Parte 1, por Rolcon
Iba a hacer una filmación, pero como Forjadores es un ámbito en el que se trabaja con la "escribilidad", debo escribir lo que está sucediendo en este momento en las calles de Boedo (barrio tradicionalmente poético popular combativo de BsAs).
Desde antes de la medianoche, entre el doce y trece de marzo, fueron acercándose las masas que participan de los festejos del primer año de existencia de Forjadores, sabiendo que sólo se trata del primer festejo de miles que se sucederán.
Está programado un espectáculo de fuegos artificiales. Todos saben que éstos serán inesperadamente superiores a los que Gandalf preparó para el cumpleaños de Bilbo.
Mientras esperan, y al sonar de tambores retumbantes con un complicado ritmo que resuena a canbombe (no confundir con candomblé, que acá todo es fantástico pero no negro), milonga y el solo de batería de Bonzo en el Madison, las gentes ululan suavemente manteniendo la cadencia de vuelo de las toneladas de papel picado (ecológico, of course, que nadie quiere joder ni a Gualeguaychú ni a Uruguay), danzan con aire élfico, comparten ambrosía y néctar, se palmean familiar y afectuosamente los brazos antes de darse el rudo abrazo de amigos, encuentran amores perdidos, renuncian a la cotidianeidad y echan (y antes de echarlos los hacen) conjuros de alegría, vida y afecto.
En la esquina, la banda de los poetas eglógicos y sencillos, manteniendo la síncopa que un grillo les marca, recitan al unísono pero no con única voz, poemas y canciones que encantan a mariposas, polillas y hasta mosquitos, que dejan de picar a la gente para seguir danzando.
Todos esperan ansiosos los fuegos artificiales.
Y empezamos, ya: DIEZ, NUEVE, OCHO, SIETE, SEIS, CINCO, CUATRO, TRES, DOS, UNO... AAAHHHHOOOOORAAAAAA.
¡¡¡Estallan los fuegos!!!
Se arma un yunque, negro él como buen yunque, con algunos brillos en las zonas de mayor uso. Y todos entendemos por qué se esperó a las once de la mañana, momento inusual para fuegos artificiales: fahhh, fuegos artificiales negros. ¿Qué habrán usado para lograr ese estallido de negros tan brillantes, tal vez carbón activado con microporos, permanganato, qué, voto a bríos y a tíos?
Y ahora surge un martillo que es una vieja lapicera Parker que, además, tiene forma de teclado (de computadora, no de piano u órgano, no confundir) y golpea con gentileza y amabilidad al yunque, que vuelve a deslumbrar en su negritud (otra que Bohr y su cuerpo negro... que los quantos enceguecen a unos cuantos) y le va surgiendo una hoja escrita a través de un monitor con palabras que nadie entiende pero todos sabemos qué significan... Cada letra de un color nuevo, las hay cian, azul Prusia, magenta, carmín, amarillo mandarín, amarillo lama y amarillo oro, naranja con olor a las ídem, un rosa que de tan viejo es nuevo, verde pastito, verde palo borracho, verde pino, verde alerce y verde jazmín.
No podemos evitarlo, desde los poetas eglógicos y sencillos, desde el grillo, las mariposas, luciérnagas (que prenden y apagan suavecito siguiendo las luces de este hermoso día brillante, más brillante por los fuegos artificiales), polillas y mosquitos, murgas, congas y taitas y hasta nosotros los comunes y corrientes que pasamos grises por la vida de casi todos, emitimos un ¡¡¡Ooooohhhhhh!!! arrullador y se nos caen lágrimas de emoción y alegría.
Es todo tan... tan... TAN que no sabemos cómo expresarlo y reconocerlo.
Los vendedores de sánguches de chorizo y milanesa junto con los cocacoleros entran a repartir gratis sus viandas, entremeses y bebestibles, mientras todos los chicos de todas las escuelas revolean sus cuadernos y hojas, enseñados por maestros y profesores que disfrutan enseñando.
Las emociones y festejos, gestos, acciones y atenciones, benevolentes como nunca nos permitimos realizar, se expanden. Llegan noticias que hasta en el Obelisco se han reunido multitudes que ven simultáneamente en directo (vaya uno a saber por qué, pero parece que el aleph se aposentó en el obelisco, así que todos ven, no como si estuvieran en Boedo, sino que están en Boedo a pesar de estar en el Obelisco) y por pantallas gigantes realmente gigantes lo que está pasando allá y acá, y todos dudan de dónde es allá y acá porque acá y allá está acá (que también es allá).
A lo largo del día seguirán los festejos o no, o sí, pero de otra manera: Dele que dele en un eterno retorno plácido siempre igualmente distinto, con eventos igualmente idénticos y diferentes la alegría y placer de recién el primer año y a la espera y construcción de los eternamente miles que continuarán.
Eso, ¿vio?
Parte 2, por María Eugenia Pereyra
Hasta estas latitudes se ha visto tan magnífica celebración. El pueblo de los Osontes quiere apreciarla en todo su esplendor; unos corren hacia los cerros, otros a los monumentos se suben, por todos los rincones de las Tierras Frías vibra la emoción. Estandartes, negros estandartes y banderas plateadas con el brillante yunque enarbolan excitados, ondean con el viento anunciando a los de las Ardientes Tierras que ha llegado el momento, el magno acontecimiento. Hasta el mismo cielo se pone negro en espera del suceso: Entonces, de sus árboles salen las ninfas, de las aguas las ondinas, de sus rincones los duendes, de los bosques los elfos... y sucede: ¡Llegan los Forjadores!
Los Forjadores de sueños, los Forjadores de espíritus, aquellos tesoneros Forjadores arriban comandados por su combativa Reina Su. Un enorme séquito, también vestido de negro brillante, la sigue con paso vencedor. Atrás han dejado tendidos a aquellos monstruosos seres de la Tierra del Miedo, de la Comarca del Olvido, del Reino de la Vergüenza, todos aquellos engendros que esclavizaban las mentes del pueblo de los Osontes del Sur y del Norte. Y en ese momento... brillan los extraños fuegos artificiales de las Tierras del Sur. Luego, como si proviniera de la nada, de lo perdido en el tiempo, la música élfica envuelve aquellas multitudes, es dulce, es meláncólica, es hipnotizante y todos guardan silencio... Pero de repente estalla un grito, como si fuera de un sólo Osonte, como si proviniera de una sola garganta: ¡Arriba Forjadores!
© 2007 Rolcon
© 2007 María eugenia Pereyra
Perfil del Forjador
ROLCON
Biografía todavía no tiene. Inició varios estudios, no terminó ninguno. Se nota. Oximorón: trabaja en diseño gráfico en un medio burocrático estatal. Lee desde que aprendió, nunca aprendió a escribir. Pero intenta y no lo logra.
Perfil del Forjador
MARÍA EUGENIA PEREYRA
Mujer por naturaleza, arquitecta por profesión, lectora por pasión y aprendiz de escritora por placer. Un resumen perfecto para deducir los dulces sinsabores y pequeñas satisfacciones de esta colombiana, amante de hadas, duendes, brujas y elfos y de contar sus historias bien forjadas, modeladas y afinadas a través del yunque de la Forja.
Esta obra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional. La imagen que acompaña esta publicación fue descargada de PIXABAY y es de dominio público.
No es natural que un hombre deba decidir ciertas cosas, no es humano imaginar la soledad a escala planetaria, no es razonable que el resultado de manipular lo que no comprendemos sean grandes agujeros de nada.
I
... lo imagino allá arriba. No puede ver nada. Ni siquiera puede pensar. Es culpa nuestra. De alguna forma es nuestra culpa, sí. Puedo decir que me obligaron, incluso puedo creer que me obligaron, que ellos fueron los responsables, los únicos responsables del dolor de esa criatura que solamente puedo ver como una estrella más, un brillo diminuto en ese cielo turbio, mientras la imagino en la soledad del espacio, flotando alrededor de la Tierra, sin saber dónde está o qué es. Sin ver. La oscuridad del espacio. El frío. Solamente puede sentir. El dolor. En algún momento va a poder sentir el dolor, el estímulo crudo que la obligue a destruir, a desatar su ira divina o animal sobre algún lugar de la Tierra.
O también puede morir sin haber hecho nada.
... pienso en su cuerpo, que era el de un recién nacido antes de la operación. Pienso en sus bracitos. En sus piernitas. En lo que quedó de su cerebro. Pienso, una y otra vez, en lo relativo que es hablar de la moralidad de nuestros actos.
II
... y yo... Qué soy yo. Un hombre más.
Nadie.
Pienso en ese cuerpito abandonado en la inmensidad del espacio, reconozco su luz entre otras estrellas, otros satélites. Su débil resplandor rojizo, apenas rojizo. Otros verán por sus ojos. Otros sentirán por sus nervios. Le provocarán dolor, y la criatura los rechazará con todas sus energías.
Una vez que la criatura reacciona, esas energías se amplifican, y se canalizan.
Así de simple.
Se amplifican, y se dirigen. Contra la primera amenaza que surja, por supuesto.
El problema es: ¿Una amenaza a qué?
Son problemas en los que no quiero pensar.
III
... pienso en ese cuerpito incompleto arrojado en medio del vacío. Pienso en el frío, aunque no pueda sentirlo. Lo imagino tratando de pensar, de imaginar algo. Lo pienso indefenso, lo recuerdo antes de las operaciones que lo convirtieron en un arma. No sé. Creo que es por la hora. Son las cuatro de la mañana y creo que tomé más de lo que debería haber tomado o me puse a pensar más de lo que debería haber pensado, o las dos cosas. Y, encima, solo.
Pero la analogía es inevitable.
Estoy solo.
¿Y qué soy?
Un arma. Sin mí, sin gente como yo, no podrían fabricar criaturas como ésa que veo, ésa que imagino, a través de la ventana. Hace frío. Quizás por eso pienso en el frío del espacio, y la criatura creciendo en soledad, hasta que su cuerpo sin extremidades alcance el tamaño de un adulto. O se funda, se sobrecaliente en algún ataque, o muera por no poder soportar el dolor, lo que ocurra primero.
Al fin y al cabo es lo mismo.
Es el destino de todos nosotros, ¿no? Porque, después de todo, quién de nosotros no es un arma. Con su silencio, con esa larga cadena de resignaciones en que se va convirtiendo una vida como la mía; por ejemplo, un hombre normal, que se sienta a la madrugada a mirar el cielo, que tiene un trabajo respetable en un laboratorio, para orgullo de su madre y de sus tías, que se lo cuentan a todo el mundo, aunque no sepan qué hace el hijo o sobrino en ese laboratorio, o precisamente por eso: porque no saben.
No saben.
¿Y yo qué podría decirles?
Que mi trabajo es para protegernos.
Qué pueden importar los monstruos.
Lo que creamos.
Si es para protegernos.
Para protegernos de qué. Y a quiénes.
IV
Al borde de un cráter que alguna vez fue una ciudad, docenas de Sabuesos permanecen inmóviles esperando instrucciones, o algún movimiento, algo que salga fuera de lo común. Acechan, aunque parezcan estatuas.
Custodian, sí, un cráter vacío.
Y así pasan los días.
Nadie sabe si los Sabuesos sueñan. Sería un consuelo pensar que sí.
Todo lo que se sabe de ellos es que están muertos.
O lo estuvieron.
Y en esa especie de semivida que les dieron, observan, permanecen de pie custodiando el cráter inmenso de lo que alguna vez fue una ciudad, y unas casillas de madera que se yerguen ahí, en medio de la nada, sin que nadie pueda verlas.
En el fondo, nos gusta pensar que los Sabuesos sueñan. Que no todo es servidumbre en sus semividas. Sería más fácil pensar que es así.
Que aún late alguna especie de conciencia en ellos.
Que no importa que hayan estado muertos.
Que no importa que los devuelvan a esa especie de resignada, silenciosa existencia.
Que aún queda, esperando, algún vestigio del pensamiento, tras esos corazones de latir mecánico, preciso.
Pero nadie sabe si los sabuesos sueñan, o piensan, o sienten algo.
V
... generalmente pasan unos cuantos días, hasta que ocurre. Alguien viene a la ciudad. Poco a poco van olvidándose de su existencia, pero algunos todavía la recuerdan.
Llegan en auto, por lo general, y el auto se detiene frente al cráter. Entonces, ellos permanecen inmóviles, creyendo que entraron a la ciudad, maravillándose de un lugar que ya conocen o que desconocen por completo, dejándose ir en los detalles de una geografía extraña, en todo aquello que la ciudad tiene de particular.
—Mirá, arreglaron la plaza.
—Podríamos bajar a tomarnos unos mates.
—Después, primero tendríamos que visitar a José...
—Bueno, podríamos venir con ellos...
—Sí, claro. Por qué no.
Todo esto murmurado, inmóviles en el auto, creyendo que los días transcurren en horas, sintiendo cada vivencia de la ciudad con la intensidad algo lejana con que se viven algunos sueños. Y todo por las criaturas. Quién lo sospecharía. Ni siquiera se molestan en protegerlas. Las ponen en casillas de madera, las protegen apenas de la lluvia, o del viento, o del sol que nunca van a poder ver. Y nada más. El principio es el mismo que con nuestros "satélites". Pero no quiero hablar de eso. Prefiero, ahora, pensar en esa gente que llega a una ciudad que ya no existe, detiene sin saberlo su auto en la autopista, antes de caer al cráter, y tiene conversaciones interminables que duran apenas unas horas, y se van creyendo que estuvieron en una ciudad como cualquier otra.
Me pregunto para qué quieren ocultar todo lo que pasó.
Qué hay de peligroso en ese cráter.
Y sin embargo tengo la vaga sensación de que yo supe la respuesta a esa pregunta.
VI
—... es la última vez que vengo con vos a esta ciudad de mierda.
—... sos vos, que no podés relajarte un miserable segundo.
—... no paraste de alterarme...
—... para mí que es la ciudad...
—... odio esta ciudad...
—... nunca más te acompaño...
—... bueno, ya mañana volvemos a casa...
—... viste qué simpática la novia de José...
—... se está haciendo tarde, y tenemos que manejar en la ruta...
—... no sé, a mí sí me gustaría volver...
—... yo lo detesto...
VII
... llegó al borde del cráter y se quedó pensativo, contemplando. Nada en sus circuitos lógicos le impidió llegar a la conclusión más obvia: aquello era un cráter. Vio un auto estacionado al borde del cráter y, simplemente, intentó acercarse. En ese momento advirtió a los Sabuesos, y a los vehículos-B, también conocidos como "cucarachas".
El primer disparo le arrancó media cara.
El cerebro parecía estar intacto, así que empezó a correr, en una maniobra básica de autopreservación (MBAP).
Siguió corriendo, hasta que todo se volvió una sola estela de luz cegadora y perdió todo contacto con su cuerpo. Lo siguiente fue oscuridad, sin calor ni frío, ni pensamientos, ni nada.
VIII
—... siento como si hubiera visto a alguien...
—Son ideas tuyas. Vení, acostate.
—No puedo.
—Dale, vení...
—En serio te digo.
—La ventana está cerrada.
—Ya sé... pero alguien se asomó a la ventanilla del auto y nos miró...
—Pero no estamos en el auto.
—No, claro.
—Dale, vení...
—Creo que soñé con un cráter enorme...
—¿Vas a venir o no?
—Sí, claro. Sí... ¿No sentiste eso?
—¿El resplandor?
—Sí... ¡Sí!
—Es normal en esta ciudad. Dale, vení y acostate, por favor...
IX
Veo el estallido en el cielo, el fogonazo. Es inconfundible. El fruto de nuestro trabajo. Me pregunto hacia qué lo habrán dirigido... Sea lo que sea, no puede haber sobrevivido. Eso que hace unos meses era una criatura humana, y ahora es un sepulcro en el cielo, un sepulcro que brilla en el cielo, sin conciencia de sí mismo o de lo que lo rodea, o al menos quiero pensar eso.
Veo el fogonazo, como un relámpago, y me pregunto qué habrá destruido.
Vi el haz de luz, pero no sé. No sé si tener miedo. Sé que, si me acostara a dormir, soñaría con ruinas, con la devastación. Porque yo sé lo que eso es capaz de hacer. Yo sé lo que somos capaces de hacer. Solamente puedo esperar que no, que no lo hagan. Que no destruyan, no sé, una ciudad, para...
Para qué.
Me duele la cabeza.
Tomé demasiado.
O quizás es la hora.
De todas formas, el satélite brilló por primera vez, y algo desapareció para siempre de la faz de la Tierra...
X
... no pasa nada. Solamente es un impulso primario. Algo le causa dolor, se revuelve contra eso, ajeno a todo lo que ese movimiento implica.
En la Tierra, con una precisión claramente infernal, queda un cráter de unos cinco metros de diámetro, en las afueras de otro cráter aún mayor. Dos personas siguen conversando, muy cerca de ahí, inmóviles en un auto, susurrando apenas.
—... ¿No viste eso?
—Qué.
—Como un fogonazo, un relámpago.
—Hay un sol bárbaro ahí afuera.
—No sé... Me parece raro. ¿No lo viste al tipo?
—Qué tipo.
—Ése al que le faltaba la mitad de la cara...
—Me suena.
—Y el rayo. Como venido del cielo.
—No, ya eso no...
XI
... apenas le queda tiempo para una pregunta lógica: "¿Qué pasó?"
Sabe lo que vio; un cráter donde la humanidad parece creer que hay una ciudad.
Hay un solo camino.
Enviar un informe detallado al fabricante.
Lo puede hacer ahora mismo, y lo hace.
Después, todo lo demás se va apagando.
XII
—¿Hola?
—Hola, ¿sí?
—Te necesitamos.
—Pero estoy en mi día de descanso.
—Es una emergencia...
—Bueno, pero... Pero creo que estoy un poquitín borracho...
—No hay otras opciones. Hay que tomar medidas drásticas.
—Oíme una cosa... ¿Dispararon el satélite?
—Sí, y eso tenemos que seguir haciendo...
—Pero, ¿por qué?
—Se descubrió información clasificada...
—¿Y por eso tenemos que disparar...?
—Mirá... No le digas a nadie, pero parece que de pronto ese cráter que hay ahí no va a ser el único...
—¿Eh?
—Eso es lo que dicen. Dale, apurate que no podemos empezar sin vos.
—Pero...
—Dale. Hay un vehículo-D yendo para tu casa, tiene que estar llegando. No podemos perder tiempo.
—No entiendo qué quieren hacer.
—Yo tampoco.
XIII
Imagino su soledad allá arriba.
Así, tan lejos de todo.
Imagino el dolor y la simple reacción a ese dolor. Lo que no puedo imaginar es cómo podemos haber convertido eso en un arma de destrucción masiva. No puedo comprenderlo, cómo o por qué. Termino de vestirme y el vehículo llega justo a tiempo, como siempre.
Parece que hubo un accidente.
Y ahí tengo que ir, a arreglarlo.
Es curioso; todos parecemos ser engranajes de un arma descomunal apuntada hacia nosotros mismos...
Creo que me duele la cabeza. Otra vez.
Y creo que no puedo soportar la culpa, y el presentimiento de que hay algo peor por venir...
Miro el resplandor, en el cielo, apoyando la cabeza contra el vidrio de la ventanilla. Me pregunto cómo llegamos a ser esto que somos, cómo llegué a ser esto que soy. Pienso en esa criatura abandonada en el vacío, tan lejos de todo esto. Siento su soledad como si fuera la mía; siento su dolor venido de ninguna parte como si fuera mío. Y sin embargo se me hace tan difícil imaginar cómo es para la criatura, para eso...
No sé.
Se me hace difícil vivir así.
Creo que no puedo soportar la culpa.
Ni el presentimiento de que hay algo peor por venir.
© 2007 Gonzalo Geller
© 2007 William Trabacilo (ilustración)
Perfil del Forjador
Nació en Santa Fe, provincia de Santa Fe, República Argentina, en 1980, a la edad de cero años. Con el tiempo hizo distintas cosas, como mudarse a Santo Tomé (ciudad vecina, a un puente de distancia de Santa Fe), empezar a escribir a eso de los once años, dibujar, componer algo de música e incluso estudiar Profesorado en Letras. Le publicaron en algunos lugares, como Santa Fe, Rosario, España, Chile, México, y tuvo alguna mención en Perú; siempre de un modo bastante amateur, como consecuencia de concursos y demás.
Perfil del Forjador
Ingeniero Eléctrico caraqueño. Actualmente se desempeña como profesor de Geometría Descriptiva. Su relación con el dibujo es un romance más antiguo: descubrió que le gustaba desde los catorce años, y se ha dedicado a garrapatear papel desde entonces. No tiene estudios formales en el área, de modo que, para un purista, el dibujo es su hobby. Pero él diría que no: su hobby es la lectura; el dibujo es más su placer.
Esta obra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Alguien se dedica aún a mirar las estrellas, a dar testimonio del nacimiento de cada una de ellas, a narrar en oídos jóvenes lo que ha aprendido.
El cuerpo joven y cargado de tristezas sin nombres, sin explicación, sin motivos capaces de ser expuestos a la luz del día, fue llevado por su portadora hasta el terreno verde y húmedo que se extendía bajo el cielo oscurecido por la lejanía de una estrella cercana e iluminado por la cercanía de miles de estrellas lejanas. Primero se sentó en el suelo y apoyó una mano en el pasto hasta que el rocío mojó su pollera y la palma de su mano. Luego extendió el brazo hasta tomar la tierra con el codo, con el antebrazo completo, y finalmente se extendió completa de espaldas al planeta, de cara al espacio.
—Aquella estrella que ves allá apareció anoche —le dijo una voz familiar al oído.
—¿Anoche? ¿Estabas aquí anoche? —preguntó la chica que no necesitaba que esa voz se presentara para reconocerla y festejar su llegada.
—Siempre estoy aquí —afirmó la voz y un espacio de complicidad y secreto, un tiempo sin necesidad de ser narrado por mí, se abrió entre ellas.
—¿Siempre mirando las estrellas?
—A veces las estrellas, a veces las aves que atraviesan el cielo, a veces el viento que mueve las hojas más altas de los árboles. También los relámpagos y las nubes que traen las tormentas. Pero las estrellas nuevas son mis preferidas.
—¿Siempre hay estrellas nuevas?
—A veces. Desde que estoy acá he visto aparecer tres. Cuando vi aparecer la primera ya me sentí una privilegiada, una elegida, la testigo de un suceso maravilloso.
—¿Y con la segunda?
—La emoción fue la misma, como si fuese la primera pero más intensa aún, más consciente, como si haber visto a la anterior y ver ahora a ésta me diera más sensibilidad, más poder para captar los matices del proceso: el asomo tímido, el titilar inicial, como de prueba, la alegría del brillo que se hace más potente.
—¿Y ésta, la tercera, qué te trajo de nuevo?
—Con esta aparición he sabido que mi vida está completa, que es una buena vida. Muy buena porque me ha permitido confirmar por tercera vez que es bueno estar aquí y ser parte de los nacimientos de las estrellas.
—¿Y a cuál querés más de las tres?
—¿De las tres estrellas? A la primera la quiero porque es la primera, porque es para mí el comienzo de una etapa, mi etapa de observadora de estrellas nacientes. A la segunda porque es la segunda y me encontró dispuesta a festejar todo su brillo. A la tercera porque es la tercera, porque acaba de llegar y renovó en mí todo lo que sentí y conocí con las anteriores.
—Entonces las querés a las tres igual.
—No, a las tres distinto.
—Ah.
—¿Qué te quedaste pensando?
—Que algunos dicen que los muertos no ven nada y otros dicen que se van al cielo.
—No les hagas caso, las muertas como esta abuela tuya lo vemos todo. Y sobre todo vemos las estrellas.
—¿Puedo venir otro día, abue?
—Cuando quieras, yo no me iré a ningún lado.
—Hasta mañana, entonces —dijo la nieta mientras se sacudía las briznas de pasto que se le habían pegado a la ropa y dejaba un beso en la lápida pálida.
© 2007 Paula Irupe Salmoiraghi
© 2007 William Trabacilo (ilustración)
Perfil del Forjador
Nació en Buenos Aires, en 1969, grande (que nació grande y se va achicando). Estudió muuuuucho, muuuucho pero no se recibió de nada hasta que no tuvo 33 años y recibió el título de profesora en Lengua y Literatura. También es traductora de francés, pero eso es por amor. Escribe cuentos y poemas desde los quince años, pero eso no vale de nada porque nunca tenía lectores o si los tenía les decía que no era importante lo que estaban leyendo. Algunos de esos cuentos y poemas han salido a la luz (casi) en diarios y revistas de papel y electrónicas de su país, de Francia y de Bélgica. Ahora se ha hecho famosa como participante del taller Los Forjadores y es muy feliz porque encontró gente buena y linda que le dice lo bien que escribe con cariño y lo mal... también con cariño. Hay tres personas en su vida que se dirigen a ella con un término repetido y machacante y que se quejan de que la han perdido delante de la pantalla. Ella dice que hagan sus vidas y que crezcan rápido para mantenerla en su vejez (que falta mucho, pero no tanto).
Perfil del Forjador
Ingeniero Eléctrico caraqueño. Actualmente se desempeña como profesor de Geometría Descriptiva. Su relación con el dibujo es un romance más antiguo: descubrió que le gustaba desde los catorce años, y se ha dedicado a garrapatear papel desde entonces. No tiene estudios formales en el área, de modo que, para un purista, el dibujo es su hobby. Pero él diría que no: su hobby es la lectura; el dibujo es más su placer.
Esta obra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Él es consciente de que nadie le cree, que haber sido abducido por extraterrestres es imposible para la mayoría; sin embargo, se enfrentará a las consecuencias de “su” verdad.
Yo sabía lo que decía la ficha. Paciente: Raúl Rodríguez. Diagnóstico: alucinaciones múltiples. Observaciones: Dice ser víctima de abducciones extraterrestres. Asegura que lo convirtieron en otro hombre (literalmente). Durante el día se comporta con normalidad (salvo que se hace llamar Jack Prescott) pero por la noche puede tornarse violento y se recomienda restringirlo. No me sorprendió la mirada del médico, la mirada de alguien que dice que no te juzga, justo cuando te está juzgando. Su gafete decía: Dr. Marcelo Farías, Hospital General Vicente Argüello.
—Cuénteme de sus experiencias, Raúl.
—Jack. Mi nombre es Jack Prescott, ¿recuerda?
—Discúlpeme, Jack. Cuénteme.
—Lo primero que hacen es vigilarte...
—¿Quiénes?
—Si quiere que le cuente, cállese y escuche.
—OK.
—La luz aparece por dos días seguidos. Llega cuando menos te lo imaginás. No sé por qué. Tal vez te estudian primero. La verdad, no sé. El tercer día, cerca de la medianoche, sucede. De repente estoy sobre la mesa rodeado por estos seres, no puedo moverme, del techo baja una membrana que me cubre por completo dejando libre mi cabeza y la parte del cuerpo en la que piensan trabajar. Los hijos de puta no son capaces de sedarme ni nada, parecen disfrutar de mi desesperación. Depositan un bicho, una especie de lombriz, que entra por mis fosas nasales. La siento arrastrarse por mi garganta, me atraganta durante un momento y luego se desliza completamente hacia mi interior. La última vez trabajaron sobre mi brazo derecho. Lo abrieron al medio y separaron los bordes con una especie de pinza, sacaron un pedazo de hueso y los reemplazaron por una gelatina blanca, que rápidamente tomó su lugar y forma. El dolor era insoportable. Pero yo no podía moverme ni gritar ni nada. Ni siquiera podía cerrar los ojos para no ver la aguja que se introducía en mi pupila izquierda. Recuerdo que estaba helada... Todas las veces era igual: Me pinchaban como si fuera un alfiletero, me sacaban y ponían fluidos, trabajaban sobre mí durante un tiempo interminable, y luego la sentía regresar. La lombriz se arrastraba a través de mi garganta y salía por mi boca. Después despertaba en otro lado y por lo general en otro cuerpo. No sé por qué le cuento esto, si igual no me va a creer. Ya lo he contado en tantos países y en tantos idiomas que no recuerdo cuál era mi país o qué idioma hablaba antes de que la luz viniera por primera vez.
Por supuesto, el médico no me creyó. Por eso decidí jugar su juego. Y lo hice tan bien que a los seis meses su actitud hacia mí había cambiado por completo. Dijo que estaba muy complacido con la forma en que el tratamiento estaba funcionando. Me sacó las restricciones y la mayor parte de los medicamentos. Luego me trasladó al ala norte. Dijo que pasaría allí un par de días en observación y, si todo estaba bien, me darían de alta.
El ala norte era un lugar apacible. Uno tenía un cuarto bien decorado, sin cerraduras. Estaba feliz por la proximidad de mi salida. Pero en la primera noche la luz regresó. Al principio me repetí que era un sueño y, aún cuando no me lo creí, traté de mantener la calma. Si me descontrolaba me mandarían de nuevo a la habitación acolchonada, volverían a atarme a la cama. Si me mantenía tranquilo, tal vez me soltarían antes del tercer día y luego me iría lejos, me escondería donde la luz nunca pudiera encontrarme.
El segundo día fue largo. Me dijeron que sólo tenía que esperar un día más y me mantuve tranquilo. Durante esa noche no pude dormir pensando en la luz. Esperando. Y en medio de la madrugada se presentó.
Al tercer día, la esperanza se convirtió en desilusión. Ya estaba listo para irme cuando la enfermera del turno tarde me avisó que faltaba una firma en mi historia clínica, que me darían de alta recién por la mañana. Mantuve la calma. Pregunté si me permitirían bañarme y afeitarme solo y la enfermera no se negó; dijo que yo había sido dado de alta, sólo era cuestión de papeleo.
Me bañé, me afeité, rompí la ventana del baño y traté de escapar. Me atraparon.
Pusieron un guardia en mi puerta. Me dijeron que habían llamado al doctor, que lo había estropeado todo, que... No importa. Yo sabía que era demasiado tarde, pero estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para que no me atraparan otra vez. Recurrí al plan B. Saqué la hojita de afeitar de donde la había escondido, tomé mi muslo, corté la arteria y me acomodé para dormir. Cuando se dieran cuenta ya no podrían hacer nada. Estaba demasiado cansado. No podía dejar que me llevaran otra vez.
Pasé de un sueño al otro. Y me sorprendió descubrir que es cierto eso que dicen de que el alma se queda un rato dando vueltas. Vi llegar al doctor y a la gente ir rodeando el cuerpo de Raúl. No hubo gritos ni corridas, apenas unas pocas recriminaciones. Una de las enfermeras se defendió diciendo que no sabía cómo había podido pasar, alguien murmuró que era una pena; al final el médico dijo:
—Bueno, ahora no hay nada que hacerle. Marta, llame a la policía y a la morgue.
Entonces la luz regresó. Me aterró pensar que pudieran llevarme lo mismo, que pudieran capturarme de algún modo, ponerme en otro cuerpo y volver a torturarme una y otra vez. Quería salir huyendo de allí, pero vi que el doctor se acercaba a la ventana y quise prevenirlo, quise decirles a todos que estaban en peligro. Pensaba como loco en alguna forma de detenerlo, cuando escuché que decía:
—Y, Marta...
—¿Sí, doctor?
—Escriba en el cuaderno de Actividades Pendientes llamar a la compañía de electricidad. Esa luz de la calle se prende a la hora que le da la gana.
© 2007 Martín Adrián Ramos
© 2007 Sue Giacomán Vargas (ilustración)
Perfil del Forjador
MARTÍN ADRIÁN RAMOS
(Buenos Aires, 1972 – 2012). Escritor aficionado, lector empedernido, gestor cultural, en 2005 creó PórticoCF, Grupo Yahoo basado en el libre intercambio y dedicado a la difusión de la CF y el género fantástico, que llegó a contar con cientos de participantes en diversos países de habla hispana; también participó en la creación de la revista Próxima. Relatos suyos fueron publicados en las revistas Sensación!, Próxima, NGC 3660, Velero 25, Aurora Bitzine y Crónicas de la Forja.
Perfil del Forjador
SUE GIACOMÁN VARGAS
Vive en Torreón Coahuila, dizque es diseñadora gráfica y dizque ilustra. También de vez en cuando escribe algún bodrio con el que tortura a amigos y familiares.
Esta obra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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Congohelio: Bajo la vieja tierra – Cordwainer Smith “Hay música a través de esta historia. La música suave y dulce del Gobierno de la ...