CUENTO: 3V, por José Montero Muñoz

Él es una máquina de matar, el mejor. Entrenado para destruir razas inferiores.



Para Juss


¿Quién era yo? ¿Qué estaba haciendo? ¿A dónde me dirigía? Grandes preguntas y una sola respuesta: era una máquina de matar. Eso es lo que era, y lo que sería hasta que alguna bala me reventase la cabeza y me parase en seco los latidos del corazón. Cruel, sí, pero hay individuos como yo creados para matar, y otros que sólo están en este mundo para ser asesinados por tipos como yo. Los humanos sólo se dividen en buenos y malos, salvo eso no hay nada más; los que dicen que existen los grises, nunca sintieron el calor del acero en sus tripas, el olor del miedo o la felicidad de tu primera presa abatida. Así era yo, un asesino entrenado para ejecutar sin piedad y sin cuestionarse nada. Los engranajes de la máquina militar me habían forjado hasta la perfección; mis nervios eran de hielo azul, y mis pensamientos sólo se centraban en las cien formas posibles de matar a un hombre.

Me dejaron cerca del objetivo. Un cazador solitario como yo actuaba sin apoyo, pero para esta misión nos habíamos reunido una camarilla de lobos esteparios sedientos de sangre. Aquellos hombres eran duros, al menos en apariencia; pero sabía mejor que ninguno se podía comparar conmigo. Nadie podía superarme, y se lo demostraría al alto mando.

No necesitaba ayuda para realizar un trabajo tan sencillo. Dar caza había sido mi credo desde hacía demasiado tiempo y no podía estarme quieto en ningún lugar. Mis músculos gritaban, deseaban acción. Nada de familia, nada de parejas estables; eso no existía para mí. Sólo el dolor, el sufrimiento y la muerte me llevaban al éxtasis más salvaje.

Al descubrir en las cuevas del valle a aquellos semihumanos lo tuve claro: debía exterminarlos. No habían hecho nada contra la Confederación, pero mi odio a las razas inferiores era mayor que cualquier otra cosa que pudiese recordar. Era un sentimiento enraizado en mi cerebro de combatiente, o tal vez tenía una sed de sangre que jamás encontraría su fin, aunque llevase más de mil muertes sobre mis espaldas. “No —me dije—, mi sed de sangre nunca se saciará, nunca.”

Cuando me alisté en los cuerpos especiales de operaciones después de salir de la universidad, me prometieron, en la mesa de reclutamiento, sangre y acción; dos palabras que para mí, en ese momento en el que mi organismo era un saco entumecido por tantos años de sedentarismo, significaban dolor y placer. Y tuve de ambos a manos llenas.

Llevaba dos semanas sin matar a nadie y aquellos desechos me permitirían sentir ese calor dulzón en mis manos. Mis músculos se tensaron y, como si ya supiesen lo que tenían que hacer, comenzaron a prepararse para la masacre sin que mi cerebro se los ordenase. Eran como soldados entrenados en la tortura y la humillación, y sólo eran felices cuando rompían huesos y pisaban cabezas.

Bajé el terraplén que me separaba de las cuevas y de sus infelices habitantes, silencioso como la brisa nocturna. Era una sombra de muerte, me habían entrenado para ser el mejor en mi oficio. Mi religión: matar, matar, matar.

Al primero de ellos lo silencié con un rápido movimiento de muñeca. El cuchillo produjo un leve destello en la noche. Todo había acabado para él. Arrastré el cuerpo hasta unas sombras porque no quería perder el factor sorpresa. Fui a por otro incauto; la sangre me llamaba y yo me había convertido en el dios de la Guerra.

Todo iba bien hasta que sentí una punzada a la altura de la nuca que me nubló la vista. Me habían sorprendido; grité, aunque no debía: “¡Sanitaaariiiooo!”, pero mi voz se perdió en la noche… así como el resto de mis compañeros.


El teniente médico entró en la tienda de campaña donde se acumulaban los cuerpos de los hombres, de los sintéticos o, como él decía, los pellejudos. Una mirada rápida.

—¿Qué le sucede a este pellejudo? —le preguntó el médico al jefe de equipo.

—Creemos que le ha entrado un virus en la memoria de recuerdos almacenados. ¿Lo ve?, aquí en la pantalla. Los gráficos de sus ondas cerebrales así lo muestran. Sus biomecanismos han construido una realidad compleja en la que él es el comandante de un escuadrón de la muerte —le respondió, sin apartar la mirada de la brasa de su puro.

—Bien, pues repárelo o deshabilítelo para el servicio —comentó con voz preocupada—. No podemos tener este tipo de elementos suelto por las instalaciones.

—Sí, señor. Enseguida intentaremos repararlo. Y si no, lo formatearemos, borrando en el proceso su memoria virtual.

—Hagan lo que tengan que hacer, no quiero problemas. ¿Entendido?

—Sí.

—¡Noooooo! ¡Soy humano! —grité, aunque las palabras nunca llegaron a salir de mi boca. Me habían callado para siempre, y lo vivido sólo había sido un viaje a los infiernos.

© 2007 José Montero Muñoz
© 2007 Ricardo Rojas C. (ilustración)

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Conversación en la Forja

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