CUENTO: La nueva estrella, por Zoraida Martínez

En un mundo donde el frío y el calor, la luz y la oscuridad son vitales para las diferentes razas y los productos de su mestizaje, pedir un deseo a una deidad caprichosa puede tener consecuencias inesperadas.



«La mirada de Matlyan se perdió en el horizonte, en la extensión blanco azulada y sin fin que lo cubría todo y en todas direcciones. Su traje térmico le protegía del frío, al menos del frío bajo cero promedio que era común en las rutas hacia las montañas. La nieve se dispersaba antes de caer sobre él y sólo una débil escarcha parecía rodearlo antes de evaporarse. La tecnología de La Raza, era sorprendente, y permitía a un humanoide común sobrevivir en situaciones extremas. Pero aquél era un mundo realmente letal que iba más allá de los propios extremos. Ya antes de que Matlyan tuviera tiempo de pensarlo, un frente helado cayó como una cortina desde la atmósfera superior. Bajó como una mortaja blancuzca, casi lechosa, a varios kilómetros de donde el hombre de La Raza observaba. Ni siquiera su traje lo defendería del frío atroz y los fuertes vientos que se generaban allá a lo lejos; sin embargo, su meta estaba precisamente en esa dirección.

»La sensación de un peso a sus espaldas le comprobó que la muerte lo rodeaba, hacia adelante y hacia atrás. A donde fuera que decidiera caminar le esperaba algo que le superaba en fuerzas. Adelante tenía el frío velo de la tempestad que llevaba las condiciones a extremos en los que el propio traje dejaba de funcionar, y atrás estaba un enorme depredador. Se desplazaba eficientemente sobre varias extremidades, sin hacer apenas ruido, y estaba lo suficientemente cerca y era lo suficientemente poderoso con su musculatura como para ganarle en una carrera hacia el campamento. Un par de ojos rojizos hundidos en una cara peluda y lobuna lo observaban desde tres metros y medio de altura (medidos sin erguirse). Eran unos ojos intensos, ascuas de hoguera entre la nieve blanco-azulada que no se le quitaban de encima, que estaban pendientes hasta de su gesto más mínimo. Cualquier movimiento lo haría reaccionar con una precisión milimétrica.

»Eran los dos potenciales enemigos de La Raza en ese planeta, cuando éste había sido escogido para la colonización: las tormentas glaciares y los seres nativos. Devastadoras tormentas que ningún equipo de resistencia podría aguantar durante más de dos horas, y grandes clanes de carnívoros con una capacidad de caza elevada y con cierto nivel de disfrute con la crueldad, que podían vivir en medio de la peor de las tormentas gracias a su copioso pelaje grisáceo y su sistema interno de generación de calor.

»Una nube de vaho cálido, exhalada por la criatura tras él, lo envolvió. Ahora sabía que estaba a un par de pasos tras de sí. Era una absoluta certeza. Se dio media vuelta para encararla con movimientos aprendidos desde hacía años para una ocasión así. Una zarpa salió al encuentro del pequeño cuerpo de escasos dos metros. Matlyan saltó a tiempo, aterrizando en el dorso de la zarpa. Vixhabá hizo un movimiento para flexionar su extremidad de forma que él se vio elevado hasta su hombro, levantó la pierna y rodeó con ella el cuello de la criatura. Matlyan le acarició la mandíbula poblada de colmillos, tan largos como su mano, dispuestos en doble hilera. Era toda la recompensa que Vixhabá esperaba. Su abuela habría requerido de un implante para mostrar tal docilidad, pero en ella cada acto era premeditado y libre. Una vez que sintió que el hombre estaba firme en la silla de su cuello se lanzó a pleno trote hacia el campamento. Se había acabado “La hora de las Reflexiones” de Maty; ese espacio de tiempo que La Raza usaba en soledad para jugar con cosas en su cabeza, que les absorbía por completo y que los dejaba tan indefensos, peor que crías. No, no se burlaba, sabía que cuando esas cosas se materializaban en hechos, eran terribles y poderosas.»


Atardecía. ¡Gracias a Kettu que atardecía! El día había sido caluroso en extremo, pero ahora las sombras se alargaban perezosamente sobre los montes de Iltama, anunciando el fin de un día cargado de fatigas.

Unas miradas rápidas de un lado a otro, para poder deslizarse apresuradamente entre el follaje, ahora que parecía que nadie estaba viendo, lanzar un silbido sólo audible para el escaso rebaño que, temeroso de las fieras, le seguía sigiloso. Pronto, ¡pronto!, ¡pronto!, había conseguido un buen sitio de pastoreo lo bastante escondido para resguardar a sus animales y que nadie la encontrara. El día había empezado mal, continuado mal y transcurrido mal, pero ahora que la noche llegaba las cosas cambiarían... ¡Tenían que cambiar!

Sus hermanos no habían pasado por allí, se lo decía el olfato. Gracias a Chijjinha por haberla hecho mestiza funcional sólo a ella; sus hermanos no podrían seguir su rastro con esas raras narices carentes de trufa, ni podrían correr con las suficientes patas. Al contrario, ellos solían anadear como torpes gansos. Dudaba de que le pudieran dar alcance realmente si la resguardaba la creciente noche.

¿Cuándo supo que todo iba a ir muy mal? ¡Pues, desde el momento en que le había dado la pedrada a Roke! Él era su medio hermano mayor (hijo de Padre con una dientes cortos), el primogénito, para más. Pero él se había buscado la pedrada con todas las fuerzas de su alma, en serio que se la había buscado. Aquélla gruñó al recordar nuevamente las burlas que le hacían esos desgraciados capitaneados por Roke sobre su próximo clímax reproductivo. Se mofaban diciendo a todo el que quisiera oír, que estaban preparando sus porras, ya que no quedaba otro remedio, pues no existía macho ult que convidara a Aquélla a formar camada, y ellos se verían forzados a cazarle alguno. Quizá Aquélla no se hubiese irritado tanto (tomado la piedra, llenado la honda y apuntado al cráneo), de no ser porque en cierta rama, de cierta parte del Árbol-Fortaleza, ella y su mejor amiga Sinna habían escondido una lanza, cuerdas y un bozal conseguidos con disimulo, como medida preventiva en el indeseable caso de que los machos, al llegar la hora, se anduviesen con “exigencias” y “remilgos”. La pastorcita y su amiga estaban al corriente de que ella no era exactamente guapa, y de que los machos actuales se dejaban impresionar por una bonita dentadura, aunque estuviese afilada artificialmente. Las precauciones no estaban de más. ¡Pero que Roke y los otros intervinieran! Eso era una verdadera grosería.


La persiguieron medio día por todo el monte gritándole malas palabras sin poderle darle caza, a ella o a su rebaño. Roke no la iba a dejar en paz ahora que había empezado, porque si algo odiaba él realmente en esta vida era el verse sometido al proceso de regeneración, mucho más si se trataba de la regeneración de sesos. Pedir ayuda era imposible; aunque en aquel apartado y salvaje lugar existiera alguien que pudiera socorrerla, sería una causa de verdadera vergüenza el que le prestaran ayuda, sobre todo tratándose tan sólo de cinco dientes cortos. Tampoco pensaba esperar a que Padre interviniera en la disputa. Había salido hacía unos setenta turnos-sol montando en los trineos con muchos de los Antiguos, hacia la Torre-Vigía, el observatorio de La Raza desde donde monitoreaban los cielos, tal como ella lo hacía con su rebaño. Era un viaje extraño para la época, aún viniendo de los Antiguos que siempre estaban rodeados de hechos extraños.


¿Que el día iba a ir mal? Debió saberlo desde el momento en que se levantó del lecho. Amixoneh, la hermana entera con la que compartía el cuarto, aún yacía tendida roncando en su cama, cubierta con el suave pellejo que los dientes cortos acostumbraban a usar. Aquélla trotó hacia ella y olisqueó su mano extendida fuera de la cama; un par de veces haló de su pellejo para hacerla levantar, pero seguro Amy dormiría un par de horas más, que para ser dientes cortos era demasiado perezosa. Así que decidió salir sola, sin esperarla, tenía muchas tareas que hacer, entre ellas reemplazar a la prima que estaba a cargo del rebaño. Tremendo error. Hubiese sido mejor bajar con Amy al comedero comunal; al menos así hubiese usado sus dos piernas para bajar erguida las escaleras del Árbol-Fortaleza, pues en cuanto la tía Eva le vio, comenzó a criticarla. La vieja, que realmente carecía de todo diente, le fastidió el desayuno hablando de lo inconveniente que era para una muchacha casadera no adoptar las posturas adecuadas a su rango. La tía de su padre parecía olvidarse de la carga de mestizaje de Aquélla, así que ella había gruñido un poquito para refrescarle la memoria. Error número dos. Eso le ganó una tanda de sermones que llegaron hasta oídos de los criados, comerciantes y otros tantos. No habría sido tan malo si a los oídos de sus hermanos no hubiese llegado palabra alguna. A cuenta de heredero y de compinches del heredero, se la pasaban todo el santo día molestando con aires de superioridad, los otros siguiendo al arrogante señorito, y el arrogante señorito Roke con ínfulas de futuro dueño de fortaleza.


El Astro Rey terminó de hundirse en el firmamento y, más atrás, el rojo Astro Príncipe le seguía con rapidez. Ningún dientes cortos estaría afuera de la fortaleza en esas condiciones ya que sus ojos no verían bajo la “escasa” luz bermeja del Astro Príncipe y muchas criaturas de los bosques cercanos tenían un especial gusto por las presas cegatas. Sus hermanos tendrían que rendirse y esperar treinta turnos-sol, lo que duraría Rey en regresar, para continuar la persecución. Para ese entonces las asperezas entre hermanos estarían limadas, ya que era tiempo más que suficiente para que Aquélla pudiese reunir flechas, segregar veneno o cualquier otra bromita fea, que aún al pomposo heredero le hiciese pensar dos veces antes de ir a molestarla nuevamente.


Una brisa suave desterró el último rastro de odioso calor que persistía. Por ociosidad, más que por necesidad, utilizó los geo-indicadores que heredó de La Raza. La temperatura había descendido unos escasos 40° C; aunque lo suficiente para matar a cualquier pelado, Aquélla ni siquiera consideró preocuparse por ese mínimo inconveniente. Aunque Padre era literalmente un... un... ¡un pelado!, su madre había sido una ult de glaciar en toda regla. Se echó, pues, a descansar en su escondite, teniendo por techo un manto purpúreo tachonado de nacientes estrellas. Una a una comenzaban a sonreírle; a todas las conocía con los nombres dados por los ults, con los nombres dados por La Raza, que de una estrella había venido. Desdichadamente aquella estrella no era visible ni en la noche más cerrada. Sólo desde la Torre-Vigía podía avistarse un tenue vapor del mundo primario. Imaginó a Padre usando uno de sus extraños artilugios, buscando su reino natal pues, aunque el viaje era largo, la nueva y vigorosa esposa de Padre encabezaba el grupo que tiraba de su trineo y a estas horas ya debían haber alcanzado la Torre.

Lamentó acordarse de Vixhabá, porque si algo se hacía en esa torre además de ver estrellas, eran las uniones entre Antiguos y ults, y la idea de nuevos hermanos con la cara de esa salvaje no contribuían a alegrarle la jornada. Empero, al final sonrió. Hacía cincuenta años, en una de las agujas de la Torre había sido hecha ella, de la cazadora Merxix, mientras Padre observaba las estrellas.

Un deseo súbito inflamó su corazón, y pidió a Chijjinha, que pocas veces le fallaba, un par de cosas: poder ver el viejo mundo de Padre, la estrella que lo había forjado, y verla a simple vista. Ni siquiera sabía cuál era su color, ni su nombre, pues era tabú mencionar el tema a los Antiguos. Aquélla entendía que les causaba una inmensa tristeza, que partía de algo más enigmático que su lejanía y su pérdida.

Contemplando las estrellas, y con el deseo invocado, Aquélla se adormiló, cerró poco a poco los ojos hasta que finalmente se hundió en sueños tintineantes.


El instinto la despertó de golpe mientras el sonido de los sorprendidos animales en los bosques cercanos creaba un murmullo nocturno... ¿Nocturno? ¡Kettu! Si era una luz como la de un día la que la estaba despertando. Se horrorizó por un instante al pensar que había dormido por treinta turnos-sol seguidos, pero pronto la lógica le hizo comprender que éste no era un amanecer del Astro Rey, que la luz que veía no nacía en la justa posición de la bóveda celeste, que no se correspondía con la pronosticada para el sol mayor (y los pronósticos de los Antiguos jamás fallaban). Su tono y su luminosidad no eran adecuados. Bandadas de lagartos revoloteaban con nerviosismo a través de los cielos extrañamente iluminados, el rebaño se encogía temeroso dentro de su caparazón.


Luego de algunos minutos, sus ojos se acostumbraron al nuevo estado, y pudo identificar la fuente de aquella inusitada luz. En el cielo palpitaba una nueva, nueva extraña estrella, una nefasta princesa que hacía de la noche día. Antes de que el terror se precipitara sobre Aquélla, el sistema automático de sus geo-indicadores se activó y todo un amasijo de ideas giró y se mezcló en su mente: el viaje de los Antiguos a la Torre-Vigía, su congoja por la estrella-hogar, decenas de entradas a la biblioteca de La Raza sobre la vida de las estrellas y, entre todo esto, el deseo pedido a la casi infalible deidad.

No perdió más tiempo cavilando; con esa nueva luz, Roke no podría hacer nada, pero sus otros medios hermanos, Tizban y Lurus, verían ahora muy bien los caminos. Dos piernas y todo lo que le diera la gana, Lurus era muy capaz de halar un trineo para llevar a Roke, y éste también era muy capaz de azuzar al resto hasta que la encontraran. Aquélla se levantó rápidamente y llamó con energía a su rebaño que, a duras penas, abandonó el caparazón para unírsele en la reanudada huida.


Enojada se juró a sí misma que la próxima vez le pediría los deseos a Kettu que, si no los cumplía todas las veces, al menos cuando los cumplía no lo hacía con un mal chiste incorporado.

© 2007 Zoraida Martínez
© 2007 Yuhanny Henares Chamate

Esta obra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Conversación en la Forja

No hay comentarios.

Publicar un comentario