Saktar, Capitán del Septuagésimo Regimiento de las fuerzas conquistadoras de los rakshasa, el primero en asaltar Uras, azote de los annuna y los asura, estaba asustado hasta los huesos. Frente a él se hallaba el cadáver de un musgir, el arma biológica por excelencia de las nobles familias de la Entropía. Una criatura gigantesca que sembraba el temor en el campo de batalla, cuya sola mención hacía que los soldados rasos a través de toda la galaxia perdieran el control de sus esfínteres. Su nombre no era mentado a la ligera, y solía usarse para asustar a los esclavos levantiscos; pero a pesar de ello yacía allí, destripada y sangrando.
Saktar se forzó a levantar la mirada, mientras por su mente rondaba una sola pregunta: ¿Qué clase de bestia puede matar a un musgir tan rápido? La respuesta le llegó a través de una voz metálica.
—¿Qué sigue ahora, Darney el Dinosaurio? ¿Juegas con nosotros o te apartas del camino? —La voz provenía de un chimpancé, vestido a usanza de los antiguos ugubi, que portaba un rifle más grande que él.
—No seas grosero, Toby —replicó una voz grave y natural. Saktar se dirigió a ella, el visor de su armadura lo identificó como un ugubi, la forma despectiva para referirse a los humanos, los nativos de Uras.
—¿Cómo es posible? ¿La guerra con los annuna devolvió a los ugubi a la edad de piedra?
—Los ugubi y las cucarachas tenemos algo en común, siempre nos las arreglamos para sobrevivir —respondió el hombre con una sonrisa y luego hizo una reverencia—. Mi nombres es Mayor Roberto Martins, de la Real Fuerza Aérea de su Majestad el Rey William de Inglaterra, y Capitán comisionado de las Fuerzas Conjuntas de la Unión Europea.
—¡Hablaste en emesá!
—Sí, me desenvuelvo con soltura. También hablo fluidamente en castellano, portugués y yoruba; este último me lo enseñó mi abuela, por eso de mantener las raíces. —Realizó un movimiento de muñeca, y rápidamente surgió un escudo redondo con la bandera de Gran Bretaña.
—Deja la cháchara, Roberto —replicó Toby—. ¿El lagarto se quitará o peleará? —La pregunta del chimpancé fue acompaña por un rugido tras ellos.
—Mi buen Toby, no hace falta ser grosero y despectivo —soltó Roberto. Luego volteó el rostro hacia el gigantesco oso pardo a sus espaldas—: Camarada Boris, no imites las malas costumbres de este primate.
—Que te den por las cuatro letras, Roberto.
Saktar aprovechó la disputa entre aquel grupo variopinto para pasar revista a las fuerzas de aquella base. Lo que le enseñó su asistente personal heló aun más su sangre. El perímetro de la base había sido desmontado con eficacia, sin destruir las cámaras, sensores y drones. La mayoría de los soldados del regimiento yacían muertos y esparcidos por los patios y alrededores, las pocas fuerzas que quedaban estaban asustadas o resolviendo problemas estructurales de la base. Y por último, los oficiales se encontraban defendiendo puntos claves de la instalación de acuerdo a los protocolos.
—¿Cómo pudieron? —Levantó la vista y los escaneó con su asistente. El hombre llamado Roberto parecía normal, salvo por el armamento que portaba, que no coincidía con el estado de la tecnología ugubi antes de la guerra con los annuna. El chimpancé, que vestía como un soldado, también poseía un armamento superior y una especie de collar que traducía los gestos que hacía con los labios; el brillo en sus ojos y el manejo de las herramientas indicaban que era un animal elevado a través de la bioingeniería. Miró al oso y el sensor le indicó que la criatura tenía implantes cibernéticos, y por los gruñidos y rugidos demostraba entender la conversación de los primates, así que el plantígrado estaba mejorado. De nuevo se preguntó cómo era posible todo eso. Luego reparó en dos figuras que se habían mantenido al margen. Los datos que le transmitió su sensor casi lo matan de un infarto.
Al lado de aquel trío se encontraban tres cánidos de gran tamaño. En la frente de cada uno había una especie de joya brillante, y de ellas surgían unos arcos de energías sutiles que se movían con gran velocidad, lo que indicaba que estaban conversando mentalmente. ¿Cómo era posible que un ser inferior fuera capaz de tal proeza? Junto a los mastines se hallaba una hembra humana de cabello escarlata, vestida con una tosca túnica y botas de piel, pero tenía en sus antebrazos unos ordenadores personales tan buenos como los suyos.
—Entre cielo y tierra hay muchos misterios que tu ciencia, con todas sus artimañas, no puede descifrar —dijo una voz sumamente educada en su mente, y supo que provenía de los canes, porque éstos movían sus rabos con frenesí.
Como movidos por una cuerda, todos los miembros de aquel grupo de desarrapados fijaron su atención en el rakshasa.
—Veo que descubrió por su cuenta al resto del grupo. —Roberto le sonrió—. Ella es Dédalo; sí, es un nombre extraño para una chica tan atractiva. Y ellos son…
—Sir Edward Pennyton de Collinwood, a sus servicios —resonó la educada voz de los perros, que hablaban como uno solo.
—¿Cómo es posible?
—Yo me hice la misma pregunta. Un día estás realizando un ataque conjunto con los rusos y americanos sobre los cielos de Siria, bombardeando a los muyahidines y derribando las aviones que le robaron al ejército iraquí, y al siguiente despiertas en un gigantesco tanque de agua. Descubres que estás a cientos de años de tu tiempo y casa. Luego, un científico salido de una mala película B te pone al mando de un grupo de “soldados de élite” y te dice: Ustedes son la Última Defensa del planeta Tierra.
Saktar retrocedió un poco, mientras hacía todos los esfuerzos para salir del shock. Cuando fue comisionado a tierra firme, le comunicaron varios rumores. Cuentos sobre armas y horrores que los desesperados ugubis habían desatado sobre los annuna, quimeras que descartó. Nada que los ugubis diseñaran podrá con las fuerzas rakshasa, dijo en aquel entonces. Nosotros eliminamos sistemáticamente a los annuna, que eran nuestra creación. Y azotamos con fuerza a los asura, que son nuestros creadores. ¡Somos dioses! ¡Qué inocente había sido!
—Sí, mi apreciado señor —resonó la voz en su mente—, somos el último as bajo la manga de la humanidad. Y le solicito encarecidamente que se haga a un lado y nos deje acceder al núcleo de su ordenador. No hace falta derramar más sangre.
—Habla por ti, pulgoso. Yo sí quiero hacer sangrar al lagarto —le atajó Toby—. Te quiero yo, y tú a mí, somos una familia feliz… Ven, bobozilla, dame un abrazo.
—Después de esta misión, usted y yo tendremos una larga conversación, señor mío.
—Como gustéis, Sir.
—Amigos, amigos; el señor Don Reptil pensará que somos un hatajo de salvajes.
—Por la expresión de asco y asombro, deduzco que lo piensa desde hace un buen rato —habló por fin la mujer—. Roberto, de verdad, necesito llegar a ese núcleo. El Caballero Negro se está acercando al punto de convergencia.
—Cierto, el satélite. —La actitud obsequiosa del Mayor cambió. De repente un brillo de malignidad, de primitivismo e ira irradió desde sus ojos—. Sir Edward y Toby, ustedes acompañen a Dédalo; usen fuerza letal para abrirse camino.
—Ya escuchaste, solo-vino.
—El camarada Boris y yo nos haremos cargo de nuestro anfitrión.
—Su armadura está potenciada por sus dones psíquicos —le advirtió Dédalo.
—No esperaba menos de un noble rakshasa.
Saktar dio un paso atrás y extrajo de su cinturón el mango de una espada. Bastó una palabra suya y surgió de éste una brillante hoja dorada, manifestación ectoplásmica de sus capacidades psíquicas, tan dura como su voluntad. Boris gruñó con fuerza.
—Sí, camarada. No es mi primer rodeo, el tuyo tampoco. ¡En guardia!
A una palabra suya, los miembros de aquel variopinto grupo se separaron y pusieron en marcha. Unos a la derecha, el gigantesco oso a la izquierda y Roberto, con la Unión Jack en el escudo, fue directamente al frente. Algo le dijo a Saktar que estaba perdido.
El Caballero Negro, un objeto flotante que se encontraba en la atmósfera intermedia de la Tierra. Aquél que durante la era de esplendor de los hombres y la Internet había sido blanco de incontables especulaciones por parte de los conspiranoicos. Un extraño y paradójico constructo que se había posicionado sobre la base de Saktar en alguna parte de la región del Cáucaso. Desde el techo del edificio surgió una extraña antena de cristal que brillaba de forma intermitente. Roberto imaginaba un rayo de energía que salía disparado desde allí hasta el satélite, y de éste al resto de los Caballeros en la atmósfera. ¿Qué información transmitiría?, se preguntó, y la respuesta brotó con premura desde el fondo de su mente, tal como Dédalo se lo había explicado una y otra vez después de sus cálidos encuentros nocturnos.
—El Caballero Negro emitirá una señal de alta frecuencia, que estimulará algunas partes de los cerebros de la mayoría de los mamíferos. Este estímulo, a su vez, activaría ciertas partes del ADN de los animales, obligándolos a mutar. En poco tiempo, la mayoría de los mamíferos del planeta serán prolíficos, y muchos de ellos en pocas generaciones desarrollarán las capacidades cognoscitivas que hicieron del homínido el Señor de la Tierra.
—¿Un mundo lleno de Edwards y Tobys?
—En efecto.
—Siento escalofríos en las falangetas con solo pensarlo.
—Yo también, pero será problema de los lagartos.
—¿Qué será de los hombres?
—Nuestro turno al bate pasó, lo echamos a perder. Es hora de pasar el testigo a otros.
—Esto es como activar el sistema inmunológico del planeta.
—Yo no lo habría dicho mejor. Descansa.
—Te amo.
—Yo más.
Saktar, Capitán del de Septuagésimo regimiento de las fuerzas conquistadoras de los rakshasa, el primero en asaltar Uras, azote de los annuna y los asura, estaba muriendo. Mientras la vida abandonaba su maltrecho cuerpo, el hálito de vida se escapaba por sus ollares y la luz menguaba en sus ojos, el temible guerrero reptiliano hizo acopio de voluntad. Concentró toda su energía mental en un pensamiento. Hiló las ideas en frases, formó las imágenes y los sonidos, lo más detallados posibles. Lo unió todo en un solo bloque y lo concentró en un punto de su mente… Luego, haciendo acopio de las fuerzas que le quedaban, lo disparó al éter.
—Escuchad, hermanos míos, yo, Saktar, Capitán del de Septuagésimo regimiento de las fuerzas conquistadoras de los rakshasa, el primero en asaltar Uras, azote de los annuna y los asura, os advierto, movido por el deber para con mi sangre, que los ugubi nos han jugado una mala pasada, amparados en nuestro orgullo. Han liberado un nuevo horror, uno como nunca se ha visto, uno que sería la delicia de los kadistu, constructores de vida, una última defensa… Le han enseñado a Uras a defenderse a sí misma. Uras ya no es segura.
© 2017 Guillermo J. Moreno R.
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Conversación en la Forja
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