Mi hija de seis años me preguntó si podía ponerle antiparras al perro. Oso, nuestro can, era bastante dócil y quería mucho a Fabiana; le dije que sí, y que me avisara en cuanto el chucho tuviera las gafas. Fabi me pasó la voz, se acercó a mí corriendo y me dijo que le había puesto los lentes a Oso. Además había aventado al chucho a la piscina, para que nadara. Sabía que los perros eran buenos nadadores, pero me preocupé. Oso no tenía de dónde sostenerse y no creí que pudiese subir a tierra trepándose al borde, que estaba alto. Llegué al lugar con rapidez y no encontré a nuestra mascota en ningún lado. Me lancé al agua: lo único que hallé fueron las antiparras.
Fabi lloró desconsolada durante días.
Es de noche, se oyen ladridos en el patio.
Voy con mi esposa, a ver qué pasa. ¿Oso habrá regresado?
La escena es aterradora: Fabiana flota inerte en la piscina, boca abajo.
Desesperado, intento rescatarla. Ya es tarde, está muerta; tiene puestas las antiparras.
No ha sido un accidente, lo sé. Los ladridos todavía resuenan, provienen del fondo del agua, y ahí sólo hay una cosa: el cadáver de un perro.
© 2018 Carlos Enrique Saldívar
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Conversación en la Forja
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