CUENTO: La adoración de los reiis, por Jaime Hernández de la Mora


Balt activó el dispositivo trasero de extinción de incendios, a la vez que cortó el alimentador de plasma. Parecía que iba a funcionar, las llamas se estaban reduciendo, pero el dispositivo empezó a fallar.

—¡No es posible que los idiotas de mantenimiento no lo hayan revisado! —maldijo. Según el protocolo 210, llegados a esta situación improbable, debía descrionizar a sus dos compañeros, dar un aviso de socorro vía supraláser e intentar un descenso en el planeta habitable más cercano. Pasaban en ese momento por un sistema centrado en un sol amarillo no muy grande; el ordenador desechó todos los planetas excepto uno con gran cantidad de agua.

Una vez enviado el pedido de auxilio, conectó el sistema de video para asegurarse de que sus dos compañeros estaban bien. Las cápsulas de crionización estaban vacías, a excepción de los robots que limpiaban los restos de gelatina del sistema de conservación de vida suspendida que habían dejado sus compañeros al despertar. Miró en la sala de nutrición, ahí estaban conectando sus trompas al dispensador de papilla.

—Melch, Gasp, ¿qué tal estáis? —tronó el modulador de voz en la sala.

—¡Jodido Balt! —gritó Gasp con su tercera boca—. Sabes que no me gusta que me molesten cuando estoy comiendo. ¿Hemos llegado ya?

—Todavía no, hemos tenido una avería. Estamos desarrollando un protocolo 210.

—¡No me jodas! —maldijo Melch—. No voy a llegar a tiempo de tener mi camada en Bagú.

Bagú era su planeta natal; para los reiis es muy importante tener su descendencia en su planeta, pues sintonizan con el planeta donde nacen y, estén donde estén, siempre saben dónde se encuentra su planeta natal. Los reiis son hermafroditas; pueden programar el nacimiento de sus camadas con precisión. Eso es lo que había hecho Melch. Era prácticamente imposible que se tuviera que aplicar un protocolo 210. Ahora, por la incompetencia de algún jefe, que ahorró en gastos, su camada nacería en un planeta perdido.

La entrada en la atmósfera del planeta fue lenta y gradual. Tocaron suelo muy cerca de una aldea pequeña. Era de noche. Una vez comprobado que el aire del exterior era respirable, no sin algunos filtros que acoplaron en el interior de sus trompas, salieron.

Lo primero que encontraron fue unos seres de pelo corto que caminaban con cuatro patas y tenían dos bultos encima; no parecían inteligentes. Con la visión infrarroja detectaron otros seres escondidos. Fueron hacia ellos, pero todos salieron corriendo en dirección opuesta, excepto uno oscuro, que se montó en el ser cuadrúpedo, entre las dos protuberancias de su lomo, y también huyó.

—Tendremos que tomar su forma si queremos hacer un poco de turismo mientras vienen a arreglarnos la nave —dijo Balt. Y tomó la forma del que huyó montado.

Melch protestó:

—No sé si será conveniente en mi estado una transformación.

—Si quieres, quédate aquí —le respondió Gasp.

—¡Eso sí que no! —exclamó Melch, y ambos se transformaron con distintas apariencias tomando como modelos a los huidos.

Montaron en los cuadrúpedos como habían visto hacer antes y, después de unos momentos, pudieron controlar a los animales. Partieron hacia la aldea que habían visto. No había gran cosa que ver allí. Les llamaron la atención que hubiera dos tipos diferentes de bípedos, uno, como ellos, de formas angulosas y otro tipo con más redondeces. Se interesaron en un bípedo de estos últimos que sostenía una cría de su camada y parecía estar alimentándole con una parte de su cuerpo; no veían más crías, por lo que supusieron que sólo podían tener uno por vez. Estaban rodeados de varios de su especie, que parecían estar dándoles ayuda pues parecían no tener nada. La cría dejo de alimentarse y les miró. No sabían que hacer, los otros seres también les miraron, así que saludaron como se hacía en Bagú: se postraron delante de ellos y luego decidieron darles algo como hacían todos los demás. De sus mochilas sacaron algunos artículos y se los ofrecieron. Los bípedos acercaron a su cría que, al tocar el metal dorado, empezó a emitir sonidos agudos. Le acercaron una sustancia olorosa y la cría se dio la vuelta hacia el ser progenitor de formas redondas. Al fin, le entregaron otra sustancia pegajosa apreciada en la dieta de los reiis, lo agarró con sus extremidades y curvó lo que parecía ser su boca. Los que les rodeaban hicieron lo mismo. Los reiis se apartaron y volvieron por donde habían venido.

—¿No habremos contravenido la directiva EP-6378? —preguntó Gasp.

—No creo —dijo Melch. Sin embargo, tiempo después fueron sancionados por intervenir en la historia de un planeta ajeno: les condenaron a ellos y a su descendencia a no salir jamás de Bagú.

© 2006 Jaime Hernández de la Mora

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Conversación en la Forja

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