:

—Se les dio el Edén. Se les dio la redención. Se les otorgó un instante de arrepentimiento. Y aún así insisten en ahondar el odio, la guerra y el caos. Su pueblo está más allá de la salvación. Es hora de reclamar las almas y reiniciar el ciclo nuevamente. Es hora de iniciar el Armagedón. Es hora de iniciar el Apocalipsis. Venga a nosotros, tu reino.

Tomó la trompeta nuevamente en sus labios y sopló. Esta vez la nota era mucho más grave, intensa, alta y prolongada, el sonido asemejaba los cuernos de guerra barbáricos, miles de ellos al unísono. La tierra se estremeció violentamente. El cielo se abrió y fuego llovió sobre sus cabezas. Aquella orquesta de la destrucción envolvió con su música todos los confines de la creación, la sinfonía del fin del mundo.

Era la obertura al Armagedón.

© 2017 Luis Robles

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Conversación en la Forja

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