CUENTO: El sol traidor, por Zoraida Martínez

Mayor y Menor tienen como trabajo proveer del líquido indispensable a su comunidad. No importan sus diferencias, ni el ceño fruncido de Ma, ni lo que Mayor pueda saber sobre la historia de sus antepasados, ni el hipnotismo de la danza de Katerana, ni el recuerdo de la Body: lo primero es encontrar los pozos.



“... Mientras quema mi cabeza y se abrasan mis ideas, voy sin rumbo entre la arena,
conversando con la muerte, apostando con el Sol traidor...”
— Diario del Misionero Jamás Encontrado

Ya eran varios los días desde que Mayor había comenzado, junto a su hermano, la tarea de encontrar un nuevo pozo. Hacía tiempo que las reservas del pueblo habían mermado considerablemente y ellos, continuando con la tradición de trabajo que habían aprendido de su madre, salieron una mañana a buscar una nueva fuente de líquidos. Era una tarea ardua, sólo para sujetos hábiles, pacientes, con experiencia en el desierto y, además, con buena puntería. Ellos habían estado en la profesión desde niños, cuando salían con Ma, y él, el mayor de ambos, empuñaba la escopeta mientras su hermano menor le pasaba la munición. En aquel entonces Ma conducía tal como le tocaba hacerlo a él hoy.

El jeep se desplazaba fácilmente sobre dunas rojizas, de cálidas curvas y suave arena contaminada. El vehículo las devoraba con prisa, impregnado, tal vez, con la misma ansiedad que sus ocupantes. Mientras, éstos usaban sus sentidos más agudos para encontrar pistas del dichoso pozo.

Como buenos profesionales estaban acostumbrados a soportar las condiciones incómodas que les imponía el oficio: los ajustables (infrarrojos en la oscuridad, opacos frente al resplandor del sol) les pesaban sobre las narices aguileñas, mientras las gruesas chaquetas térmicas que portaban moderaban la inclemente temperatura que era dueña absoluta de aquellos rumbos. Además, numerosos diales, conexiones, tubos y circuitos conformaban una amalgama que zumbaba sin parar bajo la tela especial, con una cadencia capaz de enloquecer a cualquiera.

Para colmo, arriba, en las alturas, un astro obeso y poco dado a la piedad les incomodaba robándoles minuto a minuto el escaso líquido con que contaban. Por causa de los rayos de aquel sol, el equipo de procesamiento de líquidos que llevaban en la parte posterior del jeep, lanzaba destellos burlones. Éstos parecían repetirles monótonamente: “Estoy vacío, estoy seco, estoy vacío”.

En medio de la marcha, a diferencia de su hermano menor, Mayor podía estar alerta mientras sus pensamientos iban de un punto a otro. Era la mejor medicina para combatir la ansiedad provocada por las insinuaciones que les hacía la muerte en cada tramo del camino.

Sin necesidad de volver el rostro, sabía que a su izquierda, en el parabrisas, pendían de una elaborada cadena un par de objetos para la buena suerte: la foto desteñida de su cejijunta progenitora, acompañada de la nueva foto de la Body, la mujerzuela favorita de Menor. En la primera, la severa doña había quedado plasmada en uno de sus gestos más torvos; uno tal, que sólo para su par de críos tenía algo de maternal. Era el gesto típico de después de haber abatido a una “pista”. La segunda era una foto bastante representativa de una chica, algo guapa y rubia, que se contorsionaba sonriente con gatuna habilidad para mostrar su generoso y desnudo trasero.

La foto de Ma le permitió evocarla con nitidez, tal y como la habían dejado la noche en que partieron a su misión. La vieja estaba bastante tullida, por lo cual se había retirado del trabajo o, para ser sinceros, sus hijos la habían tenido que retirar y a ella le había agradado muy poco. Aquella noche tomaba el fresco al frente de la casa y se embriagaba con la visión de las estrellas (y, por supuesto, también con el garrafón de licor en polvo que asía codiciosamente entre sus piernas). Como buenos niños, los hermanos habían ido a despedirse. Mayor le depositó un sonoro beso en el parche del ojo, algo que había contentado bastante a la vieja que rara vez sonreía, mientras que Menor le demostraba solícito lo hábil que era: con una finta había esquivado el bastón de Ma, salvando el cráneo por poco, mientras que con manos ágiles le arrebataba la manivela del jeep, pieza muy necesaria para encenderlo, y que Ma siempre se encargaba de hurtar.

—¡Canalla! ¡Mugroso! ¡Ladrón! —gritó y pataleó la venerable anciana sin lograr levantarse de la silla, mientras los hermanos corrían hacia la parte posterior de la casa, donde se guardaba el jeep—. Algún día te voy a atrapar ¡Malnacido! —Mayor no sabía por qué, pero algo le hacía sospechar que él era el hijo favorito de Ma.

La escena le hizo sonreír, pero debió volver al presente cuando se dispuso a acometer el peligroso descenso por una duna muy alta; un solo error podría hacer que el jeep se volcara, y aquella zona era famosa por las colonias de insectos carnívoros que vivían enterrados bajo las arenas. Minutos después, cuando el peligro pasó, el recuerdo de lo que hicieron antes de dejar el pueblo aquella noche lejana, se apoderó de él con sigilo: Menor estaba empeñado en conseguir un segundo amuleto de la buena suerte, así que se dirigieron inmediatamente a “La Hiena Sedienta”, donde vivía y trabajaba la Body.

¡Cosa rara la afición de su hermano por una chica en particular! Allí, cuando iba de visita al local, nunca terminaba la ronda sin al menos dedicar unos minutos a la buena (aunque rematadamente estúpida) Body; el menú siempre podía variar, pero ese postre, no. En cuanto a él mismo, se podía decir que sus gustos por lo femenino eran casi nulos. Solía esperar a que Menor acabara, sentado en una mecedora frente a la puerta de turno, silbando, sombrío, sus canciones favoritas, con la escopeta “evita interrupciones” posada sobre las rodillas.

Al pensar en el tema, lanzó un sonoro suspiro mientras daba vuelta al volante para cambiar de rumbo. Había comprobado que, en esta vida, nunca faltaba la excepción que confirmaba la regla, y para él era la piadosa Katerana. La dama en cuestión pertenecía al grupo de los feligreses que asistían a su ministerio; ella jamás faltaba a los servicios religiosos. Para evocarla no necesitaba de ningún tipo de amuleto. En su cabeza, en sus recuerdos, tal como ahora que navegaba entre las dunas, siempre se colaba ella. Desde la primera vez que la vio le habían atraído su manifiesta devoción al Dios Serpiente y su habilidad como Gran Danzante de las Cascabeles: sus contorsiones en el suelo, cubierta de éstas criaturas, rayaban en la pureza de la epilepsia. Sus ojos desorbitados la bañaban de una dulce locura irresistible (al menos para él). Poco del mobiliario a su alrededor sobrevivía cuando ella caía en aquel exquisito y pleno éxtasis, durante el cual su cuerpo luchaba desenfrenadamente contra el veneno que desde niña se sabía acostumbrada a soportar. Era tan adorable en esos instantes, que resultaba tonto el temor que infundía en el resto de la congregación. Cosa rara, todos solían cambiar de acera cuando se la encontraban en la calle. Sus cabellos caoba, jamás mancillados por un peine, eran una mata alegre donde deseaba enredar (seguro se enredarían) sus dedos... Cosa mala: el marido de ella era una mala bestia, y era mejor para él no meterse, pues algo en la mirada de ese toro ciclópeo y desquiciado le hacía suponer que no le agradaría encontrarlo a la medianoche del domingo, tras volver de las minas, administrándole “veneno bendecido” a su mujer.

Pronto, la cercanía a la Tierra de los Malditos, hizo que Mayor se deshiciera de todo pensamiento vagamente ligado a las mujeres. Ahora no podía permitirse ningún tipo de distracción. Su mente ejercitada desechó todo asunto superfluo para hacerse cargo de problemas más inmediatos. Necesitaba de toda la información de la que disponía sobre aquel territorio, e inmediatamente comenzó a rescatar de la memoria escenas de tiempos pasados que, la intuición le decía, serían de mucho provecho.

En su infancia, Ma contaba en ocasiones divertidísimas historias del Tío Sabio. Menor, que solía distraerse, constantemente acababa con un par de cariñosos bofetones reclamando su atención; pero Mayor siempre estaba atento, tratando de imaginar cómo eran las cosas en la famosa Edad de los Dictadores del-Agdwa, cuando el gran desierto que cruzaban había sido verde (asqueroso color) y lo líquido pululaba derramándose libremente, rodando por cientos de kilómetros como una nauseabunda cinta plateada o cubriéndolo todo con un ancho descomunal y enfermizo olor salobre. Lo poblaban ridículos animalejos que habían desaparecido hacía mucho, mucho tiempo, hacía más años que piojos tenía el marido de Katerana. Quienes se habían desecho de cosas tan estúpidas hicieron un buen trabajo, aunque, según tenía entendido, poco les reconocieron el mérito en su época. (¿Fue la horca, la guillotina o el rebana-almas? No recordaba.) Ahora casi todo tenía ese familiar color marrón grisáceo, tan bueno para mantener en calma el espíritu. Sólo las criaturas del Dios Serpiente (entre ellas cascabeles, hienas, buitres y hombres) habían sobrevivido, ágiles, rápidas y atrevidas, saciada su sed por el maná que fluía de los pozos. Por supuesto, no se trataba de un dios bondadoso y los pozos se secaban ante los ojos glotones de sus servidores y, luego, era muy difícil encontrar los nuevos.

Según el Tío, en los tiempos de su juventud, los Abuelos solían lamentarse de las pérdidas del pasado, lloriqueando obscenamente por el mundo que cambió, maldiciendo con ira a los culpables; y por tanto, no era raro ver a aquellos ancianos martirizados por las pústulas que atacaban a los malditos. ¿Acaso no habían sido sus propios actos los que colaboraron con el cambio, bendito fuera? Los Abuelos lloriqueaban por su abandono, de manos de los poderosos que controlaron, derrocharon y al fin gastaron, de todos los recursos del orbe, el que tenían por más preciado. ¿No era así como lo referían las palabras antiguas del Sagrado Libro de las Infamias? “Y Heoratá contaminó las fuentes de Wildom quien a su vez envenenó los cielos” (Hipócritas 10, 2-13), “Y Mexxelina dio a luz hijos diferentes hechos con ese oscuro arte llamado Ciencia, para engañar y abandonar a todos, para ir a vivir en un Oasis oculto lejos de La Gran Necesidad” (Huída 5, 18-9). Sí, los Dictadores, al perder el “objeto” con que controlaban a las masas, decidieron abandonarlas, para salvarse a sí mismos de forma singular. ¡Por la Sagrada Sombra que enmaraña las mentes, Señora de todas las Máculas, Consorte de su Dios! Ése había sido el mejor de los engaños, el peor de los abandonos, un envidiable acto de sagacidad.


En medio de los recuerdos, sus ojos del presente sintieron una pulsación luminosa, su mente se concentró nuevamente en el ahora y, por un momento, todos sus pensamientos se disiparon como en una débil polvareda. Un reflejo lejano había llamado su atención y se concentró en la señal que podía estar advirtiéndoles de la existencia de un nuevo pozo. Se trataba de una pista. A veces las pistas eran muy escurridizas, pero allá arriba siempre brillaba inclemente aquel Sol traidor que desnudaba de sombras el terreno y evitaba que las pistas, que por su naturaleza algo reflejaban de luz, encontraran un buen escondite. Ese mismo sol que los calcinaría a ellos si no se avenían a seguir bien sus señales.

Ahora venía lo bueno, lo sabía. Su hermano ya estaba como loco, la escopeta chillaba de contento entre sus manos, mientras manejaba los diales de las miras. El primer estampido se escuchó mucho antes de que girara el jeep con violencia para darle un mejor ángulo de tiro a Menor. Cuando la nube de polvo producida por el jeep se asentó pudo ver que, de la pista, sólo quedaba la parte inferior del torso.

¡Ese estúpido Menor! Siempre se olvidaba del tercer mandamiento: “No derramarás”. Y allí estaba esa extensa mancha roja que la arena chuparía en segundos con su sed desaforada. Pero al imbécil poco le importaba. “Si pillas una, ya tienes el pozo”, decía. Odiaba ese optimismo que podía acarrear el desastre: “A ver, ¿y si la pista viaja sola o no está simplemente asomada nutriéndose?” Las demás estarían advertidas y, pese a su necesidad de sol, no saldrían a delatar la posición del pozo.

La enorme sonrisa bobalicona que tenía su hermano mientras rodaban los últimos metros le dio la respuesta. (Menor creía mucho en el “No malgastarás saliva”.) Al llegar a un punto conveniente, el jeep no hacía falta. Aunque “ellas” tenían un miedo absoluto a las máquinas alimentadas por el Sol, prefirió desconectar el sistema de arranque del jeep y dejar encendido el sistema de defensa. Se guardó la manivela dentro de uno de los bolsillos ocultos de la chaqueta (al lado de los puñales del oficio religioso) y marchó tras su hermano, que ya corría en pos de la recompensa.

Estaban frente a un grupo de cuevas bien disfrazadas entre la roca desnuda; obviamente eran nuevas, quizá las habían desenterrado las últimas tormentas de polvo, o quizá su origen fuera menos circunstancial. Dejó que su hermano fuera de un sitio a otro, husmeando; sabía que tenía un perfecto olfato para la humedad (y otros hedores parecidos). Nadie mejor que él para encontrar, entre cien cuevas, la verdadera abertura que llevaba al pozo.

El momento fue oportuno para que su memoria recobrara algo de protagonismo. Entre sus ideas se coló otra historia, de cuando vino el cambio, de los poderosos que lo habían producido y de cómo corrieron a esconderse en el último edén secreto, el oasis subterráneo, dejando atrás al resto de la humanidad. Mayor nunca había fijado una teoría convincente del por qué la tierra de ese edén había perdido su calor por lo que “ellas”, las pistas, tenían que salir a buscarlo, a pedirlo al Sol. Tenían todo el líquido que desearan, ellas se habían trasformado a sí mismas para producirlo y no morir con los que dejaron arriba. Pero aún así necesitaban del calor para seguir viviendo. ¡Ah, pero algo había pasado con el bonito calor! ¿Una descompostura?, ¿un fallo en los cálculos?... ¿una broma pesada del dios Serpiente?

La historia murió en su mente en el momento en que desenfundó las pistolas, ahora que se apoderaba de él un instinto brutal, parecido al que calzaba Menor a toda hora. Le gustaban más estas damas de estilizados gatillos y cañones anticuados, sus balas redondas derramaban menos al penetrar en su objetivo y le permitían una mejor puntería. Rodeado de los estampidos producidos por la escopeta de Menor y el silente chillido de sus damas se internó en la cueva, dándole a todo lo que se movía. Esa noche tendrían suficiente líquido, rojo y tibio líquido para seguir funcionando, una vez que fuera procesado por el aparato que aguardaba en el jeep. Tendrían provisión suficiente para regresar al pueblo a través del calor del Sol y dar la buena noticia. Inmediatamente los zapadores saldrían como una vistosa bandada de buitres a cosechar líquido del pozo, de aquel pozo, una de las tantas entradas al mítico oasis subterráneo.

© 2006 Zoraida Martínez
© 2006 Sue Giacoman Vargas (ilustración)

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Conversación en la Forja

4 comentarios

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    1. Zoraida escribe excelente. Es una lástima que ya no lo haya hecho más.

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  3. Excelente, cuento, muy interesante. Hay que releerlo, cada vez que uno deja de arreglar una llave que gotea ó un tinaco que pierde agua..

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