CUENTO: Presagios, por Laura Ponce


El sol me pega en la cara con la insolencia del mediodía. El calor es abrasador y las moscas me acosan. Sin embargo, nada evitará que siga adelante. Mi fiel cabalgadura avanza continua e inevitablemente, como si nos uniera la misma determinación o se supiera ella responsable de conducirme hacia mi destino.

He perdido la cuenta de los días que llevo andando y sé que el brillo de mi mirada asusta a aquellos con los que me he cruzado. Pero no es locura, no. Tú sabes bien, Señor, cuál es la fuerza que me anima. Desde la primera vez que esa voz apareció en mis sueños, la suerte estuvo echada. A veces tengo miedo de lo que ha de encomendarme. Pero sé que, sirviéndola, te sirvo a ti, Señor, y no me permito flaquear.

Al subir la cuesta, me encuentro frente al valle y siento ese leve estupor que anticipó el primer sueño. Taloneo las costillas de la bestia que cabalgo para que apure el paso, pues los tres montes me advierten que la aldea que nunca he pisado está detrás de ellos.

Desde la distancia, el humo la anuncia despiadadamente.

Desmonto al llegar y camino entre los cadáveres de hombres, mujeres y niños sin prestarles atención. He visto muchas cosas en mi vida y no me asustan la muerte o la destrucción, lo que me inquieta es aquello que me aguarda y de lo que no sé nada.

La fachada de una de las casas se me hace inmensamente conocida y me dirijo hacia ella. Apenas doy un paso cruzando el umbral y mis ojos están tratando de acostumbrarse a la penumbra fresca, cuando siento un movimiento a mis espaldas, percibo el peligro y me vuelvo con la rapidez de la que no me han privado los años, derribando a la mujer que me ataca. En el piso, todavía aferra un cuchillo y está lista para volver a echarse sobre mí, pero algo se afloja en su rostro al mirarme, la fiereza desaparece, y casi sonríe. Se recuesta en el muro y sé lo que dirá aún antes de que sus labios empiecen a moverse.

—Por fin estás aquí… Temí que no llegaras a tiempo.

Es joven y hermosa, y tiene que ser algo sobrenatural lo que la mantiene viva a pesar de la gran flor de sangre que se abre en su pecho. En su voz reconozco la voz que me reclamaba en sueños. Con un escalofrío, la escucho decir trabajosamente:

—El niño está adentro. Lo oculté en la otra habitación… Esta vez no lo encontraron, pero no dejarán de buscarlo. Debes protegerlo y prepararlo para su destino. Él será un profeta. Él anunciará el nuevo y verdadero mundo.

Asiento envainando mi espada, recordando todos los sueños y presagios, conociendo y abrazando finalmente mi destino.

Es una sensación extraña. Sé que estoy recibiendo la carga de una gran responsabilidad, pero no hay angustia en mí, sino cierto ¿alivio? Parece que eso le basta a ella para dejarse ir, para soltar aquello que la unía a la vida.

Busco en la otra habitación y saco al niño de la casa. Tiene poco de nacido. Es bello como todo lo que no ha perdido su pureza. Sus ojos buscan los míos y tienen un brillo manso que nunca antes he visto. Ya no tengo dudas: Él es aquél al que hemos estado esperando, el que cumplirá las profecías, el que nos liberará del yugo de nuestros opresores.

Me alejo de la aldea atacada sin mirar atrás. Me dirijo hacia el desierto, hacia las cuevas, y mientras cabalgo me asalta la sospecha de que esto ha sucedido y sucederá innumerables veces en incontables sitios. Pero es sólo un instante, un momento de claridad, el gorjeo lastimoso del niño me devuelve a lo inmediato. Se me encoge el corazón al sentirlo tan pequeño, al preguntarme si echa de menos a los que ha perdido. Entonces pienso en que mi hija podría ser una buena madre para él; si la autorizo a casarse con el artesano y nos mudamos a otra comunidad, nadie tendría por qué saber que no somos su familia de sangre. Así estaría protegido y podría ser educado para convertirse en el gran hombre, en el gran líder que está destinado a ser. Emocionado ante tal perspectiva, taloneo sobre las escamas de la bestia, que gruñe y apura el trote. Levanto la vista al cielo claro que quema de luz, a la trinidad de soles que reinan en el firmamento y murmuro: Me regocijo en ser tu instrumento, Señor.

© 2006 Laura Ponce

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Conversación en la Forja

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