Cuenta la leyenda que una noche olvidada de casi fines de diciembre se armó un lindo tole tole...
La cosa fue que el gordo estaba con el traje planchado y listo probando todo un rato antes de salir, no fuera cosa que algo fallara, y fue ahí que se dio cuenta.
Como siempre, a último momento, el coso preferido no andaba ni para adelante ni para atrás y empezó a los gritos, hasta que vio al petizo.
—¡Che, vos! ¡Sí, vos! Dale, no te hagas el tonto y vení para acá.
El petizo no puso muy buena cara. No se avivó a tiempo para rajar; a esa altura del año estaba bastante hinchado y distraído.
Vos vieras, intentó poner cara de está todo bien, y con voz medio de olfa le dijo:
—Sí, patrón, acá estoy. ¿Qué necesita?
—Dejate de pavadas, que no te voy a bancar te me hagas el oreja, andá y buscalo al oso que lo necesito, este coso no anda ni pa'delante ni pa'trás. Y decile que traiga las herramientas, que yo ya lo testeé y no canta nada que ande mal.
—Pero el oso está lejos, está del otro lado del po...
—¡Andá a buscarlo! Queda poco tiempo y si no lo traés ya te voy a dar un puntinazo que otra que Maradona de media cancha, no me jodas.
Y bueh, que el petizo fue.
Por suerte, el oso no estaba lejos. Vaya uno a saber por qué, le gustaba mucho ponerse a jugar con los controles de aurora, en especial la austral.
A lo mejor por el pingüino perdido que le contó que las focas y orcas se distraían, con lo que podían escapar antes de que se los morfaran.
—Che, oso, el gordo te llama —dijo el petizo, y agregó—: Está medio cabrero y dice que vayas rápido con las herramientas que uno de los cosos no funciona.
—¿Qué le pasa? No me digas que le metió mano a algo y lo arruinó —le contestó el oso con cara mufada.
—Y yo qué sé, de esas cosas no entiendo, estaba con uno de esos cosos dele que dele putear y me mandó a buscarte.
—¿No sabés con cuál? Así por lo menos me voy haciendo una idea de qué cagada se puede haber mandado.
—El coso chiquito de los cuernos, ¿vistes? Ése que va adelante de todo, el que mueve la cabecita como si fuera medio tonto y tiene cara de gil contento —contestó el petizo mientras intentaba imitarlo.
El oso entró a reírse a carcajadas, la cara de tonto haciéndose el tonto del petizo verde era demasiado graciosa.
—¡Ahh, ya sé cuál! Ya le dije que no encontré unos repuestos... Bueh, está bien, andá y decile que ya voy.
El asunto es que el petizo fue y le avisó al gordo que el oso ya venía, que estaba juntando las herramientas y que le había dicho que había apagado esa porquería porque le faltaba algo.
—¿Qué le falta? —le preguntó.
—Qué sé yo, no me dijo, y vos sabés que yo no tengo ni idea.
—¡Ufa! —dijo el gordo—. Yo no sé para qué te mandé. Andate a tomar algo caliente.
Estaba saliendo cuando cayó el oso, así que se quedó cerca a parar la oreja, que el petizo era un metido.
Y ahí el dogor no se aguantó y empezó, que ni para respirar paraba:
—Oso maldito, ¿cómo carajo que falta algo? ¿Qué falta, por qué no me avisaste? Vos sabés que no puedo salir sin él.
Entonces el oso vio al coso todo desarmado, piezas por acá, resistencias por allá, que la placa de control de vuelo partida en dos, la unidad antigravedad tirada por cualquier lado y se calentó. Bueno, el oso, como es un oso blanco, siguió del mismo color, pero vieras como le temblaban las zarpas de la bronca y se mandó un rugido de aquellos, que a más de uno le arrugaba las patas.
Como eran pocas las veces que el oso se calentaba así, y no era un bicho de pocas pulgas, al contrario, bastante buenote era el oso, el gordo la cortó, bajó un cambio y trató de arreglarla. Al fin y al cabo, te darás cuenta, los dos eran amigos de siempre.
Se conocían muy bien (todavía se acordaban del bolonqui con los lobos en Alaska; el gordo mostraba los tres puntos de atrás de la oreja con orgullo).
—'Tá bien, perdoname, flaco, me pasé de rosca, vos sabés como es esto, que con tanto laburo...
Como ya te dije, el oso es un buen tipo, así que se calmó enseguida, las veces que se sacaba después le agarraba vergüenza así que se puso a laburar.
Resulta que revisa todo, entra a montar las piezas y probar las partes. Por suerte los sistemas principales funcaban todos, pero cuando estaba todo montado, nada. Que cable de acá pa'allá, que puenteaba circuitos, cambiar el núcleo de energía.
Y nada.
Pero el oso era paciente, así que entró a seguir a mano circuito por circuito. Cuando cantó el reloj cucú las 11 y media, levantó un cachito la vista, hizo una mueca y siguió laburando como si nada, pero se notaba que estaba ansioso.
Al rato, se paró, miró para arriba con cara de nada y se quedó bien quieto. El gordo, que sabía, ni mu dijo, chito chito esperando.
El oso salió corriendo, se colgó del árbol y cortó los cables de una lamparita. Dio la puta casualidad que justo era roja.
Volvió, hizo una serie de injertos, y la metió bien firme en el naso del coso.
Miró para los costados con ansiedad, se mordió los labios, y como si tomara coraje, lo prendió.
Un ruidito como de falso contacto, un poquito de humito, un temblor en el coso, y ¡paf! entró a funcionar.
Probaron de nuevo todo.
Funcionaba.
El gordo y el oso se dieron un abrazo de aquellos.
Y sonó el cucú. Hora de salir a laburar.
El gordo se subió al trineo, ensayó su risa: ¡Jo, Jo, Jo! y arrancó.
El petizo, cuando vio salir el trineo con el coso adelante con la lamparita roja en la nariz se animó y le gritó al gordo: “Che, loco, se parece a tu primo Rodolfo, el borracho”.
Y así, surgió Rodolfo, el reno de la nariz roja.
© 2006 Rolcon
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¡Buenísimo!
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