CUENTO: La cámara del gorgón, por Víctor Pintado

Dos aventureros decididos a encontrar lo que buscan, una cámara misteriosa e inaccesible, varios episodios sangrientos anteriores que descorazonarían a quien no tuviera la fuerza suficiente. Finalmente, otra misión para renovar los planes de disfrutar de las hazañas exitosas.



Seis días después, los dos aventureros alcanzaron la cumbre de la montaña del Loco Rojo. Aquél era un punto de no retorno porque, al haber perdido su avituallamiento en el tramo de los nidos de cóndor, la pareja sólo tenía dos opciones: o continuar hasta el final y cumplir su objetivo, o intentar volver por donde habían venido. Continuaron, pues sabían que apenas les quedaban unos metros para llegar a la entrada de la Cámara del Gorgón.

En efecto, en la parte más alta de la montaña había una especie de pórtico de piedra sucia, alrededor del cual la tierra estaba muerta. Entraron y hallaron unas escaleras que los llevaban de nuevo a las profundidades. Las paredes de estas escaleras estaban cubiertas de piedras brillantes, que iluminaban el camino. Marco insinuó que podían llevarse alguna de esas piedras para una buena venta, pero Íburis apaciguó a su compañero y le dijo que sería mejor recogerlas a la vuelta. Sólo caminaron bajando en espirales durante unos cinco minutos, pero la falta de aire corriente les mareó igualmente, hasta que llegaron a un espacio en el que el aire y la temperatura parecían indicar la presencia invisible de algo vivo. Ambos habían oído durante su descenso un movimiento de pasos que, al llegar a lo que suponían era la Cámara, se había hecho más y más sonoro.

Íburis agarró su daga:

—Prepárate para cualquier aparición, Marco, cualquier cosa, la más horripilante que te puedas imaginar. Fuese lo que fuese lo que volvió locos a tantos saqueadores antes que nosotros, tiene que ser algo extraordinariamente espantoso. Sobre todo, intentemos permanecer en nuestros cabales...

—Sí, dicen que esta montaña se llama “del Loco Rojo” porque, antes de precipitarse desde la cumbre, el último hombre que estuvo aquí vio algo tan horroroso que se cortó los ojos con las piedras para hacer desaparecer de su retina la imagen grabada de su desdicha.

—Y mientras su cuerpo caía despedazándose contra las rocas, se iba tiñendo de rojo sangre por completo. Cuando los aldeanos lo encontraron casi al pie de la montaña, aquel desgraciado todavía vivía, y antes de morir acertó a pronunciar dos palabras... “Hay gorgón.”

—Yo, esa parte —dijo Marco, ya un poco incómodo por la explicitud de su compañera de viajes—, no me la creo. Son todos cuentos porque, dime tú: Si te cortas los ojos, de entrada, el dolor te hará...

—¡Sshhhhhh! —lo interrumpió ella porque el ruido de movimiento se había hecho más fuerte que nunca. De repente se escuchó un estruendo de rocas al moverse y, desde detrás de ellos, entró una cantidad impresionante de luz blanca cegadora. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la iluminación tenue, así que para ellos fue un contraste demasiado brusco.

—¡Pequeños! —Era una voz algo gangosa —. ¡Qué divertido!

Íburis y Marco tardaron algunos segundos más de lo habitual en adaptar su vista a la nueva iluminación. Tenían miedo de lo que pudieran presenciar, pero no se podían permitir huir. Y lo que vieron fue un anciano, el doble de grande que la persona más alta y con el doble de arrugas, que les miraba con ternura, como si mirase unos niños.

—¡Buenas tardes, pequeños! Habéis venido a por alguno de los tesoros que guarda esa sala, ¿verdad?

Marco estaba boquiabierto, no supo responder.

—¡Sí! ¡A eso hemos venido! —respondió valiente Íburis—. ¡No nos iremos sin el Diamante de los Reyes Láider! ¡Y nos es igual lo peligroso que hayas sido anteriormente, monstruo! Te veo ya muy viejo para defenderte de esta daga.

—Calma, calma, yo no me interpondré. De hecho, moví esta roca para que pudiese entrar luz desde este hueco en la montaña y así os fuese más fácil buscar entre las distintas joyas de esta cámara...

Qué sorpresa para los dos aventureros: la Cámara había estado todo el tiempo delante de ellos y, al girarse para defenderse, habían dejado el objetivo a sus espaldas.

El gigante les volvió a alentar:

—Entrad a buscar el diamante, pero sólo uno a la vez. El suelo está muy débil y no podría soportar el peso de los dos, ni que decir el mío.

—¿Cómo podemos fiarnos de ti? —dijo Íburis.

—Yo entré hace unos pocos milenios aquí, buscando otro tesoro que al final nunca encontré: me perdí en el laberinto de galerías y olvidé cómo salir. He visto cómo, generación tras generación, gente pequeña como vosotros ha intentado llevarse cosas, la mayor parte de las veces muriendo en el intento. Yo les quería ayudar, pero me creían un demonio e intentaban matarme, así que últimamente me divertí un poco asustándoles con bromas. —Y mostró su desnudo brazo izquierdo, el cual empezó a mover sutilmente hasta que se volvió verdoso y escamoso. Sus uñas crecieron hasta lograr la apariencia de colmillos. Había formado una serpiente con sólo hacer unos giros de muñeca—. En realidad, no hay ninguna razón para que podáis confiar en mí. Eso será decisión vuestra. Yo sólo os quiero ayudar, porque a lo mejor, si alguno logra regresar vivo y con tesoros, vendrán cada vez más humanos, y quizás alguno me ayude a salir de esta montaña. La mayoría de los corredores son demasiado pequeños para mí, y yo quiero morir tomando el sol en una costa de aguas azules y arena dorada, en vez de en este sitio oscuro y lúgubre.

—Pues, podrías salir por una de estas aberturas, como la que has destapado para alumbrarnos —dijo Marco, que empezaba a confiar.

—Lo intenté hace muchos años, pero las alturas me aterrorizaban; solamente me asomo de vez en cuando para robar de los nidos de pájaros algunos huevos. Lo cierto es que, a base de sostener la fe en llegar a encontrar las galerías por las que entré, fui perdiendo mi fe en volver a encontrar el mundo que dejé.

Enternecido tras haber escuchado esta historia, en Marco desapareció el temor y resolvió entrar en la Cámara él primero, ya que su compañera estaría en buenas manos mientras él intentase encontrar el Diamante. No era una sala demasiado grande, ni siquiera majestuosa, pero cabían muchas cosas. Buscó entre los muchos tesoros. Una hora después, todavía no lo había encontrado. Salió de la Cámara.

La chica se había entretenido mientras tanto jugando a las sombras chinescas con el gigante. Siempre perdía, porque el anciano parecía no tener huesos y cuando probaron a hacer siluetas de pulpos en la pared, ella sólo supo poner una mano en puño encima de la otra mano, con la que figuraba tentáculos con los dedos. Por supuesto, los tentáculos del viejo fueron más verosímiles.

La muchacha ya estaba deseando que Marco encontrara lo que habían venido a buscar y largarse de allí lo más rápido posible, porque le incomodaba perder en un juego más de seis veces seguidas. Fue entonces cuando llegó él:

—Oye, Íburis, que el Diamante no está.

—¿Cómo que no está? ¡Será que no has buscado bien!

—Sí, he buscado por todas las estanterías, incluso por los cajones.

—¿Y has mirado en el montón que está en el suelo?

—¡En todas partes!

—Bueno, ahora voy a buscar yo. ¡Y como lo encuentre, ya te puedes olvidar de que comparta contigo la cantimplora en el viaje de regreso!

Y le dejó a solas con el gigante, mientras entraba decidida en la Cámara.

A Marco no le dio el anciano oportunidad para jugar con él: se echó una siesta. Tan sólo cinco minutos después, salió ella con el Diamante, tan grande como una cabeza humana.

—¿Qué me decías de que no estaba?

—Esto... ¿y dónde lo encontraste?

—Ven, que te enseño dónde estaba.

El viejo era tan fuerte como cien bueyes, podía alterar la consistencia de sus miembros, pero para él la siesta era sagrada, y en su inconsciencia no pudo advertirles de nuevo a los dos aventureros que no se metieran los dos a la vez en la cámara, porque el suelo no podría soportar el peso de todo.

Íburis, con el Diamante a salvo dentro de la bolsa, llevó a Marco hasta una estantería al fondo de la Cámara.

—Mira: ¡estaba aquí! ¡Debajo de este pergamino!

—Pues te juro que yo aquí miré y no estaba.

—Sí, claro: verías un pergamino y ni siquiera se te ocurriría mirar debajo. Si es que... ojos para que os quiero.

No pudieron decirse nada más, porque en ese momento el suelo se hundió en un quejido de rocas y los dos jóvenes cayeron a un abismo de oscuridad total.

La caída fue sólo de unos segundos, pero era una sensación de horrorosa incertidumbre. ¿Cuándo y dónde tomarían tierra? La respuesta vino casi antes que la pregunta: cayeron en un río que corría por galerías dentro de la montaña. A juzgar por el eco que producían los gritos de ambos, probablemente esos eran los corredores por los que el gigante se había internado miles de años antes, cuando todavía no habían sido tomados por las aguas.

Una media hora de rápidos descensos después, la luz los reanimó. Estaban en el río principal del pueblo al pie de la montaña.

Cuando se vieron capacitados para ello, mareados como estaban, se agarraron a unos salientes rocosos utilizados por los pescadores, y salieron del río, que les hubiera seguido arrastrando hasta quién sabe cuándo.

Íburis miró en su bolsa, temiendo que en el descenso se hubiese perdido algo:

—Recapitulemos: tenemos con nosotros el Diamante de los Reyes Láider. Casi nos matamos... varias veces. Y entre nuestros próximos proyectos, deberíamos considerar el ayudar a aquel gigante anciano a salir de las grutas.

—Conmigo no cuentes para volver a subir ahí. Entre los cóndores que casi me comen y la bajada turística por el río, yo ya tengo aventura para el resto de mi vida.

—¿Qué quieres decir? No lo hemos pasado tan mal. Y si ahora vendemos este diamante, más algunos otros que recogí en esa cámara tan abarrotada, podremos vivir más que holgadamente durante una temporadita.

—Ya lo sé.

—¿Entonces?

—Yo ya no quiero ir detrás de dragones, ni cosas de ésas. Yo lo que quiero es volver a mi pueblo, y disfrutar de mi herencia.

Marco se quedó taciturno. Pero Íburis no se quedó callada:

—¿Tan pronto te cansas de todo? Te recuerdo que si no me hubieses dado cobijo para curarme de las heridas que me propinó aquel lagarto, nunca se me habría ocurrido proponerle acompañarme en mis viajes a alguien como tú. Pero fuiste tú, tú, el único que se arriesgó a ser atacado por el lagarto, para recogerme y sacarme de la plaza mientras ese bichejo se distraía destrozando las casas de tu pueblo. ¿Cuántas veces me contaste lo que te aburría ser banquero en el negocio de tus abuelos?

—...

—Mira, tu pueblo está relativamente cerca de aquí. Nada más tienes que caminar hasta esa aldea que se ve en el horizonte; ahí preguntas y te dirán cómo ir hasta el siguiente horizonte que se vea desde allí. Y podrás morir con la conciencia tranquila, sabiendo que al igual que tú, un anciano va a morir entrampado dentro de unas cuevas en el interior una montaña.

—Je, je...

—¿Estás riendo? ¡Estás riendo!

Efectivamente, la risa empezó a salir de Marco como el agua que brotaba de la montaña:

—¡Gracias, mi querida Íburis! ¡Gracias por recordarme que ya sólo quiero volver al pueblo donde viví en el caso de que otro monstruo lo asole! ¡Gracias por saber administrar los recursos de modo que nunca nos falte agua! ¡En fin, gracias por ser tú y no otra! Primero vamos a descansar unos días, pero la próxima semana... ¡liberaremos a ese gigante!

© 2007 Víctor Pintado
© 2007 Juan Raffo (ilustración)

Esta obra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Conversación en la Forja

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