CUENTO: Vici, vidi, veni, por Zoraida Martínez

Madre Coenig, embarazada, descansando sobre cojines, rodeada de sus hijas y acariciando con el pie la calavera de su antecesora, recuerda los episodios que la llevaron a "ver, venir y vencer" tal como lo había planeado.



El dulce licor le aviva la memoria con su sabor, con su fragancia, mientras Madre Coenig descansa sobre cómodos cojines y es atendida por al menos seis de sus hijas predilectas. Madre Morton, una de sus hijas-gestantes menores mezcla sus bebidas alucinógenas, mientras Madre Coenig echa unas caladas a su fino favorito; está disfrutando de lo devotas que le son sus hijas y acaricia su vientre, otra vez abultado con una nueva vida que late con intensidad. Ésta es una prueba más de que las artes de seductora y estratega no se pierden con los años y, por ahora, reafirma su mando. Sabe muy bien que toda esa devoción se vendría abajo tan rápido como cometiese una estupidez o se tardase en gestar una nueva hermana, pues nadie puede fiarse de una idiota o de una que se ha secado. Su cadera amplia y sus fuertes muslos de corredora descansan sobre almohadones; bajo su pie izquierdo, los regordetes dedos acarician una calavera: el cráneo que tiene una reparación ritual, allí donde el peso del hacha lo ha hendido, al momento en que su anterior propietaria ejecutaba la última finta equivocada de su vida.

Aju Akzá, eran la casta y nombre de aquélla, y, como toda Aju, su danza de batalla era perfecta (por supuesto, hasta que Madre Coenig la avistó). Estaba dándole problemas a Hermana Trisle, que ya venía de poner en su sitio (la mitad de su lanza) a una Aju menos hábil. Al menos, ésta había tenido la decencia de sólo emitir un débil quejido, mientras el resto de las mujeres continuaba la refriega con el mayor sigilo que podían; eso era lo que dictaban las reglas de batalla por la Heredad, pues los hombres No-Aju solían desconcentrarse un poco de sus tareas de hombre cuando había ruido y tensión cerca. Afortunadamente, las locales irrumpieron silenciosamente en la mansión (estúpido sentido del honor, muy provechoso cuando lo tiene el enemigo) mientras Madre Coenig continuaba con su tarea principal, tras las cortinas de seda roja que ocultaban la habitación y el lecho del joven Arocke. Sus hijas y algunas hermanas se encargaban de detener (momentánea o permanentemente) a las entrometidas. Los uniformes dorados de las Aju lanzaban destellos en la semi-oscuridad, en contraste con las pieles oscuras de sus contrincantes pero, para el muchacho cuya mente daba vueltas envuelta en un aroma de sortilegio, sólo eran un juego de luces y sombras de la brisa y el cortinaje ajenos a su momento de intenso placer.

Habían entrado a la habitación más lujosa de la apartada mansión; en aquel momento el joven Arocke no lograba darse cuenta de que a su diestra no iba una jovencita como él lo esperaba, sino una mujer que podría en realidad (aunque físicamente no lo pareciera) ser su abuela. La ponzoña en los labios de la otra mujer, la que apretaba a su siniestra, le hacía hervir la sangre además de embotarle los sentidos. Estaba perdido en un limbo de caricias, labios, susurros y promesas del cual no deseaba zafarse. Se trataba de un chico bastante hedonista, presto a la vida fácil y malcriado por su padre, el Conde. Tardaría bastantes años en darse verdadera cuenta de lo que en esa noche estaban por robarle a él y a su estirpe.

Al dirigirse a la mansión, los juerguistas iban bien apretados a una o dos muchachas licenciosas, entonando vulgares canciones entre risas y bebidas; ninguna era especialmente hermosa, pero la promesa de sus movimientos las tornaban divinas. Los esclavos llevaban las antorchas para iluminar, aunque pobremente, la lóbrega vía de los Sicarios; sin embargo, todos se sentían seguros, ya que nadie se atrevería a asaltar a pariente alguno del Conde. Su guardia era temida y el muchacho que protagonizaba la juerga, aunque obviamente ebrio, también era buen espadachín.

La “Mansión de Verano” del hijo único del Conde se encontraba al final de la vía. Esta noche estaba acunada por la luna en creciente, envuelta por las innumerables voces de los animales de la selva que contenía a la ciudad. La vía era una extensión de empedrado solitario, en una zona de mala fama de la ciudad donde la luz escaseaba, y en las tinieblas se consentían una variopinta cantidad de pequeños crímenes, actos licenciosos y vergonzosas bajezas. Era el escenario ideal para que Las Ladronas se deslizaran entre las sombras y aprovecharan las idas y venidas de los juerguistas para unirse al grupo. Cegados por la incandescencia de las antorchas, embutidos en sombras y poseídos por el deleite del vino, los hombres no se dieron cuenta del cambio de algunas mujeres, cosa que poco importaba, pues para ellos el resultado iba a ser el mismo.

Pese a los riesgos, esa noche tenían que poner en práctica su plan. ¡Menudo lío! ¿Quien iba a suponer que las locales se pudieran molestar tanto porque un par de madrecitas de La Xair, (conocidas vulgarmente como Las Ladronas), se metieran en su ciudad (una verdadera ciudad Aju) a ver de qué estaban hechos los hombres de alto linaje del norte? Por supuesto, sin pedir permiso y haciéndose las sordas, aún después de cuatro mensajeras portando amenazas. ¡Quién sabe! Tal vez las había mosqueado un poco encontrar el torso claveteado de la última mensajera a mitad de un camino solitario. ¡Uff! Cosas típicas de perdedoras.


Akzá estaba hecha una furia; perseguía a Tía por todo el salón, exponiéndole sus razones e invocando cada dos por tres las enseñanzas de las Madres Fundadoras, como si la vieja estéril no las conociera. Era extremadamente humillante el desdén que le mostraba Tía, sobre todo estando presentes los hombres; casi podía imaginar (pues no se atrevía a volverse para comprobarlo) la sonrisa insolente de sus sobrinos, sobre todo la de Pyattan, que no había quien lo aguantara después de que alguna estúpida había aceptado engendrarle un descendiente.

—¡Tía, no puedo creer que permitas que Las Ladronas entren en territorio de Gea, olisqueen nuestra heredad, le metan mano si les da gusto y que luego se marchen!

—Querida sobrina, no puedes controlar una Heredad entera, sobre todo si no se ha hecho devota en su totalidad a ti —soltó la vieja con tono paciente—. El Matriarcado de Gea no gobierna políticamente esta ciudad, quien gobierna es el Conde, y recuerda que sólo somos meras consejeras de un sistema patriarcal, así que no puedes disponer tan libremente de los hombres como siempre piensas.

El sonido fue emitido con rapidez y fue casi inaudible; entonces Akzá no pudo evitar darse la vuelta, y lo hizo de golpe. A uno de los hombres se le había escapado una risita. Pero sólo pudo ver a unos tíos y sobrinos concentrados en sus fichas de juego. ¡Maldito Pyattan! ¡Seguro había sido él! La Aju apretó los dientes y se tragó su furia; tal vez un puñado de abortivo en la cena de su adorada le sacaría esa sonrisa de la cara a aquella pequeña ratita rubia que en mala hora había engendrado su hermana.

El aire pesado del mediodía obligaba a Tía a usar un abanico para refrescarse, el cual servía también para hacerle entender a su sobrina con cada gesto lo mucho que le estorbaba en ese momento. La anciana estaba sólo de humor para una ligera tarde viendo a los hombres apostar, fanfarronear y hacer todas esas tonterías que tanto les encantaba mientras competían por hacerle los mejores piropos. Ya habían pasado los días en que algunos se retaban incluso por conseguir sus favores, pero aún era una delicia escucharlos decir mentiritas halagüeñas con tal de conseguir un mejor cojín o una buena pinta de ron extra.

—No quiero escaramuzas entre esa gentuza y tus Aju —le advirtió con cierto enojo—. Si llegases a perder algunas, se envalentonarían, vendrían más y en poco tiempo estaríamos sitiadas. Es la razón por la que los otros matriarcados las toleran; nosotras no seremos menos listas. ¿O sí?

La Aju salió del salón de varones hecha una furia. Ya le estaba pareciendo hora de que el mando dejara de ser detentado por una estéril. Ése debía ser un trabajo sólo para madres, pero Gea había permitido que incluso algunos hombres dirigieran sus destinos y eso, a su parecer, las había debilitado. Con ella al mando se acabarían los hombres con derecho a hacerse sanadores y ninguno de ellos volvería a enterarse de si había engendrado o no descendencia.

Llamó a un par de primas a las que les iban muy bien sus ideas de perfeccionamiento y, pasando sobre la autoridad de Tía, envió una mensajera con amenazas para Las Ladronas.

Se había enterado de la llegada de esas sucias alimañas tan pronto se acercaron a la ciudad, pretendiendo que sólo pasaban a comprar víveres y a coquetear un poco para “ejercitar los músculos”. La sola presencia en su territorio de aquella irritante manada la ofendía. Así que esperó pacientemente a que Tía la llamara. Ya se figuraba ella que le solicitaría que formase una brigada destinada a echar a aquellas sucias Ladronas de la ciudad; pero su espera fue en vano. La mañana transcurrió sin mayor novedad en el Palacio-Templo de Gea. Al mediodía Akzá comprendió que algo no funcionaba bien en Gea y, aún resistiéndose a creer que las palabras de las Madres Fundadoras tenían como destino oídos sordos, se apartó del corral donde ya comenzaban a separar a los varones adolescentes de sus hermanas. No esperaría a que Tía saliese de su refugio en el salón de varones y le plantearía sus inquietudes cara a cara.

Las Aju que patrullaban el mercado habían comenzado a darse cuenta de una presencia indeseable en la ciudad: la cantidad usual de robos se había incrementado y se sentía una cierta inquietud entre las mujeres comunes, las que estaban regidas por el patriarcado. Como ganado que eran, les miraban a veces con cierto nerviosismo, tal vez queriendo expresarse con aquella media inteligencia embrutecida hacía tiempo por las palizas de sus hombres. Un perfume desagradable que les hablaba de lugares y promesas exóticas se asomaba en alguna esquina para luego desaparecer como si hubiese sido cosa de la imaginación. Sólo que las Aju tenían un fino olfato; no en vano los varones evadidos se sabían perdidos aún después de cruzar un río o una cascada.


Estaban escondidas en los barrios de peor calaña de la ciudad, viviendo en edificaciones abandonadas hasta por las ratas; aunque, en grupos de cuatro o cinco, recorrían la ciudad haciéndose notar de vez en cuando. No les importaba hablar de tú a tú con las mujeres domesticadas, las que tenían por dueño un marido. Tampoco les importaba hacer uno que otro comentario malicioso sobre el matriarcado local, a fin de sembrar la duda entre las domesticadas. Los hombres, decentes o indecentes, parecían no estar a salvo (la mayoría no quería estarlo) cuando uno de los grupos de Ladronas le rodeaba.

“Una nueva ciudad es una nueva oportunidad”, se decía Madre Coenig mientras apartaba con su machete la maleza que la rodeaba. Después de una larga marcha de varias semanas por la selva de Azjin, ella y sus descendientes contemplaron su meta en aquel amanecer de color esmeralda. A lo lejos, entre los enroscados brazos de la selva, las primeras luces revelaban un valle dorado, que resguardaba aquella ciudad tutorada por el Matriarcado de Gea. Estas La Xair habían prosperado en el sur, emparentándose con el poder político de algunas de sus ciudades y, una vez bien instaladas, querían echarle mano a los territorios del norte.

El plan era bastante claro y directo, pero con las suficientes vueltas, triquiñuelas y argucias para el gusto de una La Xair: aprovecharse del obvio estado de inercia de los Matriarcados norteños y monopolizar la descendencia de los principales dirigentes de las distintas ciudades, donde imperaba el sistema patriarcal en cohabitación con un moderado sistema matriarcal disfrazado de “consejeras”.

Madre Coenig y las suyas estaban preparadas. Con un año de reposo ya era hora de “recibir” a una nueva generación. Todo el grupo comprendió las intenciones de su Matriarca y Guía cuando ella y sus favoritas dejaron de llevar en brazos a sus últimas hijas y las entregaron al cuidado de las esclavas estériles, como si las infantas fueran varones. El plan debía ser llevado a cabo con mucho cuidado y astucia, como si se tratara de una caprichosa y momentánea invasión; que aquellas arrogantes norteñas siguieran pensando que ellas sólo eran unas nómadas sin futuro.


“Vici, vidi, veni —César Julio Cayo”
—Lecturas de Madre Cladoesia a través del Espejo de los No Nacidos.



© 2007 Zoraida Martínez
© 2007 Marina Dal Molin (primera ilustración)
© 2007 Jorge Vilá (segunda ilustración)

Esta obra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Conversación en la Forja

No hay comentarios.

Publicar un comentario