CUENTO: El favorito, por Lionel Hsu

Una relación fraternal puede guiar toda nuestra vida y decidir, con su potencia, la clase de ofrenda que entregaremos a Dios, cuyos designios nos son incomprensibles.



Todas las mañanas, al levantarse, agradecía a Dios por el nuevo día. Luego saludaba a su anciana madre y a sus hermanos. Él era el mayor, así que después de un ligero desayuno salía a trabajar en el campo, aunque a veces le indicaba a su hermano menor en dónde podría conseguir buenas pasturas para el rebaño familiar.

Su hermano menor era su hermano inmediato, pero parecía más frágil aún que varias de sus hermanas, tan suave y sereno como el rocío. Por eso era su preferido, y por eso lo ayudaba más que a sus hermanas o que a su misma madre, aunque no era consciente de tener esa predilección. Ni tampoco nadie en la familia se hubiera dado cuenta, porque siempre colaboraba con todos. Era increíble: desde la muerte de su padre, la responsabilidad no era una carga, se sabía sostenido por Lo Alto, y nunca le faltaban fuerzas.

A él le gustaba ser labrador. Trabajaba la tierra, como el Señor había ordenado. Y en todo su trabajo se sentía alegre. En la huerta notaba día a día cómo tomaban forma las plantas, que hacía poco tiempo habían sido mínimas semillas. Las del tomate, por ejemplo; era realmente un milagro divino el que algo tan ínfimo diera de por sí tantos frutos.

A veces pensaba que quizás su hermano podría ayudarlo en los trabajos agrícolas, ya que cualquiera de las mujeres podría estar con las ovejas. Pero luego se decía que no, él amaba a sus ovejas con un amor de madre, las mimaba hasta lo indecible y se conocía el nombre de todas. Era gracias a ese cuidado que las ovejas poseían esa lana tan suave y daban una leche tan sabrosa. Gracias al cuidado, y un poco a las indicaciones que él mismo le daba acerca de dónde buscar pasturas. Porque en eso él era el experto, no había vegetal que tuviera secretos para él. Muchas veces salía a revisar las zonas de pastura y se agachaba a probar algún que otro brote de suave hierba. Paladeaba con lentitud la hoja, porque todo era lento en la naturaleza. Dios mismo, él lo sabía, se tomó su tiempo para hacer la Creación.

Por eso se encargaba del huerto, del sembradío y de los frutales. Por supuesto, en la época de cosecha ayudaban todos, y eran las mujeres las que después se encargaban de las conservas. En la época de la cosecha todo era luminoso, había cantos y danzas, que a veces duraban toda la noche. Y estaba bien, porque el gran Dios acepta que sus criaturas sean felices.

Tanto les agradaban las flores a sus hermanas, que él les preparó un vistosísimo jardín con las más fastuosas flores que se podían hallar en la zona. Lo hizo por amor a ellas, ya que consideraba la importancia de la flor no por su apariencia, sino por el fruto que prometiesen, más allá de la forma o el esplendor. Sí era de su agrado el fragante azahar, que aceptaba perder poco a poco sus pétalos para dar a luz una fruta jugosa y refrescante.

Su madre una vez le había dicho que fue su padre quien le puso ese nombre al azahar. No la contradijo porque eran pocas las veces que se hablaba del difunto padre, pero sabía que todos los nombres salen de Dios.


Cuando llegó la época de los sacrificios su hermano ya era mayor, tenía edad suficiente para acompañarlo y contemplar él también la sombra de Dios.

Pero cuando le pidió ayuda para cosechar los frutos selectos, los mejores, los reservados al Creador de Todo, su hermano se negó. Dijo que tenía su propio regalo para ofrendar.

Por un momento temió que el regalo de su hermano no agradara a Dios, pero se consoló diciéndose que su propia ofrenda era la que representaba a la familia. Por otra parte, Dios entendería a su hermano si cometía un error, Él era severo en el castigo pero rápido en el perdón. Ellos eran la prueba de esto. Aunque llevaban una vida difícil, era lo que merecían; por otra parte, en el trabajo encontraron la felicidad. Y el castigo no había sido tal, había sido una enseñanza del Padre a sus hijos indisciplinados.


Al volver de hacer el sacrificio, estaban las hermanas retorciéndose las manos. Le preguntaron, como siempre, a él, al primogénito. Pero él guardó silencio, dejó que su hermano contara. Éste estaba emocionadísimo, les refirió a todos cómo Dios le había dicho que su ofrenda no sólo le era agradable, sino que había elegido sabiamente. Sí, había preferido su ofrenda a la de los frutos de la tierra, por más selectos que fuesen.

Mientras el pequeño seguía narrando detalles a su fascinado auditorio, la madre miró al otro hijo, que estaba cabizbajo, desconcertado. Sus miradas se encontraron. Ella sabía de los oscuros designios de Dios, que no siempre entienden los hombres. Sabía de Dios antes de la muerte de su esposo. Lo supo desde aquel acto que le mereció el destierro a toda la familia. Pero, ¿cómo podría explicar algo de ello a su hijo? ¿Quién es capaz de dilucidar las intenciones divinas?


Finalmente llegó el nuevo año, era otra vez época de ofrendas. Había pasado mucho tiempo, pero aún no había decidido la ofrenda de este año. Como siempre, había cuidado de los frutos del huerto sagrado. Pero sabía que eso no era suficiente para Dios. Durante todo el transcurrir del año pensó en cómo agradarle, cómo hacerse merecedor. Le costó darse cuenta; al principio se lo negaba, pero, aunque caviló como nunca, no encontró ofrenda mejor.

Mientras se decidía, pensaba en el azahar, cómo algo hermoso muere para dar a luz al fruto, desde el principio estaba en la esencia de la flor sacrificarse por un proyecto de lo Alto.

Y lo mató. Con una piedra lo hizo.

E inmediatamente lloró, lloró hasta la extenuación. Se sentía desgarrado por dentro, era algo que le parecía imposible de soportar. Hubiera preferido matarse a sí mismo, pero eso no hubiera agradado al Señor, que exigía siempre el sacrificio de lo más amado. Y, como en otras ocasiones ante las tareas más pesadas, descansó un poco, sentado en el piso con la cabeza entre las manos, sujetándose las sienes. Al poco rato volvía a su trabajo cotidiano. Aunque en esa ocasión era un evento especial. Antes que nada, lavó a su hermano, lo higienizó con minuciosa dedicación. Aunque lo hizo con el esmero de quien busca agradar a Dios, era amor fraternal la fuerza que lo movía. Lo vistió con sus mejores ropas (de entre las pocas que tenía), y lo recostó sobre el altar. Lo miró, enternecido. Apenas se le acentuaba la palidez que siempre tuvo, él, tan delicado, que siempre buscaba estar a la sombra. Y reparó en la piel primorosa que tenía el pequeño, tan diferente de la suya propia, curtida y reseca. Su piel era la corteza de un árbol en comparación con la suave piel de su hermano, envidiada por las mujeres de la familia. El cumplimiento del deber nuca le supo más amargo.

Preparó el fuego. Sólo quedarían polvo y cenizas. Y el alma, con el Creador.

Hizo entonces la ofrenda que más le agrada a Dios, y éste aceptó el sacrificio de sangre.

Y vio Dios que era bueno.

Con la cara llena de tizne surcada de lágrimas, una vez que todo estuvo consumado, pidió al Cielo:

—Tus leyes, Señor, son distintas a las de los hombres. Ellos, cuando sepan que maté a mi hermano, querrán hacer justicia matándome. No entenderán que lo hice para mayor gloria tuya.

Libro del Génesis, capítulo VI, versículo 15: Yahvéh le dijo: “No será así. Si alguien te hiere, Yo te vengaré siete veces.” Y Yahvéh puso una señal a Caín para que no lo hiriese el que lo encontrara.

© 2007 Lionel Hsu
© 2007 M.C. Carper (ilustración)

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Conversación en la Forja

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