CUENTO: Vencedores vencidos, por Marcelo C. Cardo

La presa es ideal, el momento también y más aún el lugar. El cazador está listo y logrará su objetivo. ¿Cuál es realmente su objetivo?



Vine a esta gran ciudad en busca de otra oportunidad, huyendo de las responsabilidades, de las obligaciones familiares. No quería tener nada que ver con la “tradición” familiar.

Todos dijeron que no lo iba a lograr y que tarde o temprano volvería.

Estaban equivocados.

¿Estaban equivocados?


Vi en ella a la persona ideal, la víctima propiciatoria. Ya era la segunda vez que me la cruzaba, frecuentábamos el mismo pub. Me dediqué a observarla. Siempre solitaria, sentada en la misma mesa, capuchino a la italiana y libro en mano. Físicamente normal, morocha, tez pálida. Normalidad que la haría pasar inadvertida entre el resto de los viandantes, de no ser por la fuerza vital que de ella emanaba, en grado tal que parecía brillar. Así como llegaba, sola, se iba, por lo cual sería fácil seguirla y abordarla.


Y llegó el día, la noche, esperé a que se levantara y abandonara el local, y a una distancia prudencial comencé a seguirla, a cazarla. Al principio ella caminaba como si nada, hasta que al doblar una esquina noté que se apresuraba. ¿Me había visto? ¡Imposible! Una simple intuición le hacía apurar sus pasos, mientras que la esencia de su temor y los latidos de su corazón aceleraban los míos. Este juego del gato y el ratón me excitaba.

Comenzó a correr por calles por las que nadie circulaba. Sólo ella y yo en la noche vasta. Y, como era de esperar, la carrera no le sirvió de nada. Nunca una presa se me escapaba.

Al cruzar una plaza tratando de eludirme, sintiendo mi presencia aún sin verme, le di alcance. La tomé de un brazo y, volviéndola hacia mí, quedamos cara a cara. Nuestras miradas se cruzaron y, gracias a mi poder hipnótico, quedó fascinada.

Mis ojos se posaron en su yugular que palpitaba. Los colmillos me dolían, no soportaba más esta tremenda ansiedad.

Ella estaba totalmente entregada. Una vez más, mi vista se posó en su mirada y, con el último hálito de mi voz, le dije:

—No ha pasado nada. De esta noche no recordarás nada.

Ella me miró sin verme. Extrañada.

Di media vuelta y me perdí por las calles desoladas.

Vencí, le gané una vez más a esta sed descontrolada.

¡Te maldigo, padre! Maldigo esta pesada carga.

© 2007 Marcelo C. Cardo
© 2007 Yuhanny Henares Chamate (ilustración)

Esta obra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Conversación en la Forja

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