CUENTO: Un encantador pueblito balneario, por Daniel Ricardo Yagolkowski
—Así que quiere venir a radicarse a San Clemente. Buena idea, pero siempre me gusta conocer qué lleva al cliente a vivir acá: después de todo, éste es un pueblo pequeño que recién cobra vida en verano con los turistas. Pregunto para tener una idea de qué vivienda recomendar y así brindar buen servicio —dijo la agente inmobiliaria, sin quitar sus espléndidos ojos celestes del potencial cliente
Daniel se repantigó en su silla, consciente de la mirada apreciativa de su interlocutora, pero prefirió acariciarse la barba corta (gesto que hacía cuando una situación le producía algo de incomodidad). Al cabo de unos instantes dijo:
—Busco tranquilidad y siempre me gustó la idea de vivir junto al mar. Ahora que me jubilé me concentro en lo que me gusta, escribir, y creo que este pueblo es ideal para pensar y crear. Había leído sobre él y sus playas, las mejores de la Costa según me dijeron.
—Y no exageraron —dijo la mujer — . Es ideal para usted…e imagino que a su esposa también le encantará. —Esto último lo dijo como el pescador que lanza la red con esperanza.
El hombre sonrió para sus adentros: sí, evidentemente éste era un pueblo chico, así que un recién llegado era un acontecimiento. No obstante, sin hacer gesto alguno, respondió:
—Soy viudo.
¿Había notado un cierto brillo en esos ojos celestes?
—Oh, lamento haber tocado un tema doloroso —dijo la mujer con fingida compunción— , pero, aparte de eso, estoy segura de que acá se recuperará y podrá escribir… A propósito, ¿sobre qué escribe?
—Cuentos, artículos, ensayos. Sobre todo para publicaciones extranjeras.
—¡Ah, pues entonces le encantará conocer la historia de San Clemente! No sé si es cierta por completo, pero tiene aspectos fascinantes. Si me permite, lo llevaré a recorrer el pueblo para que seleccione dónde quiere vivir y de paso le cuento la historia. A propósito, mi nombre es Hilda, Hilda Hausfrau, pero me encantaría que me llamara Hilda.
—Me llamo Daniel Wargaram, pero llámeme Daniel…
La risa franca de ella lo interrumpió:
—¡Disculpe que me ría, pero parece que ambos somos material extranjero armado en el país!
—En verdad, Hilda, es como si hubiera adivinado mi pensamiento: se me ocurrió lo mismo —contestó Daniel con una amplia sonrisa.
Caminaron un rato por la calle principal, la calle 1, y salieron a la avenida Costanera: ahí Hilda empezó a mostrarle diversas casas, muchas de ellas antiguas, a juzgar por lo castigadas que estaban sus maderas y techos; otras, en buen estado, algunas de las cuales gustaron a Daniel. De pronto, Hilda se volvió hacia el mar y, haciendo un amplio movimiento con uno de sus bronceados brazos, dijo:
—Este pueblo, al igual que los otros antiguos de la Costa, se fundaron en la década de 1930. El partido nazi de Alemania había adquirido estas tierras para crear estos pueblos, que habrían de servir para que submarinos desembarcaran agentes que vivirían acá el tiempo suficiente como para adquirir buen conocimiento del español argentino, en este caso, para que después se los inyectara en Estados Unidos: se sabía que, al estallar la guerra, ese país iba a combatir contra Alemania.
Hilda señaló las dunas y los arbustos que crecían sobre ellas y dijo:
—En ese entonces, todo era así: arena y tamariscos; un sitio aislado de la costa. Por eso el futuro Reich eligió estas zonas costaneras: poco pobladas y de difícil acceso por tierra. El primer pueblo es éste. Según se cuenta, los astrólogos de Hitler dijeron que el pueblo nacía bajo la advocación de la estrella del Águila o Altair: por eso el plano del pueblo tiene forma de águila.
Detuvo la marcha y pensó un rato, como sopesando lo que iba a decir. Miró a Daniel con fijeza:
—Lo que quiero decirle ahora es tan raro y terrorífico, que temo que piense que estoy bromeando, pero no es así… —Dejó de hablar, pero su mirada connotaba que esperaba la respuesta de Daniel.
El escritor la miró y se dio cuenta de que la mujer hablaba muy en serio y que lo que estaba por decir la escocía. Hizo un leve gesto de asentimiento, invitándola a seguir hablando.
—Gracias —dijo Hilda, con cierto alivio evidente—. Otras veces que conté esto que le voy a decir, se me trató poco menos que de loca. Prosigo, entonces: junto con los agentes vinieron psiquiatras, neurobiólogos y otros especialistas en el cerebro humano. El propósito era experimentar sobre esos agentes, sin que ellos lo supieran, para transformarlos en armas cerebrales por así decir, que con poderes enormes de telequinesis y telepatía pudieran aniquilar batallones enteros, al matar esas tropas haciéndolas luchar entre sí o paralizándoles su actividad fisiológica vital. Esos agentes, que también se iban a infiltrar en Estados Unidos, serían el ensayo para que todo el ejército alemán tuviera esas capacidades.
Involuntariamente, Daniel alzó una ceja en señal de incredulidad. Hilda vio el gesto y dijo:
—Sí, yo también habría dicho que era una locura, si no hubiera pruebas. Venga y le mostraré.
Caminaron un par de calles y se detuvieron ante lo que parecía toda una manzana cubierta de escombros. Hilda hizo un ademán hacia los restos y dijo:
—Todas estas casas contenían los laboratorios y los alojamientos de agentes y de científicos. Fue destruido por los agentes modificados, por llamarlos de algún modo, que enloquecieron y se mataron entre sí y a los científicos culpables de su condición. Por favor mire con cuidado los escombros: vea cómo están como fundidos en varias partes. No se debió a un incendio sino a la propia energía que lanzaba el cerebro de los agentes, una energía tremenda. Gente que vivía acá en aquel entonces recordaba que se oía un ruido espantoso, como un terremoto, cuando las casas se caían y todo estaba envuelto en lo que parecía un inmenso arco voltaico. Algunos de los lugareños murieron al acercarse para ayudar. Mi padre también murió ahí.
—Lamento lo de su padre, pero hay algo que no entiendo —dijo Daniel, inspeccionando los restos de mampostería que, efectivamente, aparecían como fundidos por un tremendo calor en muchas partes—: ¿Por qué no hay noticias sobre esto? ¿Hay pruebas documentales?
—Si quiere, puede venir a casa y le muestro fotos de época y de personal, supuestamente militares aliados, que vinieron discretamente acá y sacaron todo lo que les servía.
Daniel la miró y bajó la vista. Después la miró otra vez y dijo:
—En realidad, y espero que no se ofenda, me interesa mucho lo que dice (haría una nota excelente), pero… —vaciló—, pensé que quizá querría antes… bueno… cenar conmigo y, si quiere, explicarme más. También podríamos hablar sobre mi casa.
Hilda sonrió y respondió:
—En verdad estaba esperando que me lo propusiera: cierro la inmobiliaria a las 20 y conozco un magnífico restorán de pescados. ¿Le parece bien?
Daniel la miró sonriente:
—¡Claro que sí! Ahora voy al hotel para bañarme y cambiarme y paso por usted… ¡y gracias!
—No, Daniel, gracias a usted.
Hilda lo miró alejarse. Cuando Daniel estuvo a cierta distancia, Hilda abrió su cartera en busca de cigarrillos: desde la caja salió uno volando hacia su boca, que se encendió en el aire antes de quedar en los labios de la mujer.
Para sus adentros, Hilda se burló:
Disculpa, Daniel, pero quizá debí haber dicho que mi padre era uno de los agentes. ¡Cómo servirás para que te domine y escribas notas para convocar a los demás hijos de aquellos agentes, así adquirimos poder una vez más!
En la habitación, Daniel abrió su notebook, puso en pantalla un teclado virtual en hebreo y escribió:
“Hice contacto. No sé cuántos hay. A la noche ceno con la hija una de esos agentes: pudo adivinar lo que yo pensaba, pero sólo hasta un límite. Adiestramiento nuestro es eficiente.”
Respuesta:
“Mañana llegan refuerzos. No haga cosa alguna hasta entonces. El adiestramiento mental es bueno, pero no se confíe: no sabemos cuánto evolucionaron, pero hay que frenarlos antes de que se alíen con los terroristas islámicos. Suerte. Shalom.”
© 2016 Daniel Ricardo Yagolkowski
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Una excelente vuelta de tuerca.
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