CUENTO: Un día especial, por Susana Sussmann

Si el agua, escasa, deseada, imprescindible, se ha transformado en la medida de todas las cosas, ¿qué valor tiene, por comparación, una vida humana aún cuando se trate de la vida de una novia en su mejor día?



Despierto por la mañana, con la estridente alarma del reloj despertador como fondo. Recuerdo que hoy es un día especial. Por la tarde, después del trabajo, voy a casarme. Una sonrisa se adueña de mi rostro y cambia la habitual mueca de disgusto que tengo siempre al levantarme. Salto rápidamente de la cama y de un golpe silencio el altavoz colocado bajo la almohada.

Mientras me aseo y froto con una fina arenilla impregnada de una suave fragancia a agua de mar, todo lo mejor en un día especial, repaso los cálculos que me han permitido aceptar la propuesta de matrimonio de Miguel. Con los noventa litros de agua que me pagan al mes en el Ministerio más los ciento treinta y cinco que percibe él, podremos darnos el lujo de criar un par de hijos. Todo está listo para hacer nuestra vida juntos. Hasta nos han alcanzado los ahorros para incluir el bautismo ritual de medio litro de agua al salir de la Jefatura Civil. Tengo suerte. Mi pobre hermana, cuando se casó hace tres años, tuvo que conformarse con unas pocas gotas.

Decido caminar hacia el trabajo porque no deseo compartir mi costoso perfume con las decenas de desconocidos que abarrotan el pequeño tranvía. Además, los del sector Ambiente nos han regalado una danza de luces violetas y anaranjadas en la cúpula, acompañadas de una suave brisa. Es un paisaje acorde con mi estado de ánimo, tan hermoso que sería imperdonable no disfrutarlo. Y aún es temprano, tengo tiempo de darme el placer de pasear.

Al llegar a la oficina, me prepararé un delicioso desayuno de huevos deshidratados con un poquito de agua. Tal como me dije, hoy me daré todo lo mejor, para animarme a pasar el largo día hasta la hora de salida. Luego a la Jefatura y a mi nuevo hogar.

Tan concentrada estoy en mi felicidad, que no me percato del vehículo personal que se lanza sobre mí. Un chirriar de ruedas contra el pavimento es todo el aviso que recibo. Volteo en la dirección del sonido y la mirada demencial y homicida del conductor que se acerca velozmente me hace entender, en una fracción de segundo, que no va a tratar de esquivarme. Viene por mí.

Un instante después todo es negro y rojo, ardiente y lleno a la vez con el frío helado de la insensibilidad, el dolor y el vacío. Escucho las voces y los gritos de la gente que me rodea. Lucho contra la inconsciencia durante un tiempo interminable, hasta que percibo que me levantan y me acuestan en algo que se siente como una camilla. Junto todas mis fuerzas para abrir los ojos. No es sólo una camilla, sino un saco-camilla para el retiro de cadáveres. La cremallera empieza a cerrarse. Un rostro de hombre cubierto con una mascarilla me mira mientras su mano corre la cremallera del saco que me envuelve. Nuestras miradas se encuentran. Quiero gritarle que no estoy muerta, que no me lleven a la planta de reciclaje, que tengo medio litro de agua esperándome esta tarde en mi boda, que es un día especial, ¡que deben darme atención médica! Las palabras no llegan a salir de mi boca. No tengo fuerzas suficientes. Mis labios se mueven en silencio.

Unas lágrimas escapan de mis ojos y resbalan por mis mejillas hasta reunirse con la sangre que he perdido. Él me mira. Yo lo miro. Sabe que estoy viva. Sabe que necesito atención médica. Sabe que es mi derecho como ser humano. Pero la cremallera termina por cerrar el saco-camilla. En la oscuridad que me rodea alcanzo a oír sus palabras, ¡asesino hipócrita!

—Pobre mujer, ¡era tan joven! Todavía tenía mucha agua por delante.

© 2006 Susana Sussmann
© 2006 Sergio Monterrubio (ilustración)

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Conversación en la Forja

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