CUENTO: Santarello, por Susana Sussmann


Para Milan, con cariño
—De una rata


Santa levantó una ceja de manera interrogativa, mientras la perplejidad asomaba a través de su nívea barba. Masculló algo entre dientes y extendió el mapa en toda su extensión, rozando la punta de la cola de Bailarín, el cual la agitó como si espantara a una mosca imaginaria.

—Mala idea, la de extender el servicio de entregas fuera de la Tierra. ¡Claro, es que no podía negarme a llevar regalos a un planeta que está llenito de niños! ¡Tonto! ¡Tonto! Pero veamos... Si aquí está el sistema Tau Ceti, el planeta dieciséis debería estar... A ver... por aquí. O sea que debería estar al frente, a unos... mmm... veinte minutos-luz.

Santa metió el mapa bajo el asiento del trineo y sacudió las riendas.

—¡Arre, Bailarín! ¡Arre, Corcoveador! ¡Arre, Cometa! ¡Arre, Mañoso! ¡Arre, Cupido! ¡Arre, Trueno! ¡Arre, Relámpago! ¡Arre, Rodolfo!

En menos de dos minutos posaba el trineo sobre un lago helado. Todo se veía blanco a su alrededor. Pero ni rastro de alguna comunidad habitada. Santa se rascó la cabeza a través del gorro.

Permaneció unos instantes así, hasta que vio aparecer a dos niñas pelinegras desde atrás de una pared de hielo. Tendrían unos diez años, aunque a saber cómo crecían los niños de Tau Ceti. Se parecían mucho, como si fueran gemelas, y vestían con idénticos vestiditos rojos y blancos. Las niñas se detuvieron ante Santa, quien se alegró mucho de verlas.

—¡Jo, jo, jo, pero qué niñas tan lindas!

Las chiquillas se miraron e intercambiaron algunas palabras en un idioma que ni siquiera Santa pudo entender. El hombre les habló en inglés, en francés, en birmano y en arameo, pero no logró comunicarse con las niñas, así que sacó un pequeño aparatito del bolsillo y se lo puso en la muñeca. Estaba tan concentrado en pulsar los botones del traductor universal que no se dio cuenta de que una de las niñas se había alejado. Tampoco vio la piedra que partió de una manito infantil y describió una certera parábola hasta su frente.

Santa puso los ojos en blanco y se desmayó.

Cuando recuperó el sentido tenía las manos amarradas, y las niñas lo hicieron ponerse en pie. Antes de darse cabal cuenta de lo que había pasado, estaban los tres esquiando en un pequeño trineo de hielo remolcado por una criatura parecida a una mantarraya. Pronto llegaron a los restos de una nave espacial rota y oxidada, de donde salieron dos chicos rubios armados con ballestas, mientras otra pareja de niños pelirrojos lo miraba con amplias sonrisas en sus inocentes rostros.

Mientras Santa era apuntado por las pequeñas ballestas, las niñas pelinegras lo llevaron hasta una columna y lo amarraron fuertemente. Parejas de gemelos comenzaban a aparecer por doquier. Las niñas se afanaban en sacar sus muñecas de unos grandes arcones, y Santa empezó a cansarse del juego.

—Oigan, niños, este juego está muy divertido, pero creo que se están pasando.

Las chiquillas colocaban sus muñecas como si fueran un auditorio especial para Santa.

—Vamos, niños, que no quiero ser rudo. Si no me sueltan no tendrán regalos para Navidad.

Las muñecas parecían mirar a Santa con sus ojos de vidrio. Los niños se apartaron, colocándose alrededor de la pequeña multitud de títeres sin vida. Una de las niñas pelinegras sonrió enigmáticamente y giró un botón.

Las muñecas empezaron a caminar hacia Santa, con pasitos vacilantes, acompasados por las notas de una cajita de música. Santa no entendió nada hasta que las muñecas abrieron sus boquitas... llenas de afilados dientes manchados de sangre seca. Santa empezó a ponerse nervioso.

Cuando la primera mordida atravesó su traje, Santa empezó a gritar. Y los niños a reír de forma demencial.

Instantes después se oyó una fuerte voz de bajo. Los niños se giraron en redondo hasta enfrentar al intruso, un hombre de barba recortada acompañado de un par de humanoides armados. Santa apenas fue consciente de un disparo y de una red que encerró a los salvajes niños, y de que el hombre corrió a detener su tortura, mientras los humanoides se llevaban a los niños a punta de látigo.

—¿Te encuentras bien?

Santa apenas pudo contener la sonrisa.

—Creo que sí, muchas gracias, ¿quién es usted?

—Soy Mano Marcada, el vigilante. ¿De dónde vienes?

—Vengo del planeta Tierra. Vine a entregar unos... regalos.

Mano Marcada abrió los ojos con sorpresa y retrocedió unos pasos, alejándose de Santa.

—¿Regalos? ¿Quién eres tú?

—Seguro que no me creerás, jo, jo, jo. Soy Santa Claus.

Mano Marcada trocó su expresión de sorpresa por una de odio.

—¡Tú! ¡Tú!

Santa no entendía nada, y sin embargo... tenía la sensación de haber vivido antes algo parecido. Pero claro, en cientos de años la memoria se oxida un poco.

—¿Nos conocemos?

Mano Marcada escupió en el suelo, como limpiándose la boca.

—¿Cómo te atreves a existir? ¿Cómo te presentas ante mí después de tantos años? ¿Por qué nunca me trajiste mi pistola de jugueteeeeeeeeeeeeeee?

La última frase se perdió en un grito entrecortado, y Mano Marcada giró violentamente el botón que activaría nuevamente a las muñecas asesinas.

Entendió todo al instante. Buena hora para darse cuenta de que, más allá de c, la relatividad lo afectaba de la misma forma, y que lo que para él habían sido unos minutos de viaje hiperlumínico, para el niño que le había escrito la carta desde Tau Ceti habían sido años.

Santa sólo pudo decir algo antes de sumirse nuevamente en el horror.

—Oh, oh...

© 2006 Susana Sussmann

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Conversación en la Forja

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