CUENTO: Humanidad, por Susana Sussmann

Una niña huérfana, su madrina, la directora del colegio en el que está internada y un grupo que frecuenta la noche, el rock pesado y los juegos de rol son los personajes de una historia en la que nadie es lo que su apariencia exterior delata.



Qué risa me da esa falsa humanidad
De los que se dicen buenos
No perdonarán mi pecado original
De ser joven y rockero

Si he de escoger entre ellos y el Rock
Elegiré mi perdición
Sé que al final tendré razón
¡Y ellos no!

Barón Rojo
I
Callejón

Pasando las tres de la madrugada, cuatro figuras envueltas en cuero negro rompen el silencio del anónimo callejón. Es una noche como cualquier otra, la hora es tan avanzada que ni siquiera los gatos rondan los montones de basura acumulados al fondo del callejón; el lugar está alumbrado por una bombilla amarillenta y, aún así, las sombras ganan terreno ante el débil resplandor. Los cuatro jóvenes, casi niños todavía, presentan el aspecto cansado que se adquiere al llevar vidas nocturnas. A pesar de su visible agotamiento, se dedican afanosamente a guardar algunos instrumentos musicales en la parte trasera de una vieja camioneta Volkswagen amarilla. El cuidado con el que lo hacen es casi maternal, envolviendo en mantas gruesas aquellos amados objetos que no poseen estuches protectores. Si a estas horas pasara un viandante por la entrada del callejón, o sacaran del local nocturno a algún cliente borracho por la puerta trasera que ellos acababan de utilizar, lo que verían les hubiera hecho, por lo menos, dar un rodeo para evitar a los extraños y, quizá, peligrosos muchachos. Uno de ellos lleva la cabeza casi completamente rapada y el cabello corto y negro que le queda forma un pentáculo con un ojo en el centro. Es su único adorno corporal, puesto que no lleva perforación alguna ni se le ven tatuajes. Sus amigos lo llaman “Siniestro”, porque disfruta simular una actitud psicótica, aunque en ocasiones llega a sobreactuar. Del más alto y musculoso del grupo salta a la vista el hecho de que contar los piercings que lleva hubiera sido un arduo trabajo. Los otros dos destacan menos, aunque sus chalecos abiertos que enfrentan los torsos lampiños al aire frío permiten distinguir sendos collares de púas y cadenas con grandes colgantes. Una vez terminada la labor de guardar y proteger guitarras y amplificadores, uno de los dos jóvenes de aspecto más tradicional, que luce un sedoso cabello largo y liso, casi rubio, recogido en una abundante cola de caballo, se enfrenta a sus compañeros, mientras acaricia distraídamente el dije que pende en el centro de su pecho.

—Bueno, hermanos, sigan sin mí. Descansen. Nos estamos viendo pasado mañana para ensayar, ¿okey?

Los otros murmuran algunas palabras ininteligibles y, por turnos, van despidiéndose con esos barrocos y complejos apretones de manos a los que tan aficionados han sido siempre los adolescentes. El chico rubio es el más delgado del grupo, aunque se adivinan fuertes músculos magros bajo la piel de sus brazos. Su dije representa una espada flamígera que atraviesa un corazón tan sangrante como habían lucido hasta hace unos momentos sus ojos gracias a las artes del maquillaje.

Cuando finalmente termina el ritual de despedida, el muchacho da la espalda a sus amigos y camina fuera del callejón. Los demás lo siguen con la mirada hasta que deja de ser visible para ellos, momento en el cual se encogen de hombros y se encaraman en la camioneta. Ya dentro de ella, mientras esperan a que el viejo motor se caliente, “Siniestro” empieza a rezongar.

—No entiendo esa manía suya de irse caminando a estas horas, con lo peligrosas que están las calles. Uno de estos días le va a pasar alguna cosa. Imagínense si...

Sus últimas palabras son ahogadas por la tos del motor, y la sacudida que da la camioneta al empezar por fin a moverse impide que continúe su perorata, la misma de todas las noches que salían de tocada. El vehículo sale ruidosamente del callejón, pero unos instantes después, cuando el lugar ha vuelto a su habitual silencio, se escucha un desgarrador grito de mujer que se apaga poco a poco hasta desaparecer en la oscuridad. Un poco más tarde, una sirena de policía. Son los sonidos habituales de la noche.

II
Prostituta

Dos calles más allá puede verse a una mujer policía ayudando a ponerse en pie a una prostituta que ha sido atacada. Sus escasas ropas están desgarradas y manchadas con el aceite de motor que forma un charco en mitad de la calle. La mujer, aún joven, tiene el cabello enmarañado y presenta un incipiente moretón en la mejilla.

—Trató de violarme —comienza a balbucear la mujer—, yo forcejeé con él y me defendí, pero me dio un puñetazo. Luego empezó a patearme, hasta que llegó ese hombre y me salvó.

Desde lejos no se ve muy bien si la mujer policía la ayuda a entrar en la patrulla, o la está obligando. Mientras tanto, el compañero de la agente interroga a la trabajadora de las calles.

—No sé quién era —continúa la mujer—. Cuando apareció, el otro se asustó y huyó. Yo quise huir también. Cuando me levantó del suelo sentí miedo, pensé que también me iba a hacer daño, así que me puse a forcejear con él. Entonces me soltó, sonrió y se fue en aquella dirección.

Una pequeña sonrisa melancólica, distorsionada por un labio que comenzaba a hincharse, asoma fugazmente en el rostro de la mujer.

III
RPG

En el otro extremo de la ciudad, en un apartamento del este en que no suelen escucharse sirenas policiales durante la madrugada, se reúne un variopinto grupo. Sentados en círculo en medio de la sala, rodeados de libros y papeles, dados y lápices, mapas y miniaturas, ocho personas conversan animadas.

—Falta Carlitos —dice una muchacha que abraza un perrito de peluche—. ¿Saben si va a venir?

—Hace rato me llamó —se apresura a responderle un hombre cuarentón—, y dijo que iba a tardar un poco. Parece que anoche tuvo concierto y viene directo de allá.

No bien termina él de hablar cuando suena el timbre. Ha llegado Carlos, con la cara aún manchada de los restos de maquillaje, vestido todavía de cuero y con un colorado arañazo en el cuello. Saluda brevemente a todo el grupo, apretón de manos a los hombres, cariñosos besos en las mejillas de las mujeres, para entrar de inmediato al baño. Un par de minutos más tarde sale completamente aseado, evidenciando la trasnochada en sus ojeras, antes cubiertas por los restos de grandes lágrimas de sangre.

—¿Listos para jugar? —dice animadamente—. Para esta tarde les tengo planeada una aventura que va a hacer que me odien. Pero la experiencia les prometo que valdrá la pena. Julio —continúa, dirigiéndose con un guiño de picardía a un joven de aspecto soñador—, ¿ya preparaste tus hechizos para hoy?

Y así comienza la tradicional partida de rol de cada domingo por la tarde. Carlos se frota repetidamente el arañazo del cuello sin darse cuenta, quitándose la costra y haciéndolo sangrar una y otra vez.

IV
Colegio de niñas

Mientras tanto, en un reconocido colegio interno para niñas se desarrolla una escena aparentemente normal. En la oficina de la directora hablan dos mujeres. Detrás de un macizo escritorio de madera se sienta una de ellas, de edad incierta, entre los treinta y los cuarenta, arreglada de manera un tanto severa, la camisa gris cerrada hasta el cuello sin adorno alguno y el cabello dorado recogido en un apretado moño, sin una sola hebra fuera de lugar, enmarcan un rostro casi inexpresivo, no mancillado por maquillaje alguno. La directora del colegio examina un documento a través de unos pequeñísimos anteojos, mientras su interlocutora la observa con una sonrisa de superioridad en el rostro. Su elegancia en el vestir y en la forma de sentarse demuestran su condición social y económica.

—Señora Milagros —dice finalmente la directora del colegio—, veo que todo parece estar en orden. Entiendo que su amiga haya expresado, como su última voluntad, que usted se haga cargo de la niña hasta su mayoría de edad. Y me alegro en lo más íntimo, pues amor es lo que la pobre niña necesita ahora. Pero, insisto, ¿es necesario que se la lleve hoy mismo del colegio?

La directora se quita los anteojos y los empieza a limpiar maquinalmente, mientras sostiene con determinación la mirada de la señora que permanece frente a ella.

—Es necesario, directora —le responde sosegadamente la elegante dama, reclinándose en la silla con naturalidad—. La pobre Rosita lleva más de seis meses encerrada en este lugar desde que su madre murió —continúa—. Necesita volver a pisar un hogar.

La directora, ante la confirmación de sus temores, se pone en pie y se asoma brevemente por la ventana que da al patio en el que una niña juega sola bajo la atenta mirada de un gato negro. Es domingo y las demás niñas están en sus casas y con sus familias. La severa mujer observa en silencio a la niña por unos instantes, con una sonrisa en los labios, para volver al fin al escritorio. La mujer que la espera cómodamente sentada, sin saber muy bien por qué, se estremece ligeramente, dirigiendo la mirada hacia la misma ventana. La directora suspira y acaba por pulsar un botón y dar unas órdenes por el intercomunicador.

—María, haga el favor de traer a Rosa Montero; prepárela para pasar el fin de semana fuera.

La otra mujer, antes serena, ahora aparentemente nerviosa, se pone rápidamente en pie, atrayendo la atención de la directora.

—Que traigan todas sus cosas. La niña no seguirá interna en la escuela. La traeré cada día, pero dormirá en casa todas las noches.

Por un instante, la mirada de la directora muestra sorpresa, luego algo que parece ira, pero al final desaparecen las emociones de su rostro. Con un frío acerado en su actitud, termina por corroborar las palabras de Milagros a la empleada que espera al otro extremo del intercomunicador. Yadira, durante los años que lleva dirigiendo el colegio, ha aprendido dolorosamente que no sirve de nada enfrentarse a los representantes de sus alumnas. Y está consciente de que no tiene argumento alguno para retener a la niña en el colegio, sobre todo si no hay alguien que pague las costosas mensualidades. Nadie creería que tal situación era natural, así que comprende que debe dejar partir a la niña con su nueva “mamá”.

Media hora después, Rosita, huérfana a la tierna edad de ocho años, sale rumbo a su nuevo hogar con mamá Milagros. Yadira levanta entonces el teléfono; es su primer movimiento desde que dejara marchar a la niña. Marca unos números, equivocándose y volviendo a marcar. Apenas termina de pulsar los botones, se arrepiente y cuelga el auricular. Con visibles muestras de agitación en su estado de ánimo, se levanta y pasea un poco; se asoma luego por la ventana, constatando que el gato ya no está en el jardín. Al fin, se sienta de nuevo y entierra el rostro entre sus manos. La ira asoma por entre las comisuras de sus labios, bajo la forma de un leve temblor. Al cabo de unos instantes, decide tomar un tranquilizante y recostarse un rato. Luego de unos minutos levanta, otra vez, el auricular.

V
Medidas extremas

En plena partida de rol se oye sonar un celular. Carlos lo levanta del suelo, donde reposaba, se fija en quién llamaba y se pone en pie, excusándose. Se encierra entonces en la cocina, donde el bullicio del grupo no lo molesta, y responde con el rostro serio.

—Dime.

—Se la han llevado —dice atropelladamente una voz femenina—. Hace unos minutos.

—¿Cómo lo permitiste, Yadira? —le responde Carlos, bajando la voz—. ¿Estás loca?

—No pude evitarlo —replica ella a su vez, con un hilo de voz—. Los papeles parecían en orden. Si son falsos, costará demostrarlo. Y mientras tanto, ¿quién sabe lo que podría suceder? Reúne a tu gente. Tenemos que tomar medidas extremas.

Okey —acaba Carlos, ahogando un bostezo—. Te veo en dos horas en el lugar de siempre.

VI
Un lugar privado

El lugar de siempre es un anónimo restaurante de comida rápida en el centro de la ciudad. Dos horas después de la llamada, llega Carlos con un par de jóvenes de mal aspecto para reunirse con la directora del colegio quien lleva rato allí sentada dando visibles muestras de impaciencia. La escena resulta un poco fuera de lugar; en medio de una multitud de gentes con prisas, una mesa con dos jóvenes de evidente mala vida que dan la sensación de llevar al menos sendas pistolas bajo las chaquetas, junto a un muchacho embutido en cuero negro y una solterona a la que poco le falta para lucir como una monja, todos conversando como si fueran los miembros de un extraño clan familiar.

Para el momento en que los muchachos toman asiento, la mujer se ve tensa, con el ceño fruncido y las manos estrujando con inhumana insistencia una servilleta. Carlos se sienta primero y despide a los otros chicos con un gesto. Mientras éstos compran unas bebidas, la mujer gesticula furiosamente ante un Carlos con aspecto muy preocupado. El muchacho la escucha desahogarse, para luego hablarle. Ella pone cara de furia y hace ademán de levantarse, mientras él trata de apaciguarla. Entonces se incorporan a la reunión los otros chicos, que traen cuatro vasos llenos de refresco. Ella mira su vaso con intensidad, como si éste le estuviera revelando la verdad última de la creación, mientras los tres muchachos hablan entre susurros. Pocos minutos después, los dos chicos con aspecto de bandidos se ponen de pie, despidiéndose con entusiasmo de Carlos y manteniendo la distancia con la señora. Una vez solos, Carlos se anima a poner una mano en el hombro de ella. La mujer levanta la vista y lo mira con una mezcla de complicidad y aflicción. Sólo habían pasado escasos minutos y, durante ellos, cuatro personas parecen haber tomado importantes decisiones. La incesante multitud que los rodea no llegó a enterarse de nada. Más tranquilos, Yadira y Carlos se toman un momento para reflexionar sobre esto. Cada persona, encerrada en sus propios pensamientos, pasa por el mundo sin apenas sentirlo. Es por ello que el lugar más íntimo es también el más público. La soledad de las multitudes.

VII
Hogar

Entretanto, en una casa del sureste de la ciudad, Rosita examina alborozada su nuevo hogar. Los últimos seis meses han sido una agonía para ella. A su padre lo conoció sólo en fotografías y su madre, aunque era muy buena con ella, viajaba con frecuencia. Por eso Rosita estudiaba interna en el colegio. Pero el horror a esas monjas tan estrictas, las otras niñas que podían ser tan crueles y la directora a la que era mejor evitar se disipaba cada fin de semana cuando mamá venía a buscarla para ir juntas a casa. Mamá era doctora y Rosita había sido su única hija. Pero seis meses antes ella había muerto. Casi un año antes de eso ella ya se quejaba de no sentirse bien, aunque trataba de disimular frente a su hija. Sin embargo, los niños son mucho más sensitivos de lo que los adultos están dispuestos a admitir. Rosita sabía que algo le pasaba a su madre. Así que, cuando un fin de semana le dijeron que su mamá no vendría a verla porque no estaba bien de salud, a ella no le sorprendió. Una de las monjas la llevó varias veces a la clínica a visitar a su mamá. Y luego ella murió, negándose hasta el último aliento a hablarle de su padre. Su madrina Milagros le había prometido que vivirían juntas, pero entonces pasaron seis meses en los cuales no había vuelto a salir del colegio. Pasaba el fin de semana entero encerrada en su habitación estudiando, o haciendo ver que estudiaba, y salía a ratos al patio a columpiarse cuidando de no gritar ni hacer mucho ruido, no fuera que a la directora le molestase. Y al fin su madrina, que ahora le permitía llamarla mamá Milagros, la había ido a buscar.

La casa es pequeña, pero tiene un jardincito con unas pocas plantas llenas de flores. Mamá Milagros le dice que le comprará un perro, si ella quiere. Rosita está feliz. Mamá Milagros no es su madre, pero ha estado presente en su vida desde que ella recuerda. Siempre fue muy amiga de su mamá y, cuando ella salía de vacaciones por Navidad, pasaban mucho tiempo las tres juntas. La mejor noticia del día fue la salida del colegio, hasta que mamá Milagros le da una noticia mejor. Cuando acabe el año escolar la cambiará de colegio, y sólo faltan escasos dos meses para ello. Rosita espera que no todas las maestras sean como las que ha conocido. La niña casi puede, por unos instantes, imaginar que todo está bien y que mamá está a punto de venir a buscarla a casa de su madrina.

Lo primero que hace la niña, después de recorrer la casa y comer, es poner en la mesita de noche la foto de su madre al lado de la virgencita que ésta le regalara años antes. Y una vieja foto de su padre, la única que conserva. Esa noche, mamá Milagros la lleva a la cama, la cubre con las mantas y le da un beso de buenas noches. Poco después, la niña escucha la familiar voz de uno de los empleados de su madrina hablando con ella en la sala. Sintiéndose como en casa, en pocos minutos cae dormida. Es un sueño profundo y tranquilo como no había tenido en mucho tiempo.

VIII
Reunión

En la sala están Milagros y un hombre joven, de unos treinta y cinco años, bien vestido y pulcramente afeitado. Ambos tienen tazas de café humeando ante ellos y conversan relajadamente de negocios. Milagros no ha ido hoy a la oficina por haber tenido que ocuparse de la niña, así que le pide cuentas a su empleado de confianza. Todo en la oficina está, como es usual, bajo control. Milagros ultima la firma de unos documentos mientras aclara las donaciones que la empresa hará este año por caridad. Una fuerte suma irá al colegio de Rosita por haberla cuidado estos meses, mientras ella obtenía el permiso legal para llevársela. Milagros cree también que eso ayudará a limar asperezas con la directora del colegio, lo que es vital para que la niña acabe tranquila su año escolar y luego puedan buscarle un colegio más cercano a su nueva casa. Finalizado el trabajo, Milagros se echa atrás, recostándose en el sofá. Sólo entonces repara en una herida que él tiene sobre la ceja y lo mira con suspicacia.

—¿Otra vez, Esteban?

Esteban la ve con expresión culpable y sonríe. Como no responde, ella lo regaña suavemente.

—Debes cuidarte, ¿sabes? No le conviene a nadie que te metas en problemas. Un día no va a ser un simple golpe, y entonces, ¿qué vamos a hacer contigo? Sabes que me eres necesario.

—Perdón, señora —le dice el hombre con un destello en la mirada—, pero ya sabe que no puedo evitarlo. Es más fuerte que yo.

El hombre se levanta, y comienza a despedirse respetuosamente de su jefa, cuando recuerda algo. Sale unos instantes de la casa y vuelve con una caja en la que hay una muñeca.

—Pensé que la niña se sentirá más contenta si empieza su nueva vida con nuevos juguetes.

Milagros sonríe de forma un tanto enigmática y asiente, echando a caminar hacia la escalera.

—Es que los niños son tan simples. ¿No es cierto, Esteban? —dice ella, mientras un brillo maligno cruza fugazmente sus ojos—. Unos juguetes bastan para que sean totalmente felices.

Milagros sube seguida por Esteban. Ya en el cuarto de la niña dormida, mientras Milagros coloca la muñeca en una silla, Esteban observa las fotografías. Milagros nota que Esteban ha puesto la figura de la virgen de espaldas a él. Afuera se oye el maullido de un gato en celo. Esteban voltea hacia la ventana un instante, vuelve a poner las fotografías en su lugar y se retira silenciosamente de la habitación. Milagros, antes de seguirlo, vuelve a poner la virgen en su posición original.

IX
Asalto

Ya de nuevo en la sala, el hombre termina de despedirse y se retira. Ella permanece un rato sentada en el sofá en actitud meditabunda. Finalmente se levanta, lleva las tazas vacías a la cocina y empieza a subir las escaleras. Cuando va por la mitad le parece escuchar algo. Se queda un instante quieta, se quita los zapatos y sube deprisa las escaleras sin hacer ruido. La mujer se dirige apresuradamente a su habitación, toma un celular y corre al cuarto donde duerme la niña. Sin encender la luz, hace una llamada por teléfono. Apenas susurra. Cuando corta la comunicación se oyen pisadas en el pasillo. Ella abraza a la niña, quien se despierta asustada. La puerta del cuarto se abre violentamente, dejando ver algunas siluetas encapuchadas armadas con pistolas. Todo pasa muy rápido. Milagros es golpeada y la niña arrancada, entre aterrados gritos, de sus brazos. En unos instantes Milagros está sola en la casa. Son las dos de la madrugada y la niña apenas había dormido cinco horas.

Rosita tiene miedo. Unos hombres la han sacado a la fuerza de la casa de mamá Milagros y la han metido con violencia en una camioneta cerrada. Y allí, su peor pesadilla. Se alza ante ella con rostro severo la directora del colegio. En medio de su terror, la niña empieza a gritar, y la mujer la hace callar de una bofetada. La camioneta arranca. Los hombres se quitan las máscaras. Entre ellos puede reconocerse a Carlos y a los dos muchachos que lo habían acompañado el día anterior a aquel restaurante de comida rápida.

Nadie parece haberlo notado, pero un gato negro ha observado toda la escena desde el frente de la casa. También ve cómo llega al fin la policía, tarde como siempre.

Horas después, luego de una agotadora sesión de declaraciones, la señora Milagros puede por fin quedar a solas con Esteban, quien llegara poco después de la policía.

—Esperaron a que te fueras —susurra ella—. Apenas estuve sola, no perdieron el tiempo. Y no pude hacer nada en presencia de la niña. Creo que cometí un error.

Él, sumiso, la deja hablar.

—¿Qué podía hacer? Sólo sentí la presencia de seis —continúa ella casi para sí—. Y al menos cinco eran simples humanos. Hubiera podido con ellos.

—Pero la niña se hubiera asustado —responde el hombre en voz baja—, ¿no lo cree así? Eso haría que la perdiéramos definitivamente. En cambio, ahora tenemos aunque sea una esperanza de recuperarla —sonríe con una mueca de desprecio—. Y ella la quiere a usted. Eso es lo más importante.

X
Encuentro

Mientras tanto, llegan los secuestradores a un minúsculo apartamento cercano al aeropuerto. Cinco de ellos se sientan cerca de la puerta y las ventanas, con las armas en la mano, mientras Carlos y la directora entran a una habitación y colocan a la niña profundamente dormida en la cama. Discuten acaloradamente.

—Y bien, señora directora, ¿qué vamos a hacer ahora con la niña? —dice el muchacho—. ¡Te tiene pánico! Algún día habrás de controlar tus arranques de ira.

Ella se sonroja y empieza a respirar rápidamente. Las aletas de su nariz tiemblan espasmódicamente.

—No sé, no sé, ¡no sé!

A pesar de los gritos, la niña permanece dormida de manera casi antinatural. La directora, por fin, se derrumba sobre sí misma y cede al llanto histérico que lleva rato aguantando. Carlos la deja sola con la niña y se sienta en la sala cerca de sus compañeros. Todos permanecen en un tenso silencio, aunque Carlos no deja de darle vueltas a esa estúpida, pero necesaria, obligación por disimular ante los humanos. Sin la mascarada, él no hubiera tenido que acudir a ese grupo de matones, ni ese par de diablos se hubieran quedado tan tranquilos. Su labor ya no es tan simple como lo había sido en el pasado, cuando no tenían que dejarse hundir en la burocracia y la legalidad. Todo esto va pensando el joven durante los minutos que tarda la mujer en salir del cuarto, haciendo visibles esfuerzos por mantenerse calmada.

—Habrá que seguir con el plan de sacarla del país —dice, tomando aire profundamente—. Apenas amanezca veré si ya me tienen los documentos falsos. Hay que moverse antes que ellos.

Así transcurre el resto de la noche. Los secuestradores sentados en silencio. La niña dormida. Carlos observándola fijamente, trocadas al fin sus ropas de cuero en jeans viejos y franela negra. Algunas gotas de sudor humedecen su frente, aunque no hace calor. Luego de dos noches sin dormir, los ojos se le cierran, aunque no se permite una sola cabezada. Debe permanecer despierto para que la niña siga dormida. De pronto, Carlos sabe que no están solos. Gira lentamente la cabeza hacia la esquina de la habitación y la ve. Es una criatura que en penumbras parece una niña vestida con un camisón claro. Su rostro es ovalado y algunos mechones de cabello marrón caen a ambos lados de la cara. Permanece de pie en el rincón con la mirada baja. Cuando se da cuenta de que Carlos la observa expectante, levanta el rostro. Sus ojos son negros, con una profundidad que recuerda la noche más oscura. Y no tiene boca. Donde deberían estar los labios sólo se ve la piel lisa. Carlos se pone en pie con una amplia sonrisa de reconocimiento en los labios.

—¿Donahui? ¡Donahui! —Carlos se apresura a abrazar al ser sin boca que tiene ante sí—. ¡Cuántos años hace que no te veía!

La criatura no emite sonido alguno. Sólo se limita a mirarlo con intensidad. La mirada del muchacho se ensombrece por un instante.

—Sabías que esto iba a pasar, ¿no es cierto?

Ni siquiera hace falta que asienta con la cabeza. Su mirada refleja todo el conocimiento y la sabiduría. Carlos la mira con profundo cariño, ella lo observa como hablando con la mirada. Él le habla un poco más, como quien recuerda buenos tiempos. Luego, ella ya no está más y Carlos queda solo nuevamente con Rosita, pero ahora con una dulce sonrisa curvando sus labios. Apenas nota el amanecer. Sólo cae en la cuenta de que ha llegado un nuevo día al escuchar a Yadira hablar por teléfono. No logra entender las palabras. Supone que estará averiguando lo de los documentos. Nota entonces que tiene mucha hambre, así que deja a la niña sola por primera vez.

Cuando vuelve de la cocina, con algo de pan, queso y una jarra de café con algunos vasos desechables, Yadira lo recibe con una sonrisa, entre las maldiciones de los demás, que han pasado la noche en vela por culpa de los maullidos de un gato.

—Los papeles están listos —le dice—. Iré a buscarlos y a comprar los pasajes de avión.

—Viajaré yo, mujer —le responde Carlos con una mirada que revela más madurez que su rostro de adolescente—. No conviene que se note el miedo que te tiene.

La mujer se muerde el labio inferior y, aunque sus manos empiezan a temblar nuevamente, acaba bajando la mirada.

—Tienes razón... otra vez.

Él la mira divertido, se acerca a ella y pone la mano en su hombro, como hiciera el día anterior, tan lejano, en el restaurante. Ella se tranquiliza.

—Tienes que aprender a confiar en tus mayores —le dice Carlos en voz muy baja, guiñándole un ojo.

Ella sonríe y acaban los dos riendo de buena gana.

XI
Viaje

Horas más tarde están Carlos y Rosita con un morral y un sobre con los pasaportes en la sala de espera del aeropuerto. La niña está tranquila, aunque parece un poco distraída. Mientras se chupa afanosamente el pulgar, cosa que no hacía desde que era una bebé, con la otra mano aferra la del muchacho. Llaman a los pasajeros a abordar. Carlos lleva a una dócil Rosita y, juntos, entran al avión. Una vez sentados en sus respectivos lugares, la niña voltea hacia él y, con la mirada aun perdida, como si viera sólo dentro de sí, musita unas palabras.

—¿Por qué los ángeles de la guarda no tienen boca?

Carlos la observa, su mirada se endurece un poco, pero la atrae hacia sí, abrazándola, y la niña vuelve a dormirse. Algunas horas después, Carlos y Rosita se bajan del avión en un país extranjero. A la niña no le alcanzan los ojos para verlo todo. Gentes vestidas de forma extraña, tiendas con escaparates llenos de color, un olor a comida que no es capaz de reconocer y, fuera del aeropuerto, un sol que no calienta tanto como el de su hogar. Rosita parpadea. Carlos la conduce hacia una familia que parece estarlos esperando. La niña no cree lo que ve. Se suelta de la mano del muchacho y corre alborozada hacia los brazos de su padre, a quien sólo había visto en fotografías.

Ahora Rosita tiene a su padre, una nueva mamá y tres hermanitos. Seguramente olvidará a su madrina con el tiempo. Carlos sonríe y les hace un gesto silencioso de despedida al feliz grupo. Cruza una mirada de complicidad con la mujer, da media vuelta y se pierde entre la multitud. La mujer extiende los brazos hacia la niña. Ésta sonríe con timidez y se deja abrazar por su nueva mamá ante la mirada del gato negro que se ha sentado a varios metros de distancia, medio escondido bajo un arbusto. Carlos, fuera ya de la vista de la familia reunida, los mira de forma tan anónima como el gato, mientras musita unas palabras casi inaudibles.

—Porque los ángeles de la guarda tienen el don de ver el camino. Y aman tanto a los humanos que, si tuvieran boca, no se aguantarían de decirles las cosas buenas que les van a pasar y advertirles de las cosas malas. Pero eso, Rosita, no puedo decírtelo.

Da media vuelta para irse cuando ve al gato, quien a su vez le devuelve la mirada con expresión inteligente. El joven le hace una señal de despedida con la cabeza. El gato mueve la cola y vuelve a vigilar a la niña.

XII
Informe

Poco después pasea Carlos por las atestadas calles con una mirada de paz. Mochila al hombro, el largo cabello suelto, se aleja hasta encontrar un parque. Un parque grande, solitario. Un lugar donde perderse en sus pensamientos. Un lugar donde rendir su informe al Jefe.

—Ya es nuestra, Señor —musita apenas el muchacho—. Casi la perdemos, pero la hemos recuperado.

Las nubes se apartan y un rayo de sol se cuela entre ellas, cayendo, como por casualidad, en el lugar donde el muchacho está sentado.

—Aunque sé que eso es un eufemismo, porque la decisión siempre ha sido de ella —continúa hablando para sí mismo—. Libre albedrío, le llaman, ¿no? Esta niña jamás hubiera podido decidir si crecía en las manos de uno de Ellos. Así lo entiendo. Ha de crecer entre humanos para vivir su propia humanidad.

Las nubes se cierran y Carlos vuelve a quedar en la penumbra de las sombras de los árboles. Cierra los ojos y descansa unos minutos. Luego se levanta, la mirada brillante y, animado, empieza a caminar silbando una alegre tonada que recuerda, vagamente, a un rock pesado.

XIII
Retorno

En un apartamento del este de la ciudad en el que no suelen escucharse sirenas policiales durante la madrugada, se reúne un variopinto grupo. Sentados en círculo en medio de la sala, rodeados de libros y papeles, dados y lápices, mapas y miniaturas, ocho personas conversan animadas.

—¿Comenzamos? —dice animadamente Carlitos —. A ver, ¿dónde nos quedamos el domingo pasado? Fue en la torre en la que ustedes acababan de derrotar a la harpía que declamaba poesía, ¿no es cierto? ¿Lo recuerdan?



© 2007 Susana Sussmann
© 2007 Sue Giacomán Vargas (primera ilustración)
© 2007 William Trabacilo (segunda ilustración)

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Conversación en la Forja

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