CUENTO: La cueva, por Erath Juárez Hernández

Cuando se vive en una cueva porque las ciudades y los campos son inhabitables, cuando se ha visto "eso" que se vuelve a ver cada noche en cada pesadilla, no es bueno olvidar el mantenimiento del refugio donde nos entregamos a la lectura.



Como cientos de habitantes de aquel pueblo, Mikael salió de su cueva casi al amanecer. Un ritual que todos debían ejecutar si querían sobrevivir en ese mundo hostil y despiadado. Vestía el holgado traje de plástico metálico que tanto odiaba, pero que era imprescindible para subsistir. La temperatura ambiente a esa hora era cercana a los cero grados centígrados.

En cuanto salió a la superficie arenosa, sintió cómo su traje se congelaba. Tenía pocos minutos para estar afuera, pues debía entrar a su cueva antes de que sufriera una hipotermia o la luz del sol lo quemara vivo en cuanto apareciera detrás de las montañas.

Afuera, sólo silencio y un viento gélido que formaba remolinos de arena alrededor de sus piernas. Volteó a ver a los que emergían como autómatas de sus cuevas. Le recordaron a las vacas, cuando eran llevadas al matadero.

No vio salir a su vecino por segunda día consecutivo. “Creo que ya nadie lo volverá a ver”, se dijo así mismo. Observó a lo lejos y su mirada se perdió por un instante, allá en el horizonte. La aurora esplendía, casi súbita, anaranjada y roja, tras el filo negro de las montañas. Todavía quedaban vestigios de lo que alguna vez había sido Zel. Sus enormes rascacielos abandonados se alcanzaban a ver a la distancia, y le recordaban que un día habían estado habitados por miles de personas. “Si pudiera algún día regresar”, pensó. Pero sabía que eso era imposible, esos edificios estaban ahí como una especie de tortura, como símbolo de la estupidez humana, para que no olvidaran que por su culpa el mundo era así.

Su destino, como el de los demás, era vivir apretujado en esa cueva. “Se nace, se vive y se muere en la cueva” era un dicho popular. La alarma de su reloj lo regresó a su triste realidad, le quedaba un minuto para volver a ingresar. Suspiró y dio un último vistazo a la ciudad abandonada.

Tan pronto ingresó a su cubículo, gruesas gotas de agua se condensaron en su traje y empezaron a resbalar para caer en el recipiente colocado en una de las piernas. Apenas pudo juntar medio litro de agua, pero suficiente para sus necesidades del día. Bebió un pequeño sorbo que le supo a gloria. Lo demás lo vació en una jarra.

Su hogar, un agujero en la tierra, tenía una temperatura cálida, cercana a los treinta grados y contaba con dos cuartos: uno para dormir y hacer sus necesidades y otro donde se sentaba a leer, que era cocina y comedor a la vez.

Mojó una esponja y con ella procedió a darse un baño. La deslizó por su cráneo rapado. Disfrutaba la caricia del agua cuando le resbalaba hacia la nuca; era la única rutina de su vida que no odiaba: el contacto del líquido con su piel lo transportaba a otros tiempos y a otros lugares. Cómo extrañaba un jabón. Bueno, extrañaba tantas cosas. Su rostro arrugado cambió por un momento, como si hubiera querido sonreír, pero regresó a la misma expresión de pesadumbre y hastío.

La destrucción de la capa de ozono había acabado casi con todo. Muy pocas formas de vida habían podido sobrevivir. Estaban expuestos a los inmisericordes rayos ultravioleta. Los insectos habían pasado a ser la especie dominante del planeta. Por las noches, millones salían a buscar alimento. Recordó a Sylvia. Sintió un escalofrío.

Se miró en el pequeño espejo que colgaba de la pared. Tenía tan sólo veinticinco años pero parecía de cuarenta. Su piel estaba arrugada como una pasa por la deshidratación. Por lo menos sus riñones no le habían molestado los últimos días. La mayoría de los habitantes desarrollaban cálculos renales.

Un pequeño haz de luz se coló por uno de los domos de la cueva e iluminó un poco el roído sillón donde se pasaba la mayor parte del día. El motor del pequeño generador de energía solar empezó a trabajar, el zumbido que hacía cada vez era peor. El purificador de aire y el ventilador estaban muy viejos, pero funcionaban y eso lo mantenía con vida. Los consiguió unos años atrás, cuando se casó. El precio había sido toda una ganga, tan sólo ocho galones de agua. Los había ahorrado para poder casarse. En aquél entonces trabajaba en una de las tantas plantas desalinizadoras que tuvieron que cerrar tiempo después al irse a la quiebra. El pago, por supuesto, se hacía con agua potable. En esos tiempos aún se podía transitar por las calles sin achicharrarse.

Cuando les avisaron que tenían que irse a habitar las cuevas afuera de la ciudad, al pie de las montañas, no lo pudo creer, pero no tuvo más remedio que hacerlo. Era eso o la muerte. Por lo menos estaría más tiempo con su amada. Otros se resistieron a irse y no sobrevivieron a las condiciones extremas del clima. Millones alrededor del planeta habían fallecido.

Todos recibían una ración de alimentos sintéticos cada mes con los nutrientes suficientes para no morir; además, electrolitos para evitar la deshidratación. Pero no siempre les llegaban, o no eran suficientes. Un transporte especial, resistente al calor, pasaba casi al caer la tarde a repartírselos.

Se rumoraba que los gobernantes no vivían en cuevas y que comían alimentos naturales. Mikael no creía que eso fuera posible. El oxígeno estaba tan enrarecido por la falta de árboles que dudaba de que hubiera plantas que resistieran así. Sabía que la vida en la Tierra nunca más sería posible porque la destrucción era irreversible.

No habían pasado dos horas después del mediodía cuando el cielo se nubló por completo. Maldijo su suerte. Ahora tendría menos oxígeno. La pila de su generador no recargaba lo suficiente por lo que su purificador de aire trabajaría a la mitad de su capacidad.  Sabía que no llovería mucho, por lo que no se preocupó demasiado. La lluvia ácida no solía demorar tanto. Por si acaso, unas gruesas capas de una aleación especial de metal hacían a las cuevas resistentes a la corrosión. Hacía bastante tiempo que la suya no recibía mantenimiento, pero no quería preocuparse tan temprano.

Se acercó a un estante y tomó su libro preferido. Se pasaba todas las tardes mirándolo hasta que lo vencía el sueño. Estaba lleno de fotografías de la Tierra, de cuando la gente se daba el lujo de desperdiciar el agua. Cayó dormido mientras veía la imagen de unos niños chapoteando en un estanque. Empezó a soñar.

Siempre era la misma pesadilla. La noche en que su esposa murió. Cuando se la comieron viva. No pudo evitar que Sylvia se asomara para investigar qué era el golpeteo insistente en el techo de la cueva. Tan pronto se asomó, miles de cucarachas se le subieron encima. No eran del tamaño normal que conocían nuestros ancestros. La contaminación y la radiación las habían hecho mutar, hasta alcanzar la medida de un ratón. Él intentó quitárselas de encima, fue una lucha desesperada e inútil. Mató a decenas con sus pesadas botas, pero no fue suficiente. Para su desgracia, ella corrió hacia afuera de la cueva. Ahí miles de bichos la cubrieron por completo. Los gritos de Sylvia retumbaban dentro de su cabeza desde entonces. La imagen de los asquerosos insectos metiéndose en la nariz, boca y oídos de su amada, mientras él sellaba la escotilla, lo había acompañado en sus pesadillas todas las noches.

Despertó agitado, su corazón latía a mil por hora. El sol se había metido por completo. Lo único que se escuchaba era el sonido monótono del ventilador. Se levantó a tomar su ración de agua. Estaba dando el último trago cuando un ruido lo hizo estremecer. Un lúgubre horror tenebroso le heló la sangre.

Primero pensó que seguía soñando, luego que era el ruido que producía su purificador de aire. Estaba equivocado. Era como si miles de diminutas patas se arrastraran en el techo de su cueva. Luego escuchó un extraño rechinido, como cuando alguien raya la superficie de algo con una navaja. Se asomó por una de las ventanillas de los domos.

Su rostro arrugado se puso pálido. Se le pobló de pesadillas rojas el cerebro anémico. No daba crédito a lo que estaba viendo, se le hizo un nudo en el estómago. Enormes cucarachas rodeaban su cueva, se apretujaban entre ellas, como si quisieran penetrar el metal. Se sorprendió al ver que cada vez eran de mayor tamaño. Respiró profundo para tranquilizarse, podía escuchar cada pulsación de su corazón. Sabía que era imposible que penetraran las paredes. A no ser que…

El ácido de la lluvia había hecho un pequeño orificio en un costado del domo. “¡Maldición!”, gritó. Los insectos se peleaban por entrar por la rendija, como si olfatearan la carne fresca. El tamaño del hueco no era tan grande, pero lo suficiente como para que pudieran ingresar uno a uno. Mikael abrazó el libro que tanto le gustaba. No tuvo más remedio que utilizarlo como arma para defenderse. Conforme iban cayendo, las aplastaba. Una tras otra. Con cada golpe, un chorro de líquido amarillo le salpicaba el rostro. Pronto el libro se humedeció y empezó a despedazarse. Por último, cuando sintió que las fuerzas lo abandonaban, utilizó los pies y las manos. Los jugos de las cucarachas formaron un gran charco amarillo y pegajoso. Ya no podía más. Resignado, decidió descansar.

Pronto la habitación fue llenándose de cucarachas y otros insectos que no reconoció. De reojo miró hacia la mesa donde se encontraba la jarra de agua. Se abalanzó sobre ella y empezó a beberla desesperado. Cerró los ojos y se imaginó que estaba en medio de un oasis, chapoteando en un estanque rodeado de cascadas de agua junto a Sylvia. Disfrutó cada gota. Le habían dicho que el agua no tenía ningún sabor, a él le sabía a gloria.

Sintió pequeñas punzadas de dolor en los pies, luego en la entrepierna, en el estómago, en el cuello. Resistió hasta que bebió todo el contenido de la jarra. Luchó un poco más, pero era una batalla sin sentido. Quiso gritar, pero los insectos dentro de su boca ahogaron su voz.



© 2006 Erath Juárez Hernández
© 2006 Marina Dal Molin (primera ilustración)
© 2006 Sergio Monterrubio Maríquez (segunda ilustración)

Esta obra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Conversación en la Forja

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